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A 25 AÑOS DE LA MUERTE DEL DICTADOR
Monólogo de Franco

Hoy hace un cuarto de siglo que España comenzaba su transición hacia la democracia. La agonía interminable de Francisco Franco cerraba un capítulo de 39 años de duro autoritarismo. Este fragmento de una novela en preparación reconstruye sus últimos pensamientos.

Por Juan Luis Cebrián*

“Qué duro es morir”, le dije a Pozuelo cuando me bajaban a esa especie de quirófano de campaña montado de urgencia en el cuerpo de guardia, transportándome como si fuera un herido de guerra, entre frazadas y gritos, órdenes contradictorias, angustia, miedo, mientras él luchaba contra mi insistente empeño en agarrarme el bajo vientre porque yo sabía que me estaba desangrando, tengo experiencia en estas cosas y quería evitarlo. Notaba la sangre bullir en mi cuerpo, buscando todos los desagües, mojando las sábanas, derramándose en espesas babas por mi mentoncillo recién afeitado, con ese sabor agridulce que tienen los fluidos de los viejos, era como si la fuente de la vida se derramara por el manantial rojizo y apestoso en que se habían convertido mis vísceras, y me venía el Rif a la memoria, aquel estrépito de tripas rotas bañado en pólvora, tan diferente al de ahora, aunque también entonces pensé que me iba por la herida y fue lo mismo, no me interesaba sino dejarlo todo en regla, atado y bien atado, los sueldos de la tropa, la sucesión en el Estado, cualquier cosa, lo importante es prolongarse, sobrevivirse a uno mismo, los hombres como yo tenemos vocación de eternidad, es el orden natural de nuestra experiencia. “Es muy duro esto”, pude apenas susurrar al oído del médico y él me estrechó la mano entre las suyas, sin decir nada, quizá ni siquiera me oyó, la voz me falla desde siempre y más aún en los últimos tiempos, pese a los ejercicios de foniatría, las irritantes vocalizaciones, labiales, dentales, guturales, las complicadas gimnasias a las que se empecinaron en someter meses atrás a mi garganta. No se daban cuenta de que no es ahora cuando me hubiera gustado tener una voz potente, como de barítono, o de tenor (no distingo muy bien los tonos), ya no la necesito. Antes sí, siempre he sufrido por culpa de ese timbre aflautado, de pollito capón, según me decían en la escuela los rapaces, de señorita, como osaban insinuar los cadetes. Durante años pensé que mi abulia amorosa tenía que ver con la fragilidad de mis cuerdas vocales e incluso mantuve algunas discusiones con Puigvert sobre este punto, las únicas que él se permitió conmigo, como dando a entender que de política no hablaba, pero era republicano sólo de boquilla para afuera, muchos son así, tan catalanista, tan de izquierdas y le encanta el poder, quizá porque lo ve desde la perspectiva miserable de su especialidad, reducido a los charquitos de orina incontenible, sustanciado en hedores domésticos y añejos, y disfruta humillando a los más fuertes y temibles generales de la Tierra sólo a base de denunciar la esclerosis de su próstata. Lo mío no afecta al uréter; las glándulas que nunca me funcionaron bien son las endocrinas. El caso era que me estaba desangrando, me dolía el cuerpo entero, como ahora, que no es ya mucho doler porque he adelgazado hasta la desesperación y las enfermeras encuentran con dificultad una vena en la que hincar esas terribles picas que me mantienen vivo entre cánulas, drenajes, electrodos, catéteres, cables y monitores. Debo parecer el monstruo de Frankenstein –siempre me entretuvo esa película–, aunque mucho más pequeño y mucho más adolorido.
