Según
una descripción ya célebre, una familia sale de su
casa en un fin de semana, en un auto cómodo y propio, con
víveres surtidos, de paseo hacia la naturaleza, próxima
y accesible en las afueras del suburbio que habitan. Pero tienen
que superar el obstáculo de caminos mal cuidados y mal señalizados
y la naturaleza que encuentran está degradada por la polución
industrial. Este cuadro de costumbres norteamericanas de la década
del 50 se debe el economista J. K. Galbraith; puede leerse en su
libro La sociedad opulenta. La suya es una visión más
o menos idílica de un país de ciudadanos ricos, pero
cuyas existencias acaban arruinadas por un Estado, aunque no pobre,
al menos muy avaro y distante, en sus niveles federal, estadual
y comunal. Si Florida se convirtió en el ojo del huracán
de la elección presidencial 2000, se debe a la vigencia de
la moraleja de la viñeta de Galbraith. Boletas electorales
diseñadas para gastar el mínimo de papel, máquinas
que sobreviven desde la década de 1950 y que cuentan, mecánica
e imperfectamente, a esas mismas boletas mariposa, imperfectamente
perforadas por votantes muy imperfectamente anoticiados de cómo
debían hacerlo para que los votos fueran considerados válidos
por autoridades más bien renuentes a convalidarlos.
En otro libro célebre, La isla de los pingüinos, el
novelista francés Anatole France había imaginado una
Francia futura e inquietante. En esta sátira, habitantes
miserables circulaban por un país de una prosperidad inexorable.
El Estado era infinitamente rico; sus ciudadanos, infinitamente
pobres, dice France. Sus votos serían, imaginamos, siempre
bien contados y sin dar lugar a litigios. Para France, Premio Nobel
y socialista, el problema de la representación no era de
una importancia abrumadora, sino sólo formal, frente a otros,
más sustantivos, como el de la distribución de la
renta. Sin embargo, su novela, que conoció el éxito
en Estados Unidos, muestra la verdadera pesadilla de los norteamericanos.
Bush y sus partidarios la celebrarían. Porque prefieren su
Estado, pobre, del más bajo perfil, que acepta los resultados
del primitivo sistema mecánico y juega con reglas imperfectas
y soluciones más imperfectas, antes que uno, incapaz de cumplir
con plazos y fechas constitucionales, que se someta a revisiones
exhaustivas, a conteos manuales. Pero una reforma, centralista y
unificadora, parece una de las novedades más inescapables
que vendrán tras la elección del siete de noviembre.
|