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MITOS Y VERDADES, A CIEN AÑOS DEL NACIMIENTO DEL GENIAL ESCRITOR IRLANDES OSCAR WILDE
El eterno retorno del poeta ultrajado

Condenado en su momento por su condición sexual y, cabe suponer, por su enorme y envidiable talento, Wilde asoma hoy al mundo intelectual como una figura capital, simbólica, a su modo, de la era victoriana. Dejó tras de sí una obra tan brillante como atemporal, y una vida que con el correr de los años fue sacudida desordenadamente por la leyenda.

Oscar Wilde fue famoso por su conversación y su finísima ironía.

Por Verónica Abdala

”El célebre poeta Oscar Wilde murió ayer antes del mediodía. Hasta entonces y durante los últimos meses, vivió en un modesto hotel bajo el nombre falso de Sebastian Melmoth.” El diario L’Echo, de París, dedicó estas someras líneas, el 1 de diciembre de 1900, a reportar el final de uno de los grandes literatos del siglo XIX, y por sobre eso, uno de los grandes personajes de la historia de la cultura. El gran escritor irlandés había terminado sus días bajo los efectos de una fulminante infección en el oído (que después se generalizó), cuyo origen tenía aparente relación con la sífilis que se había contagiado de una mujer, en la juventud. Tras de sí, dejaba una obra que elogiaron y envidiaron secretamente muchos de sus contemporáneos, y un pasado que con el tiempo se convertiría en leyenda.
Aquel hombre de rasgos delicados y proporciones inmensas que en sus años de gloria había gozado de una vida más acorde a un emperador romano que a la de la mayor parte de los intelectuales del siglo XIX (uno de sus biógrafos escribió que “durmió todo lo que quiso, comió como un duque, bebió cantidad y calidad, fue el hombre mejor vestido de su época, tuvo amores efímeros y duraderos, viajó más allá que sus contemporáneos y conoció y fue amigo de los hombres inteligentes de Irlanda, Inglaterra, Francia y Estados unidos”), había pasado sus últimos días sus días sumido en la pobreza y la humillación de pensarse vencido. En una sociedad, la victoriana, y una época, que, básicamente, no le perdonó su condición sexual (bisexual antes que homosexual, aunque su nombre se convertiría luego en una bandera para el movimiento gay) ni, cabe pensar, su inmenso talento. Muy lejos habían quedado los días en que fumaba en boquilla de oro y se paseaba por Londres con una flor en el ojal, aquellos días en que había llenado su “vida de placer, hasta el borde, como se llena hasta el borde una copa de vino”.
Condenado judicialmente por habérselo encontrado culpable del delito de “homosexualidad y ultraje a la moral” en el proceso que en 1895lo enfrentó al Marqués de Quensberry, padre de su amante Lord Alfred Douglas (“Bosie”), en un proceso que el mismo Wilde había iniciado, el autor de El retrato de Dorian Gray, y de El fantasma de Canterville, El crimen de Lord Arthur Savile, y La importancia de llamarse Ernesto, Un marido ideal, y De profundis, entre otros textos, cuentos y piezas teatrales, fue detenido y encarcelado en la cárcel de Reading, y obligado a cumplir con dos años de trabajos forzados. El mismo se referiría tiempo después a esos doce meses que pasó en prisión –allí escribió “La balada de la cárcel de Reading”– como “el mismísimo infierno”. Y nunca se perdonaría haber confiado, alentado por “Bosie”, en que la sociedad de su tiempo apoyara su causa. “El único acto ignominioso, imperdonable y para siempre despreciable de mi existencia –le reprochó cierta vez a su amor, desde la prisión– fue haberte permitido que me forzaras a pedir ayuda y protección a la sociedad. (...) En cuanto puse en movimiento a las fuerzas de la Sociedad, la Sociedad se volvió contra mí y dijo: ‘Has vivido mucho tiempo desafiando mis leyes, ¿y ahora las invocas para que te protejan? Te serán estrictamente aplicadas. Tendrás que someterte a lo que has convocado’. La consecuencia, ‘Bosie’, es que estoy en la cárcel.” Después de esa indeseable experiencia, no volvería a ser el mismo: ni siquiera sería capaz de dar con las fuerzas suficientes como para encarar ninguna cosa parecida a una recuperación. Cuando finalmente fue liberado, en 1897, escribió: “La prisión me ha cambiado para siempre. (...) Mi vida anterior a la prisión fue lo más lograda posible. Ahora es una cosa acabada.”

En sus años de gloria, Wilde vivió una vida de placeres y honores.