No soy dado a las confidencias y me avergüenza esa debilidad mía con Pozuelo. Estamos aquí para morir, la muerte nos libera del dolor, no es una dama tan terrible como parece, y no es ella la que me amedrenta, sino esta tortura infame que se empeñan en aplicarme quienes se supone que me quieren evitándome un fin glorioso, como hubiera deseado y sería de justicia, experimentando a cada minuto con mi cuerpo, reduciéndome a mi condición humana los mismos que hasta hace poco me alababan como elegido por la Providencia. Generalísimo, Caudillo, Jefe, César, Centinela de Occidente, Genio de la Raza, Dedo de Dios, ¡hay que ver en lo que he sido convertido!, una especie de guiñapo sanguiñoliento, un apretujado montón de pellejos y vendas, un coágulo viscoso del que surge el silencioso alarido de dolor, sometido como estoy a sufrimientos inefables. De ningunamanera merezco este purgatorio; nadie podría descubrirme el alma de un gran pecador que haya de pagar sus culpas; mi vida entera ha sido puesta al servicio de los españoles y, aunque estoy siempre dispuesto a arrepentirme de toda falta, me cuesta trabajo reconocer mi bibliografía en las semblanzas que contra mí difunden los enemigos de la patria, los masones y los comunistas, o esos recalcitrantes exiliados, incapaces de perdonar ni de olvidar, de admitir hasta qué punto ha mejorado nuestra España. Nunca me atrajeron los placeres mundanos, he vivido sin ningún desenfreno, sometido a la doble disciplina de la religión y la milicia, aunque de la primera he sabido siempre distinguir entre sus ministros y sus ideales, jefes provinciales hay que disfrutan de mejor residencia y más refinada vajilla que la mía, no he utilizado el poder para enriquecerme, no desmesuradamente, yo sabía que ésa era una condición si quería durar, por eso preferí que me envilecieran los demás, Nicolás, por ejemplo, al que tuve que destituir por su ambición desmedida y desvergonzada, o Villaverde, tan atolondrado y rijoso que no hace sino gastarse en juergas todo lo que con malas artes se lleva, me extraña que Nenuca lo quiera, no lo queremos nadie, pero en este trance no tengo otra opción que dejarme hacer por él, pues dicen que es un buen cirujano. O sea, que me cabe cierto orgullo por agonizar en la habitación de un hospital público, recuerda a las enfermerías de los cuarteles, me gustan la sobriedad de sus paredes, lo parco de la estancia, el tacto rudo y el olor alcanforado de los paños, los tonos neutros de la pintura, este ambiente de asepsia un poco rancia... Si no hubiera sido por Carmen habría elegido para vivir un lugar más austero que El Pardo –ahora, sin embargo siento nostalgia de mi dormitorio, el hombre es un animal de costumbres–, me hubiera convenido algo comparable en sobriedad y aspereza a lo del emperador Carlos en Yuste, o a los aposentos privados de Felipe II en El Escorial. Soy, en definitiva, su heredero. Como ellos viví la pasión del imperio y mi destino ha sido marcado repetidas veces por el mandato de Dios, por eso acuden los validos del cielo a los atrios de las catedrales para recibirme bajo un palio bordado en pedrería; por eso, durante décadas, han permitido que me acompañe esa reliquia misteriosa y severa del brazo incorrupto de la santa; y por eso también, en esta tribulación final, han enviado un manto de la Pilarica para envolver mi lacerado cuerpo cuyo solo roce sobre mi piel gastada, purulenta de eccemas, me evocó los días felices y prometedores de Zaragoza, antes de que la República cerrara en la academia. Salvo estos momentos de cierta devoción, en los que logro ausentarme del dolor persistente y cruel que me consume, mi agonía carece de toda grandeza y me sorprende que ni siquiera mi propia muerte sea capaz de emocionarme, será porque he convidado tanto con la ajena. Sólo contemplo con desasosiego la dificultad ímproba que estoy teniendo para que el alma me abandone, quizá tiene dudas sobre su destino, y me asombra saber que, habiendo yo decidido tantas veces sobre las vidas de los demás, nadie se digne acabar conmigo discretamente, desenchufando al fin ese embrollo atado al aire insalubre de la clínica y permitiéndome