Los hay
frustrados, desconsolados y también gravemente indignados.
Hay otros que muestran los índices, las declaraciones y releen
las noticias de los diarios repitiendo, cada vez en tono más
alto, que yo te lo había dicho. Hay quienes,
desengañados de ayer y de hoy, se limitan a repetir que son
todos iguales. Son ciudadanos y ciudadanas que, más
allá de sus diferencias circunstanciales, coinciden en el
malestar general del que hablan las encuestas. El Presidente, destinatario
de buena parte de las quejas que originan en ese malestar, ha decidido
sumarse a la mayoría: coincide con el diagnóstico
de la crisis y para revertirla eligió el camino de nuevos
ajustes y más golpes a la calidad de vida de los ciudadanos.
¿El propósito? Calmar a los inversores y a los mercados
con el argumento de que si los inversores están felices y
saciados, las ganancias que desborden de la copa repleta caerán
como una bendición sobre los marginados, indigentes y desempleados.
Un clásico argumento del liberalismo.
Mientras se multiplican las quejas, los cortes de ruta, la insatisfacción
y los reclamos, las críticas y las observaciones, Fernando
de la Rúa y por extensión gran parte de los funcionarios
que forman parte de su gobierno, siguen empeñados en no darse
por aludidos o en esconder bajo declaraciones retóricas o
falaces su insensibilidad por los problemas, las angustias y las
dificultades de la gente. Sumarse al diagnóstico y seguir
insistiendo en argumentos que tienen que ver con la herencia recibida
y con factores externos ya se ha convertido en un lugar común.
No basta con el tono adusto y el gesto firme para manifestar una
voluntad de cambio que no se advierte en los hechos, si al mismo
tiempo no se arbitran medidas para, en el ejercicio del poder, torcer
el rumbo de los acontecimientos. Máxime cuando los mismos
gobernantes critican a quienes demandan mejor calidad de vida y
se muestran extremadamente sensibles frente a las voces anónimas
del mercado o a los mensajeros de los inversores que llaman desde
el exterior para advertir, amenazar o indicar el tenor de las resoluciones
que deben adoptarse. No se puede seguir esgrimiendo con impunidad
la promesa de un mañana mejor con el argumento de la continuidad
del sacrificio de hoy. Porque el mañana nunca será
mejor si la condición para construirlo es que una parte de
los que hoy habitan en este suelo argentino tengan que resignar
definitivamente su dignidad (o su vida). Y porque la paciencia tiene
un límite y la desesperación es mala consejera.
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