Por
Juan Luis Cebrián*
Qué
duro es morir, le dije a Pozuelo cuando me bajaban a esa especie
de quirófano de campaña montado de urgencia en el cuerpo
de guardia, transportándome como si fuera un herido de guerra,
entre frazadas y gritos, órdenes contradictorias, angustia, miedo,
mientras él luchaba contra mi insistente empeño en agarrarme
el bajo vientre porque yo sabía que me estaba desangrando, tengo
experiencia en estas cosas y quería evitarlo. Notaba la sangre
bullir en mi cuerpo, buscando todos los desagües, mojando las sábanas,
derramándose en espesas babas por mi mentoncillo recién
afeitado, con ese sabor agridulce que tienen los fluidos de los viejos,
era como si la fuente de la vida se derramara por el manantial rojizo
y apestoso en que se habían convertido mis vísceras, y me
venía el Rif a la memoria, aquel estrépito de tripas rotas
bañado en pólvora, tan diferente al de ahora, aunque también
entonces pensé que me iba por la herida y fue lo mismo, no me interesaba
sino dejarlo todo en regla, atado y bien atado, los sueldos de la tropa,
la sucesión en el Estado, cualquier cosa, lo importante es prolongarse,
sobrevivirse a uno mismo, los hombres como yo tenemos vocación
de eternidad, es el orden natural de nuestra experiencia. Es muy
duro esto, pude apenas susurrar al oído del médico
y él me estrechó la mano entre las suyas, sin decir nada,
quizá ni siquiera me oyó, la voz me falla desde siempre
y más aún en los últimos tiempos, pese a los ejercicios
de foniatría, las irritantes vocalizaciones, labiales, dentales,
guturales, las complicadas gimnasias a las que se empecinaron en someter
meses atrás a mi garganta. No se daban cuenta de que no es ahora
cuando me hubiera gustado tener una voz potente, como de barítono,
o de tenor (no distingo muy bien los tonos), ya no la necesito. Antes
sí, siempre he sufrido por culpa de ese timbre aflautado, de pollito
capón, según me decían en la escuela los rapaces,
de señorita, como osaban insinuar los cadetes. Durante años
pensé que mi abulia amorosa tenía que ver con la fragilidad
de mis cuerdas vocales e incluso mantuve algunas discusiones con Puigvert
sobre este punto, las únicas que él se permitió conmigo,
como dando a entender que de política no hablaba, pero era republicano
sólo de boquilla para afuera, muchos son así, tan catalanista,
tan de izquierdas y le encanta el poder, quizá porque lo ve desde
la perspectiva miserable de su especialidad, reducido a los charquitos
de orina incontenible, sustanciado en hedores domésticos y añejos,
y disfruta humillando a los más fuertes y temibles generales de
la Tierra sólo a base de denunciar la esclerosis de su próstata.
Lo mío no afecta al uréter; las glándulas que nunca
me funcionaron bien son las endocrinas. El caso era que me estaba desangrando,
me dolía el cuerpo entero, como ahora, que no es ya mucho doler
porque he adelgazado hasta la desesperación y las enfermeras encuentran
con dificultad una vena en la que hincar esas terribles picas que me mantienen
vivo entre cánulas, drenajes, electrodos, catéteres, cables
y monitores. Debo parecer el monstruo de Frankenstein siempre me
entretuvo esa película, aunque mucho más pequeño
y mucho más adolorido.