un descanso que apetezco. ¿A qué tanto ensañamiento? Yo nunca lo tuve con mis víctimas, nunca hice alarde de crueldad, de hecho nunca las consideré víctimas mías, sino de las circunstancias (creo que hasta Ortega y Gasset estaría de acuerdo con esta frase). En los momentos de insomnio, durante las largas duermevelas que me asaltan cada noche desde que la enfermedad se desató con toda su crudeza, he pensado horas y horas acerca de lo mismo. Jamás albergué odio a mis enemigos, antes bien, pienso yo que eran gente equivocadas, presas de los errores del siglo y de la conspiración de los de siempre, y me he sentido muchas veces inclinado a la clemencia, aunque desde mis tiempos en el Tercio la muerte me ha parecido un hecho natural e inevitable. No es preciso jalearla, desde luego, ni vitorearla, como Millán Astray hacía, yo nunca incurrí en semejante exageración, o no tengo ahora conciencia de ello, pero hay que reconocer que aquella arenga surtía efecto y los muchachos entraban en batalla a pecho descubierto,ofreciendo sus cuerpos a las balas, bautizando con fuego su existencia, antaño depravada e inútil. Sin la Legión, como sin la aguerrida e impetuosa milicia de marroquíes que pudimos utilizar como fuerza de choque, no hubiéramos ganado la Cruzada. ¡Caballeros legionarios, novios de la muerte! Lo único que no le perdoné a Astray, al que he amado más que a un padre, si bien esto, en mi caso, no es mucho decir, fueron sus intentos de apartarme de Carmen. Me llamó a sus órdenes, tentó mis ambiciones de joven comandante –¿por qué siempre he tenido que padecer las alusiones a mi tamaño?, el comandantín, Franquito, ¿por qué siempre sufrí en silencio los diminutivos que me aplicaban con afán de menosprecio?–, y me ofreció ser su mano derecha, suplir el brazo que luego le arrancó un obús, sustituir el ojo cuyo globo estalló la metralla, pero lo hizo no sólo, ni pincipalmente, debido a mis dotes de mando, sino por complacer la intriga de quien después resultaría mi suegro, tan opuesto como era a nuestro matrimonio. A él le gustaba su otro yerno, familia adinerada y educación universitaria, guapo, alto, distinguido, si le dejamos hacer a Ramoncito Suñer nos hubiera llevado a todos a la catástrofe cabalgando sobre el cadáver de Mussolini. A Ramoncito, no, pero a Astray le he perdonado todo, sin él hubiera sido impensable mi carrera.
Es curioso que me acuerde ahora de estas cosas, me vienen a la memoria, con absoluta nitidez, hechos de hace más de medio siglo, mientras soy incapaz de recordar lo que sucedió hace sólo unas semanas. Pozuelo tiene que explicármelo. Aprecio su talante, es una buena persona y un gran científico, aunque a veces añoro los días en que me cuidaba el fiel Vicente, sin necesidad de esa pléyade de galenos pretenciosos y arremangados que estiran inútilmente mis horas, el equipo médico habitual, lo llaman. ¡Ah sí!, pensaba en la muerte. Me acompaña desde joven, desde que me visitó en El Biutz nunca me ha abandonado su aliento, huele caliente y seca, como la pólvora, y tanto me he acostumbrado a ella que me parece imposible temerla e incluso me parece imperdonable no desearla. En cambio, no soporto el dolor físico, no soy capaz de sobrellevarlo y por eso muchas veces lloro, aunque las gentes no lo sepan. Si no hubiera perdido el conocimiento poco después de que aquel proyectil me perforara el estómago, posiblemente hubiera gritado con mi vocecita de jilguero y también me hubiera gustado hacerlo el día que me estalló la pultry en la mano, todo buen cazador sabe que una auténtica pultry no estalla nunca, aquello fue un atentado aunque nadie quiso o supo decirme quién lo organizó, cómo trucaron el mecanismo de la escopeta para que estallara en mi rostro, quién estaba detrás de la conspiración, pero marraron, fallaron todos cuantos quisieron acabar conmigo, será por eso que se necesitaron dos docenas de médicos para lograr firmar mi certificado de defunción. Yo lo estoy anhelando, la muerte es la razón de todas las cosas, no me arrepiento de mis tratos con ella, no me duelen las vidas que me vi obligado a segar, lo hice por un bien superior, porque la patria