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PAGINA/12 ESTUVO UN DIA ARRIBA DE UNA AMBULANCIA DEL SAME
Adrenalina pura

La radio transmite la emergencia y la ambulancia acelera, pasa semáforos en rojo, soporta autos que se �chupan� atrás, peatones que no se apuran. Llegan enseguida, pero siempre alguien dice que llegaron tarde. Hay pacientes que se resisten a ser llevados, hay dramas, hay emergencias truchas. Hay apuro. Este diario vivió 24 horas el ritmo enloquecido de una ambulancia.

Por Horacio Cecchi

–Es un vía pública. Grado 1. Sarmiento 1530 –la voz de la radio operadora nace metálica y entrecortada del equipo de comunicaciones de la 147. En la jerga del SAME, vía pública y grado 1 es la suma de sentidos que significan emergencia. No hay más datos. Puede ser un caso de vida o muerte o una llamada falsa. Da lo mismo. En el asiento del acompañante, el médico Germán Brizuela devuelve el “recibido” por el micrófono, mientras Víctor Bures agarra el volante de la ambulancia y pone a fondo el acelerador. “La puta que te parió”, se le escapa a Bures y sus palabras quedan pegadas al saco de un peatón que camina con parsimonia frente al paragolpes de la 147. En un minuto y 22 segundos llegan a destino. Antes, la ambulancia cruzó la 9 de Julio con semáforo en rojo, esquivó a 60 km/h un colectivo de la 67 sobre Cerrito, quedó enredada 27 segundos en un nudo de tránsito sobre Uruguay mientras de reojo Bures miraba a dos policías conversando en la esquina. Veinte metros antes de llegar, Brizuela bajó corriendo para atender a una mujer, caída en la vereda del Centro Cultural San Martín, mientras sus espaldas soportaban los insultos de la gente. “Llegaron tarde”, se escuchó decir a alguien. El diagnóstico: traumatismo leve, ahora sin importancia. Durante 24 horas, Página/12 compartió corridas y adrenalina con la 147 y otros equipos del SAME, para descubrir por qué la vida en una ambulancia no es vida sana.
Hay dos formas de viajar a bordo de una ambulancia. Una, en la que no importa nada más que uno mismo, suponiendo que las condiciones permitan una visión retrospectiva de sí mismo. La otra, en la cabina delantera, desparramando adrenalina debajo de una sirena integrada a los tímpanos, con el oído puesto en el transmisor, la vista clavada en los huecos que deja el tránsito, el pie listo para el freno, puteando contra todo aquello que se cruce por delante, para llegar a un destino por lo general trágico y con recepción poco amistosa en el entorno del paciente.
–¿Me podés correr un cachito la ambulancia así estaciono la chata?
Bures mira a su interlocutor por encima del hombro. Dos minutos después, Brizuela anuncia que están de regreso. “Nos esperan las milanesas”, le dice al oído Bures. Son las 14.05 de un lunes cualquiera y las milanesas esperan desde hace una hora y media. Milanesas, tortilla de papas, pan y gaseosas. Uno de los cuatro equipos de la Base Zona Centro, donde opera la 147, fue en busca de las viandas, tupper en mano, hasta el hospital Elizalde. Otro de los equipos está “en prevención” en Ezeiza, siguiendo el desarrollo de la huelga de hambre de los presos políticos de La Tablada. La tercera está en un “vía pública”. La cuarta es la 147, en camino a la ansiada milanesa, colocada dentro del tupper en la Base, debajo de la 9 de Julio y Sarmiento. Faltan dos cuadras para alcanzarla.