No soy dado a las confidencias y me avergüenza esa debilidad mía
con Pozuelo. Estamos aquí para morir, la muerte nos libera del
dolor, no es una dama tan terrible como parece, y no es ella la que me
amedrenta, sino esta tortura infame que se empeñan en aplicarme
quienes se supone que me quieren evitándome un fin glorioso, como
hubiera deseado y sería de justicia, experimentando a cada minuto
con mi cuerpo, reduciéndome a mi condición humana los mismos
que hasta hace poco me alababan como elegido por la Providencia. Generalísimo,
Caudillo, Jefe, César, Centinela de Occidente, Genio de la Raza,
Dedo de Dios, ¡hay que ver en lo que he sido convertido!, una especie
de guiñapo sanguiñoliento, un apretujado montón de
pellejos y vendas, un coágulo viscoso del que surge el silencioso
alarido de dolor, sometido como estoy a sufrimientos inefables. De ningunamanera
merezco este purgatorio; nadie podría descubrirme el alma de un
gran pecador que haya de pagar sus culpas; mi vida entera ha sido puesta
al servicio de los españoles y, aunque estoy siempre dispuesto
a arrepentirme de toda falta, me cuesta trabajo reconocer mi bibliografía
en las semblanzas que contra mí difunden los enemigos de la patria,
los masones y los comunistas, o esos recalcitrantes exiliados, incapaces
de perdonar ni de olvidar, de admitir hasta qué punto ha mejorado
nuestra España. Nunca me atrajeron los placeres mundanos, he vivido
sin ningún desenfreno, sometido a la doble disciplina de la religión
y la milicia, aunque de la primera he sabido siempre distinguir entre
sus ministros y sus ideales, jefes provinciales hay que disfrutan de mejor
residencia y más refinada vajilla que la mía, no he utilizado
el poder para enriquecerme, no desmesuradamente, yo sabía que ésa
era una condición si quería durar, por eso preferí
que me envilecieran los demás, Nicolás, por ejemplo, al
que tuve que destituir por su ambición desmedida y desvergonzada,
o Villaverde, tan atolondrado y rijoso que no hace sino gastarse en juergas
todo lo que con malas artes se lleva, me extraña que Nenuca lo
quiera, no lo queremos nadie, pero en este trance no tengo otra opción
que dejarme hacer por él, pues dicen que es un buen cirujano. O
sea, que me cabe cierto orgullo por agonizar en la habitación de
un hospital público, recuerda a las enfermerías de los cuarteles,
me gustan la sobriedad de sus paredes, lo parco de la estancia, el tacto
rudo y el olor alcanforado de los paños, los tonos neutros de la
pintura, este ambiente de asepsia un poco rancia... Si no hubiera sido
por Carmen habría elegido para vivir un lugar más austero
que El Pardo ahora, sin embargo siento nostalgia de mi dormitorio,
el hombre es un animal de costumbres, me hubiera convenido algo
comparable en sobriedad y aspereza a lo del emperador Carlos en Yuste,
o a los aposentos privados de Felipe II en El Escorial. Soy, en definitiva,
su heredero. Como ellos viví la pasión del imperio y mi
destino ha sido marcado repetidas veces por el mandato de Dios, por eso
acuden los validos del cielo a los atrios de las catedrales para recibirme
bajo un palio bordado en pedrería; por eso, durante décadas,
han permitido que me acompañe esa reliquia misteriosa y severa
del brazo incorrupto de la santa; y por eso también, en esta tribulación
final, han enviado un manto de la Pilarica para envolver mi lacerado cuerpo
cuyo solo roce sobre mi piel gastada, purulenta de eccemas, me evocó
los días felices y prometedores de Zaragoza, antes de que la República
cerrara en la academia. Salvo estos momentos de cierta devoción,
en los que logro ausentarme del dolor persistente y cruel que me consume,
mi agonía carece de toda grandeza y me sorprende que ni siquiera
mi propia muerte sea capaz de emocionarme, será porque he convidado
tanto con la ajena. Sólo contemplo con desasosiego la dificultad
ímproba que estoy teniendo para que el alma me abandone, quizá
tiene dudas sobre su destino, y me asombra saber que, habiendo yo decidido
tantas veces sobre las vidas de los demás, nadie se digne acabar
conmigo discretamente, desenchufando al fin ese embrollo atado al aire
insalubre de la clínica y permitiéndome un descanso que
apetezco. ¿A qué tanto ensañamiento? Yo nunca lo
tuve con mis víctimas, nunca hice alarde de crueldad, de hecho
nunca las consideré víctimas mías, sino de las circunstancias
(creo que hasta Ortega y Gasset estaría de acuerdo con esta frase).