estaba en peligro o porque lo exigía la moralidad general, por eso fui benevolente cuantas veces pude, como en ocasión de aquellos tres desdichados quincalleros que atracaron la joyería a lomos de una vespa. Se les juzgó por la vía sumarísima, según dispuso la autoridad militar, aunque yo no estuve de acuerdo, reservaría esta clase de procesos para los políticos. Callé, como en tantas ocasiones, y no supieron interpretar mi silencio; el mando exige renuncias y no convertir automáticamente en decisiones los caprichos volubles o las discutibles opiniones que uno pueda tener. A mi juicio, la gente que roba y atraca por hambre debe ser castigada, pero no podemos permanecer insensibles ante la convicción de que si hubieran recibido una educación como es debido, si se les hubiera dado una oportunidad, no se habrían visto arrojados al arroyo. Por si fuera poco, uno de los sentenciados ha acabado siendo una especie de héroe popular, de bandido generoso, poco menos que el Tempranillo, gracias a sus habilidades de fuguista, mitificadas hasta el absurdo por los periódicos, desde que Fraga fue ministro la prensa se ha desbocado sin remedio. Otra cosa sonlos que matan por odio, por subversión pura, por revanchismo y ceguera política. Me equivoqué indultando a los vascos condenados en Burgos, fue un error, cedí a las presiones de la propaganda y a los temores de mis ministros, casi todos muy jóvenes, sin experiencia de los años difíciles, no supe escuchar la verdadera voz de mi conciencia, que nunca se ha equivocado en momentos trascendentales, iluminada por el Altísimo. No tengo miedo, por eso, de comparecer ante El con las manos manchadas, la sangre puede a veces ser una denuncia, pero es también una prueba de amor y de entrega formidable; la sangre vertida fue precisa para la redención de España, es como la de Cristo, como la de los mártires, fecunda, feraz, vibrante de energías, por eso luce su color en nuestra bandera. Fusilé a un legionario cuando protestó por el rancho, escupiendo sobre él, y aun tuve que tomar decisiones peores: dos caballeros del Tercio osaron retirarse a sus tiendas después del toque de silencio y pagaron la desobediencia con sus vidas. ¡Cuántos más les habrían imitado, de no atajar su conducta a tiempo! Siempre he sido un experto en materia de disciplina, de otro modo no habría podido mantener la bravura de la tropa, enfrentada a las impías matanzas que perpetraba la soldadesca de Abd el Krim. En sólo una década cayeron más de dieciséis mil militares de toda clase y graduación, cientos de jefes y oficiales dieron su vida por defender la España africana, que se deshacía entre las manos de gobiernos corruptos e ineptos mientras los políticos discutían como petimetres, robaban como salteadores, entregaban nuestra historia gloriosa y nuestro glorioso e irrenunciable porvenir a manos del capital y de los intereses extranjeros. Ante cuestiones de este jaez no podemos permitirnos ni un leve pestañeo, cualquier subversión del orden establecido es un crimen de lesa humanidad, y es justo que paguen pecadores por pecadores. La guerra exige sus renuncias y entre ellas está la de saber acallar el corazón a la hora de arrancar las malas hierbas: destruyendo los cuerpos de nuestros enemigos ganamos sus almas. Cuando llega el momento de firmar el enterado de las condenas a muerte, un jefe al que le tiembla el pulso no merece el respeto de sus colaboradores ni el aprecio de su pueblo. Mucho me han criticado por mi entereza en esas ocasiones, confundiéndola aviesamente con crueldad y olvidando, además, las abundantísimas muestras de piedad que ejercí, con todo orgullo, en nombre de los vencedores. Hubo que fusilar a muchos paisanos, pero todos tuvieron un juicio previo y la oportunidad de su defensa. Tan imparcial me mostré que aprobé, incluso, la ejecución de mi querido primo Ricardo, quien todavía se me aparece en sueños jugando a corsarios en las luminosas mañanas de la playa, y la de Batet, al que muchos admiraba, pero no quiso sublevarse pese a ser tan obvio que el Ejército tenía el derecho y el deber de hacerlo, estando amenazada, como estaba, la causa de la patria.