“W grado 1 en una VW”

Como toda tarea, la de los equipos de ambulancias del SAME tiene sus rutinas. Aunque la rutina sea correr contra la muerte. Sólo basta imaginar las 191.433 emergencias cubiertas el año pasado, repartidas entre 339 choferes y sus respectivos acompañantes médicos, y 122 radioperadoras, para comprender que la muerte se va entrometiendo rutinariamente a bordo de la cabina del frente. Rutina que también tiene sus sobresaltos. Cualquiera de los choferes o médicos de guardia el 31 de agosto del ‘99, a las 20.55, recordarán la tragedia del vuelo 3142 de LAPA. “Todos los teléfonos del 107 empezaron a sonar de golpe”, asegura una radio operadora. “Primero dijeron que era una avioneta. Durante toda la noche los teléfonos estuvieron ocupados.” Lo mismo ocurrió a las 9.53 del 18 de julio del ‘94, cuando el atentado de la AMIA. En esa ocasión, los socorristas hicieron las veces de médicos, paramédicos, levantaron cascotes para liberar los cuerpos, contuvieron parientes. “Yo estaba de licencia porque me habían operado”, dijo la supervisora Liliana Salvia.“Me quise presentar a colaborar como todos los que estábamos de franco, pero mi marido me sacó rajando”.
–SAME, Zona 2, SAME, Zona 2 –la voz de la radio operadora se interpone entre Bures, Brizuela y las milanesas. Zona 2 es la codificación de la ambulancia 147. Zona porque así conocen en la jerga a la Base Zona Centro. Dos, porque es el segundo móvil de esa base–. Tenés una colaboración con Ramos. Es un vía pública, W grado 1, Tucumán al 2300, está dentro de una camioneta VW –W es la codificación del tipo de urgencia, en este caso, W significa varios. VW es la marca de la camioneta.
–Recibido. ¿Hay más especificaciones? –pregunta Brizuela, mientras Bures conecta la sirena y empieza otra vez la adrenalina callejera.
Son las 14.12. Bures avanza por Avenida de Mayo, cruza en rojo y toma por Callao, sigue la onda roja hasta Córdoba, dobla en Junín. Al doblar clava los frenos. Detrás se oye un chirrido. Es un Renault 19 con vidrios polarizados. “Se chupó un boludo”, sugiere Bures. Delante del paragolpes de la 147, una señora gorda cruza mirando la bolsa del supermercado. En Junín al 600 la sirena queda detenida 30 segundos por el semáforo. Los segundos avanzan y las ruedas, quietas, parecen retroceder. Adelante, alguien se anima a violar la luz roja para abrir paso. La 147 dobla por Tucumán. A las 14.17 llegan al 2300.
“Llegaron tarde”, arroja alguien que ya comió su milanesa, a espaldas de Bures, que baja los equipos médicos. Brizuela ya está dentro de la camioneta VW, una combi vieja adaptada para fletes. En la cabina, el dueño de la combi está más blanco que el blanco de las líneas de cruce peatonal. “Se desmayó –explica Roberto César, fletero y amigo del auxiliado–. Fuma mucho, está muy nervioso por el tema económico”. El otro Roberto, dueño de la combi y en zona de riesgo, quiere levantarse. “Aquí no pasó nada”, parece pensar, mientras una docena de curiosos entorpece los movimientos de Brizuela.
Curiosos y parentela es uno de los principales inconvenientes a los que se enfrentan médicos y paramédicos del SAME. “Preocupa y mucho la intolerancia social en situaciones límite y la atención domiciliaria de pacientes que viven en asentamientos precarios, casas tomadas y zonas cuasiliberadas –sostienen en una investigación los doctores Roberto Cohen y Marcelo Muro–; todas caracterizadas por necesidades básicas insatisfechas donde el nivel de agresión es superlativo.” A tal punto llega el grado de agresión a los equipos del SAME que, en su investigación, los especialistas se preguntan si deberán comenzar a trabajar con chalecos antibalas. Un ataque a golpes a una médica, en Ciudad Oculta, el mismo día en que se realizaba esta recorrida daba actualidad a los riesgos que no sólo provienen de la violencia del tránsito.
El caso es grave. Preventivamente, el médico decide subir a Roberto a la ambulancia. “Pará, pará Roberto, ¿cómo te vas a bajar? Estás mareado”, dice un comedido mientras lo que quiere Brizuela es eso, que se baje de la camioneta. Finalmente el auxiliado es subido a una silla de ruedas que lo desplaza hasta la 147. Un acorde de bocinas desafina detrás del móvil del SAME. Ya dentro de la ambulancia, y Roberto en la camilla, Brizuela coloca las paletas del desfibrilador en el pecho del paciente. “Le está haciendo un ECG”, explica Bures, ECG por lo de electrocardiograma. “Si presiona los botones lo paletea”, por el shock eléctrico resucitador del desfibrilador. No hizo falta paletearlo.