En los momentos de insomnio, durante las largas duermevelas que me asaltan
cada noche desde que la enfermedad se desató con toda su crudeza,
he pensado horas y horas acerca de lo mismo. Jamás albergué
odio a mis enemigos, antes bien, pienso yo que eran gente equivocadas,
presas de los errores del siglo y de la conspiración de los de
siempre, y me he sentido muchas veces inclinado a la clemencia, aunque
desde mis tiempos en el Tercio la muerte me ha parecido un hecho natural
e inevitable. No es preciso jalearla, desde luego, ni vitorearla, como
Millán Astray hacía, yo nunca incurrí en semejante
exageración, o no tengo ahora conciencia de ello, pero hay que
reconocer que aquella arenga surtía efecto y los muchachos entraban
en batalla a pecho descubierto,ofreciendo sus cuerpos a las balas, bautizando
con fuego su existencia, antaño depravada e inútil. Sin
la Legión, como sin la aguerrida e impetuosa milicia de marroquíes
que pudimos utilizar como fuerza de choque, no hubiéramos ganado
la Cruzada. ¡Caballeros legionarios, novios de la muerte! Lo único
que no le perdoné a Astray, al que he amado más que a un
padre, si bien esto, en mi caso, no es mucho decir, fueron sus intentos
de apartarme de Carmen. Me llamó a sus órdenes, tentó
mis ambiciones de joven comandante ¿por qué siempre
he tenido que padecer las alusiones a mi tamaño?, el comandantín,
Franquito, ¿por qué siempre sufrí en silencio los
diminutivos que me aplicaban con afán de menosprecio?, y
me ofreció ser su mano derecha, suplir el brazo que luego le arrancó
un obús, sustituir el ojo cuyo globo estalló la metralla,
pero lo hizo no sólo, ni pincipalmente, debido a mis dotes de mando,
sino por complacer la intriga de quien después resultaría
mi suegro, tan opuesto como era a nuestro matrimonio. A él le gustaba
su otro yerno, familia adinerada y educación universitaria, guapo,
alto, distinguido, si le dejamos hacer a Ramoncito Suñer nos hubiera
llevado a todos a la catástrofe cabalgando sobre el cadáver
de Mussolini. A Ramoncito, no, pero a Astray le he perdonado todo, sin
él hubiera sido impensable mi carrera.
Es curioso que me acuerde ahora de estas cosas, me vienen a la memoria,
con absoluta nitidez, hechos de hace más de medio siglo, mientras
soy incapaz de recordar lo que sucedió hace sólo unas semanas.
Pozuelo tiene que explicármelo. Aprecio su talante, es una buena
persona y un gran científico, aunque a veces añoro los días
en que me cuidaba el fiel Vicente, sin necesidad de esa pléyade
de galenos pretenciosos y arremangados que estiran inútilmente
mis horas, el equipo médico habitual, lo llaman. ¡Ah sí!,
pensaba en la muerte. Me acompaña desde joven, desde que me visitó
en El Biutz nunca me ha abandonado su aliento, huele caliente y seca,
como la pólvora, y tanto me he acostumbrado a ella que me parece
imposible temerla e incluso me parece imperdonable no desearla. En cambio,
no soporto el dolor físico, no soy capaz de sobrellevarlo y por
eso muchas veces lloro, aunque las gentes no lo sepan. Si no hubiera perdido
el conocimiento poco después de que aquel proyectil me perforara
el estómago, posiblemente hubiera gritado con mi vocecita de jilguero
y también me hubiera gustado hacerlo el día que me estalló
la pultry en la mano, todo buen cazador sabe que una auténtica
pultry no estalla nunca, aquello fue un atentado aunque nadie quiso o
supo decirme quién lo organizó, cómo trucaron el
mecanismo de la escopeta para que estallara en mi rostro, quién
estaba detrás de la conspiración, pero marraron, fallaron
todos cuantos quisieron acabar conmigo, será por eso que se necesitaron
dos docenas de médicos para lograr firmar mi certificado de defunción.
Yo lo estoy anhelando, la muerte es la razón de todas las cosas,
no me arrepiento de mis tratos con ella, no me duelen las vidas que me
vi obligado a segar, lo hice por un bien superior, porque la patria estaba
en peligro o porque lo exigía la moralidad general, por eso fui
benevolente cuantas veces pude, como en ocasión de aquellos tres
desdichados quincalleros que atracaron la joyería a lomos de una
vespa. Se les juzgó por la vía sumarísima, según
dispuso la autoridad militar, aunque yo no estuve de acuerdo, reservaría
esta clase de procesos para los políticos. Callé, como en
tantas ocasiones, y no supieron interpretar mi silencio; el mando exige
renuncias y no convertir automáticamente en decisiones los caprichos
volubles o las discutibles opiniones que uno pueda tener. A mi juicio,
la gente que roba y atraca por hambre debe ser castigada, pero no podemos
permanecer insensibles ante la convicción de que si hubieran recibido
una educación como es debido, si se les hubiera dado una oportunidad,
no se habrían visto arrojados al arroyo. Por si fuera poco, uno
de los sentenciados ha acabado siendo una especie de héroe popular,
de bandido generoso, poco menos que el Tempranillo, gracias a sus habilidades
de fuguista, mitificadas hasta el absurdo por los periódicos, desde
que Fraga fue ministro la prensa se ha desbocado sin remedio. Otra cosa
sonlos que matan por odio, por subversión pura, por revanchismo
y ceguera política. Me equivoqué indultando a los vascos
condenados en Burgos, fue un error, cedí a las presiones de la
propaganda y a los temores de mis ministros, casi todos muy jóvenes,
sin experiencia de los años difíciles, no supe escuchar
la verdadera voz de mi conciencia, que nunca se ha equivocado en momentos
trascendentales, iluminada por el Altísimo. No tengo miedo, por
eso, de comparecer ante El con las manos manchadas, la sangre puede a
veces ser una denuncia, pero es también una prueba de amor y de
entrega formidable; la sangre vertida fue precisa para la redención
de España, es como la de Cristo, como la de los mártires,
fecunda, feraz, vibrante de energías, por eso luce su color en
nuestra bandera. Fusilé a un legionario cuando protestó
por el rancho, escupiendo sobre él, y aun tuve que tomar decisiones
peores: dos caballeros del Tercio osaron retirarse a sus tiendas después
del toque de silencio y pagaron la desobediencia con sus vidas. ¡Cuántos
más les habrían imitado, de no atajar su conducta a tiempo!