Desde entonces, desde los tempranos momentos de la contienda, no he cesado de preocuparme por la vuelta al redil de los descarriados, sabiendo que un talante magnánimo resulta el mejor de los argumentos en la construcción de la concordia. No digo que no se cometieran excesos, ¿en qué batalla no se causan estragos?, aunque siempre podemos encontrar una explicación lógica que los aclare, los ponga en su contexto. Todavía, por ejemplo, siguen con la cantinela de García Lorca. Era un gran poeta, desde luego, nunca me preocupó su homosexualidad, soy tolerante en eso, pero cuando lo mataron, la guarnición de Granada se encontraba muy acosada, incomunicada del resto de España, y las autoridades tenían que prever cualquier acción en contra del Movimiento. Sólo teniendo en cuenta esas circunstancias se puede juzgar su ejecución. Más tarde, para probar mi imparcialidad, autoricé a que se editaran sus obras y se hiciese su reclamo, pese a que era un izquierdista reconocido. También prohibió a la hueste moruna que castrara a los rojos e hiciera ademán de tragarse sus genitales, y si no quise impedir, eso no, que algunos legionarios rindieran honores con las cabezas de la moriscada rebelde ensartadas en las bayonetas fue porque necesitaba dar una lección a Primo. Le llamabanel Pacificador de Africa, aunque cuanto allí se hizo a nosotros lo debía. Aquellos no eran actos de crueldad, sino de exaltación y, de otra forma hubiera sido imposible evitar que los moros arrasaran cuanto encontraban a su paso, a los del turbante hay que entenderlos, sólo los que estuvimos allí sabemos hacerlo. Mi corneta Charlot me obsequió un día con la oreja de un prisionero, “le he rebanado el cuello”, me dijo complacido, y tentado estuve de recriminarle, pero cuando comprendí que aquel trofeo mostraba la primera proeza del muchacho, preferí no desanimarlo. No me atormentan estos recuerdos, he cumplido buenas penitencias, amén de la que ahora me está tocando pagar, y por cada error cometido en esa dirección podría yo citar el doble de horribles equivocaciones en sentido contrario. Las consecuencias del perdón son a veces más horrendas que las de la justicia, por dura que ésta resulte. Si no hubiera mostrado tanta fragilidad para con los vascos, el almirante seguiría hoy con vida; este pueblo se habría ahorrado no pocas lágrimas y no se abrirían las enormes dudas y los interrogantes que a todos agobian. De esas cosas sí me arrepiento, de haber mostrado debilidad o flaqueza en momentos decisivos, de haber confundido a nuestros compatriotas con acciones u omisiones que muchos pueden haber interpretado como fruto de un sentir pusilánime y poco viril. Porque ahora ya no sé si fue verdad o mentira, se me nublan las ideas y la memoria me tiembla casi tanto como la mano, pero mientras la izquierda se quejaba de las ejecuciones sumarísimas en Asturias, al cura de Sama lo colgaron los anarquistas de un gancho de carnicero, “carne de cerdo”, escribieron en un cartel, y sus compinches violaron a las Adoratrices de Oviedo, y en Trubia arrancaron los ojos a los hijos de los policías. La del Rif fue una guerra romántica, nos jugábamos el pellejo a cada paso por la supervivencia de España en Africa. La Cruzada resultó algo más urgente y necesario: luchamos por una España española, vencimos al comunismo, al socialismo, a cuantas doctrinas subversivas pretendieron reducir la civilización a la barbarie. Donde yo esté no habrá sitio nunca para los marxistas, y espero que lo mismo suceda tras mi tránsito.
La muerte se fue haciendo una costumbre desde los días de Africa; en realidad las guerras son iguales en todas partes, nunca vi mucha diferencia entre disparar contra una chusma de moros revoltosos o hacerlo contra los mineros asturianos cuando fueron presa de las turbas revolucionarias. La defensa de la patria exige estas actitudes. Jamás experimenté el menor placer en matar, tampoco pesar. Placer y dolor sólo pueden hallarse verdaderamente en la muerte de uno mismo, pero no logro concentrarme lo suficiente en ello, sólo noto que me abandono, que me adormezco, como si me entrara una morriña universal y caótica, es una sensación absolutamente novedosa ésta de sentirme manejado por los otros, de no poder ordenar mi propio fin, sin duda es la última prueba que Dios me manda. Mi fe se tambalea ahora con una redundancia que me asusta. No entiendo tanta expiación, siempre he creído en la redención por el castigo, el culpable se convierte así en un hombre nuevo, ¿pero dónde encontrar pecado tan grande que justifique tamaño desconsuelo como el que padezco? Jesús mismo se vio abocado a una pasión cruenta y me estremece la idea de cuánto se asemejan a sus espinas las lanzas que asaetean mi cuerpo, inundándolo de sueros que soy incapaz ya de retener entre mis carnes entecas. Sin embargo, no logra conmoverme esa imagen mía de penitente, que debería confortarme en mi actual infortunio, sabedor de que Dios me escoge, como escogió a su Hijo, para purgar las culpas de otros.