Llamadas y rehenes

–Zona 2 en tránsito al Ramos con paciente –vuelca Brizuela a las 14.29 por el micrófono. La sirena ya puso en circulación la adrenalina. La 147 corre. Llega al Ramos con los obvios cruces, semáforos rojos, parsimonia peatonal, conductores audaces, autos chupados y vericuetos varios. Son las 14.35. La camilla vuelve sin paciente.
–Nos retiramos del Ramos. Es un código 5 –lanza Brizuela la codificación de hipotensión arterial. El reloj marca las 14.45. La 147 avanza por Belgrano, dobla por 9 de Julio hacia el Obelisco, hacia las milanesas.
–Zona 2, SAME. Zona 2, SAME. Callao y Tucumán. Vía pública, grado 1. Es un chiquito atropellado por una moto.
La 147 llega en menos de siete minutos, el tiempo promedio en que se supone que debe llegar una ambulancia al auxilio. Brizuela busca. Bures busca. No hay moto, no hay chiquito, no hay multitud de curiosos rodeando moto y chiquito inexistentes. Todo suena a una de tantas llamadas falsas (el 107 del SAME es gratuito desde un teléfono público, de donde proviene el 100 por ciento de las emergencias truchas). La duda la despeja un joven. “Una moto levantó por el aire a un chico de la calle que pedía monedas. Lo estrelló contra un poste. Enseguida vino la que dijo que era la madre, lo levantó y se lo llevó”.
La 147 intenta el camino de regreso. Son las 15.15 y habrá que postergar aquella utopía de las milanesas. Es otro vía pública, esta vez en Viamonte y Suipacha. La mayor demora tiene lugar al cruzar Florida: los peatones insisten en su derecho a detener el tránsito. Nadie se mueve. Finalmente, la ambulancia llega a destino. Una señora, de unos 60 años que aparenta pesar el doble de su edad está sentada, semidesparramada sobre la acera. “Tropezó con un caño y cayó de frente”, detalla una mujer que con una carpeta hace pantalla sobre la cabeza de la paciente.
Brizuela detecta rápidamente una fractura de muñeca. Presume que es un caso quirúrgico. Intenta sentar a la mujer en una silla de ruedas, pero el movimiento demora unos diez minutos. El obstáculo es la misma paciente.
–¡No me lleven! ¡Me secuestran, socorro, me secuestran! –denuncia a grito pelado la señora–. No me pueden llevar, tengo que ir al banco.
Nadie sabe bien cómo la convencen. Algún transeúnte sugirió: “Díganle que la llevan al banco en ambulancia”, mientras una mujer con su milanesa digerida desliza al oído del cronista: “De milagro llegaron a tiempo”. Lo cierto es que la 147 parte con su rehén, sirena y adrenalina a cuestas, hacia el Argerich.