Siempre he sido un experto en materia de disciplina, de otro modo no habría
podido mantener la bravura de la tropa, enfrentada a las impías
matanzas que perpetraba la soldadesca de Abd el Krim. En sólo una
década cayeron más de dieciséis mil militares de
toda clase y graduación, cientos de jefes y oficiales dieron su
vida por defender la España africana, que se deshacía entre
las manos de gobiernos corruptos e ineptos mientras los políticos
discutían como petimetres, robaban como salteadores, entregaban
nuestra historia gloriosa y nuestro glorioso e irrenunciable porvenir
a manos del capital y de los intereses extranjeros. Ante cuestiones de
este jaez no podemos permitirnos ni un leve pestañeo, cualquier
subversión del orden establecido es un crimen de lesa humanidad,
y es justo que paguen pecadores por pecadores. La guerra exige sus renuncias
y entre ellas está la de saber acallar el corazón a la hora
de arrancar las malas hierbas: destruyendo los cuerpos de nuestros enemigos
ganamos sus almas. Cuando llega el momento de firmar el enterado de las
condenas a muerte, un jefe al que le tiembla el pulso no merece el respeto
de sus colaboradores ni el aprecio de su pueblo. Mucho me han criticado
por mi entereza en esas ocasiones, confundiéndola aviesamente con
crueldad y olvidando, además, las abundantísimas muestras
de piedad que ejercí, con todo orgullo, en nombre de los vencedores.
Hubo que fusilar a muchos paisanos, pero todos tuvieron un juicio previo
y la oportunidad de su defensa. Tan imparcial me mostré que aprobé,
incluso, la ejecución de mi querido primo Ricardo, quien todavía
se me aparece en sueños jugando a corsarios en las luminosas mañanas
de la playa, y la de Batet, al que muchos admiraba, pero no quiso sublevarse
pese a ser tan obvio que el Ejército tenía el derecho y
el deber de hacerlo, estando amenazada, como estaba, la causa de la patria.
Desde entonces, desde los tempranos momentos de la contienda, no he cesado
de preocuparme por la vuelta al redil de los descarriados, sabiendo que
un talante magnánimo resulta el mejor de los argumentos en la construcción
de la concordia. No digo que no se cometieran excesos, ¿en qué
batalla no se causan estragos?, aunque siempre podemos encontrar una explicación
lógica que los aclare, los ponga en su contexto. Todavía,
por ejemplo, siguen con la cantinela de García Lorca. Era un gran
poeta, desde luego, nunca me preocupó su homosexualidad, soy tolerante
en eso, pero cuando lo mataron, la guarnición de Granada se encontraba
muy acosada, incomunicada del resto de España, y las autoridades
tenían que prever cualquier acción en contra del Movimiento.
Sólo teniendo en cuenta esas circunstancias se puede juzgar su
ejecución. Más tarde, para probar mi imparcialidad, autoricé
a que se editaran sus obras y se hiciese su reclamo, pese a que era un
izquierdista reconocido. También prohibió a la hueste moruna
que castrara a los rojos e hiciera ademán de tragarse sus genitales,
y si no quise impedir, eso no, que algunos legionarios rindieran honores
con las cabezas de la moriscada rebelde ensartadas en las bayonetas fue
porque necesitaba dar una lección a Primo. Le llamabanel Pacificador
de Africa, aunque cuanto allí se hizo a nosotros lo debía.