Todo aquello me viene a la mente con espeluznante precisión, con la misma claridad con que oigo ahora las voces de mi familia, confundidas con las de algunos amigos. Piensan que estoy dormido, no falta quien asegura que soy ya un vegetal, un ser inanimado, y discuten sobre la oportunidad o no de apagarme, como si se tratara de un robot al que hubiera que privarle de energías. ¿Se atreverán a hacerlo hoy? Ojalá. Cuantas veces presiento las dulces mano de las enfermas acariciar mi frente, mesarme con dulzura los lánguidos cabellos, el tacto de sus dedos sobre mi piel me produce unaextraña y tierna sensación. Sueño que he vuelto al regazo de mi madre, imagino sus besos nocturnos en la ausencia del marido, su fortaleza ambigua, como de seda, incapaz de quebrarse ante la adversidad, y me miran sus ojos, misteriosos y grandes, como si quisieran adueñarse de mí, prestar a mis pupilas el brillo de las suyas, reclamarme a su cielo de brumas, confundiéndose el llanto con el orballo fino de nuestra tierra. Ya sabes, Paquito, me decía, paso de buey, piel de lobo. Heredé de ella su retranca y su obstinación, su admirable pasión por la familia, tan fuerte que no encontró fronteras ni en la humillación ni en el desprecio. Me enseñó a rezar, me enseñó a perseverar, me enseñó a callar. Ahora éstos de aquí creen que porque no hablo no escucho, pero distingo prístinamente sus voces, algunas me llegan desde el pasillo, y deduzco que hoy debe ser domingo porque hablan de la misa que el padre Bulart tiene intención de oficiar en la clínica. Vicky ha entrado en la habitación y se ha inclinado sobre mí. El aliento le olía a mar, y de un golpe me han venido a la memoria los paseos por el puerto de El Ferrol, los juegos de piratas en La Graña, ¡ay! Ricardito, ¿por qué tuviste que ser fiel a la República?, de no haberte obcecado habrían llegado a ministro, a teniente general, a lo que hubieras querido, como Camilo, como Araújo, como Pedrolo, y en vez de tener que enfrentarte a él, hubieras tú mandado el pelotón de fusilamiento. De todas las enfermeras que me atienden, ¿siete, ocho?, la que más me gusta es Vicky porque me recuerda a madre. Le han dicho que no debe recostarme, que mis pulmones podrían encharcarse, ¿más todavía?, y a veces permanece largos ratos a mi lado, proporcionándome un consuelo que no llega. Cuando me retiró la mascarilla de oxígeno y permitió por unos minutos que respirara sin asistencia, pensé que había llegado mi hora y experimenté una honda satisfacción previendo el final inminente de la tortura. El fusilamiento es una forma de morir más digna que esta inmolación. ¿Por qué las malas gentes tienen tantas veces una buena muerte? Todos dicen que me acabo, hablan como si ya no estuviera aquí y me ha parecido oír los comentarios tristes de Nicolás. Todavía me acuerdo del terror inusitado que nuestro padre le producía, cómo andaba a esconderse tras el sofá huyendo de su rabia desatada por el alcohol, y recorría a gatas todo el piso, entre denuestos y amenazas. Aprendí entonces a callar y a defenderme por sorpresa, utilizando la astucia frente a la superioridad física, aunque, raquítico y solitario como yo era, apenas tenía tiempo el viejo de reparar a mí, y además me despreciaba por mis aficiones de artista. Si no hubiera escogido la vida militar, me habría gustado dedicarme a la pintura, también Luis Carrerolo lo habría hecho, dibujaba sin cesar durante los consejos, incluso en algunos despachos, era un buen observador de la realidad y sabía cómo describirla, no deja de obsesionarme la idea de que fui yo el responsable de que lo asesinaran por no consumar las ejecuciones. A partir de entonces vivimos una especie de pérdida de control; la podredumbre extranjera nos declara de nuevo el boicot y se repiten escenas dignas de la leyenda negra. Conviene, no obstante, enfriar las pasiones porque, de otro modo, se puede desmoronar el trabajo de décadas. Esto de enfriar, por cierto, vale para casi todo, hasta el punto de que he escuchado decir a una de las monjitas que me iban a congelar o poco menos. Hipotermia ha sido el término empleado. Por lo visto, tratan con eso de manejar la herida del estómago, pero yo me siento como un ecce homo; las fuerzas me abandonan de tal forma que soy incapaz, incluso, de sublimar el sufrimiento, en vez de perecer como un soldado me están apuntillando como a un becerro de mal morir; cuando quieran embalsamarme –así lo tengo dispuesto y al menos en esto han de hacerme caso– no me quedarán líquidos en el cuerpo, ya estoy seco del todo, amojamado, útil para la Historia.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12

 

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