Carlitos y el motoquero

Bures y Brizuela no accederán a su milanesa hasta las 17.59. Antes, se interpondrán hechos semejantes, con mayor o menor trascendencia. Correrán en busca de un motociclista que chocó contra la parte trasera del auto de Carlitos Bianchi, sobre Leandro Alem, frente al edificio Alas. Un minuto después llega la policía. Mientras Carlitos firma autógrafos, Brizuela inmoviliza al motociclista con férulas y un cuello ortopédico, más precisamente cuello de Philadelphia. Este cronista, compartiendo adrenalina, sube a la ambulancia un zapato perdido del motoquero.
También, antes de la milanesa, habrá una “colaboración” con el Argerich de un caso de hipoglucemia, un desmayo en el Departamento de Documentación de la Federal, sobre Azopardo, un auxilio por traumatismo leve y una presión baja. Cuando Bures y Brizuela bajan el túnel de la Zona Centro, las milanesas son una piedra.
Mientras Elsa o Susana, las telefonistas de la base, revelan algunas estadísticas, Charlie, de la 148, barre la sala de los choferes y médicos. Todas las ambulancias, con excepción de la enviada a Ezeiza, están casualmente en espera. El televisor muestra imágenes de Tartagal y de un asalto. Contra una pared, una foto de taller mecánico muestra a una modelo sin ropas que pide auxilio. Hay unos minutos para intercambiar experiencias. Pocos. Los suficientes para comer una milanesa. A las 21, la Base Zona Centro cierra sus puertas a las emergencias. En el microcentro ya no queda nadie. Las llamadas se desplazarán hacia los barrios. Brizuela y el resto de los médicos regresará a sus guardias de origen. Bures, Charlie y el resto de los choferes quedarán en la base, hasta las 6 de lamañana, disponibles para algún traslado de pacientes. Nada de urgencia en el radio. Hasta el día siguiente.

 

Los números del SAME

339 choferes conducen 56 ambulancias las 24 horas del día.
65 pesos es el costo de salida de una ambulancia, prorrateados todos los gastos.
180, en Francia. En EE.UU. entre 200 y 350. Cien pesos, una privada local.
Dos unidades coronarias hacen base en los hospitales Durand y Argerich.
Unica es la Unidad de Catástrofes, en funcionamiento después del atentado a la Embajada de Israel.
En 1999 se atendieron 191.433 emergencias, 26.843 más que en 1997.
107.263 correspondieron al grado 1, emergencia grave.
Julio fue el mes pico: 19.727 casos.
El año pasado el SAME atendió a 9165 víctimas de 7705 accidentes viales.
El 73,8 por ciento corresponde a varones.
Un equipo de contención psicológica atiende a parientes en casos de desastre y contiene al personal del SAME.

 

PACIENTES QUE FINGEN, PEDIDOS INSOLITOS
La actuación de Ricardito

Por H.C.

Lo conocen como Ricardito. En su definición social es un indigente. Para el barrio de Lugano y Mataderos, por donde suele deambular, es un linyera. Ricardito está caído sobre la vereda, a dos cuadras del hospital Santojanni. Un grupo de curiosos se reúne a seguir la secuencia de sus convulsiones, estertores y ojos en blanco. La situación es crítica. Tanto que uno de los curiosos llama desde su celular al 107. “Un hombre está caído, parece que se está muriendo”, explica sin otro dato. Sale la 196 de Rubén Barguesse con Norberto Frenkel de la guardia hospitalaria. Llegan al lugar. Se abren los curiosos y Rubén dice: “Es Ricardito. Ricardito, levantate, somos nosotros, del SAME”. Ricardito abre un ojo. Ve la ambulancia, abandona su teatro de convulsiones ante la mirada atónita de su público y sube a la 196. A Ricardito lo conocen todos en la base del Santojanni.
Ricardito no es el único personaje, ni la única anécdota que permite soltar una risotada en la rutina de las emergencias médicas. Mario, también chofer, pero que prefiere el anonimato, recuerda cuando recibieron la orden de atender una mujer en una de las villas periféricas al Santojanni. Cuando la médica intentó ingresar a la casa, un perro furioso la detuvo. La especialista trató por todos los medios de esquivar al animal, hasta que decidió regresar a la ambulancia. “Hasta que no saquen al perro no entro”. Finalmente, decidieron atender a la paciente en la ambulancia. La mujer, una italiana entrada en años, pero con ninguna letra en castellano decía algo inentendible. La médica comenzó a revisarla, pero la mujer seguía hablando. “¿Entendés algo de italiano?”, preguntó la médica al chofer. Finalmente, entre los dos, lograron descifrar el mensaje: el pedido lo había hecho la italiana, pero para atender a su perro. “Está deprimido”, balbuceaba.
Un clásico con que se pinta al SAME es el comentario sobre la sirena: “Van a buscar pizza”, es el dicho. Médicos y choferes desmienten la certeza de la versión. La recorrida con Bures y Brizuela (ver nota principal) termina de destrozar el mito: durante cuatro horas los esperó su milanesa. También, en la rutina del SAME figuran los servicios privados de emergencia. El SAME no cobra. Los servicios privados, obviamente, sí. “La gente llama al SAME, aunque facturan los privados”, explica el médico Luis Naya, del Argerich. “Eran las 8.30. Pasan una emergencia a Suipacha 30, en el hotel Cambremon. Se trataba de un pasajero extranjero. Me lo pasaron como un estado gripal. El tipo tenía una bronquitis. Estaba muy apurado porque tenía que viajar. Mientras lo atendía, escuché cómo él preguntaba en inglés en qué consistía la atención y el conserje le respondía que era un servicio del hotel. Después se lo pasaban en la cuenta.”