Aquellos no eran actos de crueldad, sino de exaltación y, de otra
forma hubiera sido imposible evitar que los moros arrasaran cuanto encontraban
a su paso, a los del turbante hay que entenderlos, sólo los que
estuvimos allí sabemos hacerlo. Mi corneta Charlot me obsequió
un día con la oreja de un prisionero, le he rebanado el cuello,
me dijo complacido, y tentado estuve de recriminarle, pero cuando comprendí
que aquel trofeo mostraba la primera proeza del muchacho, preferí
no desanimarlo. No me atormentan estos recuerdos, he cumplido buenas penitencias,
amén de la que ahora me está tocando pagar, y por cada error
cometido en esa dirección podría yo citar el doble de horribles
equivocaciones en sentido contrario. Las consecuencias del perdón
son a veces más horrendas que las de la justicia, por dura que
ésta resulte. Si no hubiera mostrado tanta fragilidad para con
los vascos, el almirante seguiría hoy con vida; este pueblo se
habría ahorrado no pocas lágrimas y no se abrirían
las enormes dudas y los interrogantes que a todos agobian. De esas cosas
sí me arrepiento, de haber mostrado debilidad o flaqueza en momentos
decisivos, de haber confundido a nuestros compatriotas con acciones u
omisiones que muchos pueden haber interpretado como fruto de un sentir
pusilánime y poco viril. Porque ahora ya no sé si fue verdad
o mentira, se me nublan las ideas y la memoria me tiembla casi tanto como
la mano, pero mientras la izquierda se quejaba de las ejecuciones sumarísimas
en Asturias, al cura de Sama lo colgaron los anarquistas de un gancho
de carnicero, carne de cerdo, escribieron en un cartel, y
sus compinches violaron a las Adoratrices de Oviedo, y en Trubia arrancaron
los ojos a los hijos de los policías. La del Rif fue una guerra
romántica, nos jugábamos el pellejo a cada paso por la supervivencia
de España en Africa. La Cruzada resultó algo más
urgente y necesario: luchamos por una España española, vencimos
al comunismo, al socialismo, a cuantas doctrinas subversivas pretendieron
reducir la civilización a la barbarie. Donde yo esté no
habrá sitio nunca para los marxistas, y espero que lo mismo suceda
tras mi tránsito.
La muerte se fue haciendo una costumbre desde los días de Africa;
en realidad las guerras son iguales en todas partes, nunca vi mucha diferencia
entre disparar contra una chusma de moros revoltosos o hacerlo contra
los mineros asturianos cuando fueron presa de las turbas revolucionarias.
La defensa de la patria exige estas actitudes. Jamás experimenté
el menor placer en matar, tampoco pesar. Placer y dolor sólo pueden
hallarse verdaderamente en la muerte de uno mismo, pero no logro concentrarme
lo suficiente en ello, sólo noto que me abandono, que me adormezco,
como si me entrara una morriña universal y caótica, es una
sensación absolutamente novedosa ésta de sentirme manejado
por los otros, de no poder ordenar mi propio fin, sin duda es la última
prueba que Dios me manda. Mi fe se tambalea ahora con una redundancia
que me asusta. No entiendo tanta expiación, siempre he creído
en la redención por el castigo, el culpable se convierte así
en un hombre nuevo, ¿pero dónde encontrar pecado tan grande
que justifique tamaño desconsuelo como el que padezco? Jesús
mismo se vio abocado a una pasión cruenta y me estremece la idea
de cuánto se asemejan a sus espinas las lanzas que asaetean mi
cuerpo, inundándolo de sueros que soy incapaz ya de retener entre
mis carnes entecas. Sin embargo, no logra conmoverme esa imagen mía
de penitente, que debería confortarme en mi actual infortunio,
sabedor de que Dios me escoge, como escogió a su Hijo, para purgar
las culpas de otros.
Todo aquello me viene a la mente con espeluznante precisión, con
la misma claridad con que oigo ahora las voces de mi familia, confundidas
con las de algunos amigos. Piensan que estoy dormido, no falta quien asegura
que soy ya un vegetal, un ser inanimado, y discuten sobre la oportunidad
o no de apagarme, como si se tratara de un robot al que hubiera que privarle
de energías. ¿Se atreverán a hacerlo hoy? Ojalá.
Cuantas veces presiento las dulces mano de las enfermas acariciar mi frente,
mesarme con dulzura los lánguidos cabellos, el tacto de sus dedos
sobre mi piel me produce unaextraña y tierna sensación.
Sueño que he vuelto al regazo de mi madre, imagino sus besos nocturnos
en la ausencia del marido, su fortaleza ambigua, como de seda, incapaz
de quebrarse ante la adversidad, y me miran sus ojos, misteriosos y grandes,
como si quisieran adueñarse de mí, prestar a mis pupilas
el brillo de las suyas, reclamarme a su cielo de brumas, confundiéndose
el llanto con el orballo fino de nuestra tierra. Ya sabes, Paquito, me
decía, paso de buey, piel de lobo. Heredé de ella su retranca
y su obstinación, su admirable pasión por la familia, tan
fuerte que no encontró fronteras ni en la humillación ni
en el desprecio. Me enseñó a rezar, me enseñó
a perseverar, me enseñó a callar. Ahora éstos de
aquí creen que porque no hablo no escucho, pero distingo prístinamente
sus voces, algunas me llegan desde el pasillo, y deduzco que hoy debe
ser domingo porque hablan de la misa que el padre Bulart tiene intención
de oficiar en la clínica. Vicky ha entrado en la habitación
y se ha inclinado sobre mí. El aliento le olía a mar, y
de un golpe me han venido a la memoria los paseos por el puerto de El
Ferrol, los juegos de piratas en La Graña, ¡ay! Ricardito,
¿por qué tuviste que ser fiel a la República?, de
no haberte obcecado habrían llegado a ministro, a teniente general,
a lo que hubieras querido, como Camilo, como Araújo, como Pedrolo,
y en vez de tener que enfrentarte a él, hubieras tú mandado
el pelotón de fusilamiento. De todas las enfermeras que me atienden,
¿siete, ocho?, la que más me gusta es Vicky porque me recuerda
a madre. Le han dicho que no debe recostarme, que mis pulmones podrían
encharcarse, ¿más todavía?, y a veces permanece largos
ratos a mi lado, proporcionándome un consuelo que no llega. Cuando
me retiró la mascarilla de oxígeno y permitió por
unos minutos que respirara sin asistencia, pensé que había
llegado mi hora y experimenté una honda satisfacción previendo
el final inminente de la tortura. El fusilamiento es una forma de morir
más digna que esta inmolación. ¿Por qué las
malas gentes tienen tantas veces una buena muerte? Todos dicen que me
acabo, hablan como si ya no estuviera aquí y me ha parecido oír
los comentarios tristes de Nicolás. Todavía me acuerdo del
terror inusitado que nuestro padre le producía, cómo andaba
a esconderse tras el sofá huyendo de su rabia desatada por el alcohol,
y recorría a gatas todo el piso, entre denuestos y amenazas. Aprendí
entonces a callar y a defenderme por sorpresa, utilizando la astucia frente
a la superioridad física, aunque, raquítico y solitario
como yo era, apenas tenía tiempo el viejo de reparar a mí,
y además me despreciaba por mis aficiones de artista. Si no hubiera
escogido la vida militar, me habría gustado dedicarme a la pintura,
también Luis Carrerolo lo habría hecho, dibujaba sin cesar
durante los consejos, incluso en algunos despachos, era un buen observador
de la realidad y sabía cómo describirla, no deja de obsesionarme
la idea de que fui yo el responsable de que lo asesinaran por no consumar
las ejecuciones. A partir de entonces vivimos una especie de pérdida
de control; la podredumbre extranjera nos declara de nuevo el boicot y
se repiten escenas dignas de la leyenda negra. Conviene, no obstante,
enfriar las pasiones porque, de otro modo, se puede desmoronar el trabajo
de décadas. Esto de enfriar, por cierto, vale para casi todo, hasta
el punto de que he escuchado decir a una de las monjitas que me iban a
congelar o poco menos. Hipotermia ha sido el término empleado.
Por lo visto, tratan con eso de manejar la herida del estómago,
pero yo me siento como un ecce homo; las fuerzas me abandonan de tal forma
que soy incapaz, incluso, de sublimar el sufrimiento, en vez de perecer
como un soldado me están apuntillando como a un becerro de mal
morir; cuando quieran embalsamarme así lo tengo dispuesto
y al menos en esto han de hacerme caso no me quedarán líquidos
en el cuerpo, ya estoy seco del todo, amojamado, útil para la Historia.
*
De El País de Madrid. Especial para Página/12
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