 


 

EL OTRO LADO: LOS QUE RECIBEN LOS LLAMADOS
Cuando los teléfonos arden

Por H.C.

“Es un incendio. Hay cuatro chicos. Tapalqué y Olivera”. Esther, en la mesa de conmutadores, recibe la llamada al 107, y vuelca los datos a un formulario. Simultáneamente, sin abandonar el teléfono, dice “es un Piñero” a sus compañeras. Miguel Acosta ya está de pie analizando un inmenso mapa porteño, con las zonas de acción de ambulancias y hospitales. “¿Hay dos Piñeros?”, pregunta Esther, refiriéndose al número de ambulancias disponibles en el hospital de la zona del incendio. “No”, responde una despachadora. “¿Hay Santo?”, pregunta Esther y debe descartar. No hay ambulancias en el hospital lindante, el Santojanni. “Hay chiquitos en un incendio.” “Te paso una colaboración con Piñero. ¿No tenés?”. “¿Tenés Santo por fuera?”, pregunta alguien al Santojanni. La otra cara de la emergencia, no visible, se asienta en el centro neurálgico de las radiooperadoras del SAME, que nada tienen que envidiar a las corridas adrenalínicas de las ambulancias.
Son 122 radiooperadoras que, en segundos, deben definir si la llamada corresponde a un grado 1 (urgente), grado 2 (urgencia relativa) o grado 3 (normal), calificar el tipo de accidente, codificarlo según una serie desde la A (traumatismo), hasta la W (otros), tomar dirección de la urgencia y teléfono desde donde se llama y entregar el pedido de ambulancia a la línea de despachadoras. A su vez, éstas enviarán el pedido a la ambulancia, con códigos, dirección y especificaciones varias. Son 3 minutos con que cuentan, desde que se recibió el pedido para que partiera la ambulancia. Pasado ese tiempo, comienza el tironeo entre choferes y radiooperadoras. “¿Causa de la demora?”, pregunta y responden: “Barrera de ferrocarril”. En el caso del incendio, cuatro operadoras concentran su atención, mientras de fondo se escuchan las voces de otras compañeras que continúan con la rutina.
“Estamos acostumbrados a esto”, dice Liliana Salvia, con 26 años poniendo la oreja y tomando decisiones de emergencia. “Pero por más años que tengamos en esto, cuando le pasa algo a un chiquito sufrimos como si se tratara de nuestro primer caso. No te olvidás jamás.”
Muchas de ellas tuvieron participación en desastres como el de la AMIA, el de LAPA o el del Shooting Baires. “Después del Shooting, durante varios días me persiguió el olor a carne quemada. Nunca me voy a olvidar de eso”, asegura el coordinador operativo, Gerardo Iriarte.
El centro de las radiooperadoras ocupa un piso. El espacio está repartido en tres líneas: una para los conmutadores. Otra, en el medio, para las supervisoras. La tercera, de las despachantes. Todas sus conversaciones son grabadas y mantenidas durante 5 años.

 

 

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