Según confesó a su amigo André Gide (1869-1951, Premio Nobel de Literatura 1947) en los tiempos en que se instaló en Berneval, un pueblito lúgubre de la costa francesa en el que llueve casi ininterrumpidamente y al que arribó apenas fue liberado de la cárcel, había una única razón quelo había salvado del suicidio. “Lo único que me retuvo, porque durante los primeros seis meses de encierro fui terriblemente desgraciado –le dijo Wilde–, fue mirar a los otros, ver que ellos eran tan desgraciados como yo, y sentir compasión de ellos. Ah, que admirable cosa es la piedad... ¡y yo que la ignoraba! Entré en la prisión con un corazón de piedra y pensando en mi placer, pero ahora mi corazón se ha roto, y la piedad ha entrado en él”. Pensando en las palabras de su amigo, Gide escribiría tiempo después, en un ensayo que publicó en 1901: “La sociedad, cuando quiere destruir a un hombre, sabe cómo hacerlo, y conoce medios más sutiles que la muerte.” En nada se parecieron los últimos cinco años de su vida, a las cuatro décadas anteriores, que lo habían consagrado como uno de los grandes de la literatura de todos los tiempos. Wilde era por entonces una suerte de fantasma, una imagen distorsionada y venida a menos de aquel que había sido en su juventud, y en sus años de gloria, en Londres, cuando se lo honraba con los honores propios de un gran dramaturgo. Al final, sus días transcurrían divididos entre el daño que le ocasionaban los litros de alcohol que bebía (y que le producían una picazón generalizada que lo llevaban a rascarse “como un mono”, según sus propias palabras), el sufrimiento que le provocaba su enfermedad, los amores ocasionales y el maltrato al que lo sometían sus enemigos y detractores, pertenecientes a la aristocracia británica.
Sebastian, el nombre que adoptó cuando salió de prisión para protegerse, sobre todo, de la mirada de aquellos que lo habían ofendido, emulaba a un soldado romano de la antigüedad que poseía el don de la palabra. Melmoth, su apellido adoptivo, era el de un personaje –un vagabundo sin rumbo fijo– de una novela escrita por su abuelo. Se había convertido en eso, en el ocaso. En un hombre que se asume perdido y humillado, que sabe que cuenta con un único don, el de la escritura, pero que a su vez es consciente de que éstaes una peligrosa arma de doble filo. En un ser fatigado y errante. Cuando fue invitado a describir esos meses en que Wilde se supo vencido, el autor de Ulysses, James Joyce, se limitó a enumerar los eslabones de una tragedia que por sí sola resultaría insoportable, para cualquier ser humano: “Su caída provocó los gozosos aullidos de los puritanos. Al saberse la sentencia, la multitud congregada ante la audiencia se puso a bailar una pavana en la calle embarrada. Se permitió a los periodistas entrar en la cárcel, y a través de la reja de la celda se cebaron en el espectáculo de la vergüenza de Oscar Wilde... Sus amigos lo abandonaron, sus manuscritos fueron robados, mientras el condenado escribía en presidio lo que para él significaban las angustias de dos años de trabajos forzados. Su madre murió en el olvido. Su esposa murió. El autor fue declarado en estado de quiebra y sus bienes vendidos en pública subasta. Se le privó de la potestad sobre sus hijos, que ya nunca volverían a ver a su padre”. Está más o menos claro por qué Wilde -que fue abandonado hasta por su mucama, una mujer que lo dejó para mudarse a “una casa decente”– jamás recuperaría las ganas de escribir. Es improbable que hubiera podido superar aquella “grotesca tragedia”, aunque intentaba soportar estoicamente la realidad que le tocaba vivir. Lo que de ningún modo hubiera sido posible para Wilde es que superase la definitiva separación de sus hijos a la que había sido condenado. En relación a este punto, escribió: “Elmensajero de la muerte me trajo sus noticias y se fue. En completa soledad y aislado de cuanto pueda darme consuelo o insinuarme aliviotuve que soportar el peso intolerable del dolor y el remordimiento que el recuerdo de mi madre me causó y me sigue causando. Sufrí al mismo tiempo el reproche de mi pobreza y la amenaza de la miseria. Soy capaz de resistirlas. Puedo disciplinarme para hacer frente a peores cosas. Pero me arrebataron a mis dos hijos mediante procedimientos legales. Esto es y será siempre un motivo de infinita aflicción, de infinito dolor, de desdicha sin límites ni término. Es horrible para míque la ley diga que soy indigno de vivir con mis hijos. Ante esto, la desgracia de la prisión no es nada”.
En su libro Vidas escritas, el español Javier Marías apuntó: “Quizás en la cárcel aprendió a tener miedo, en todo caso era un hombre prematuramente envejecido, sin más dinero que el que le iban procurando sus más fieles amigos, perezoso ante el trabajo (esto es, ante la escritura), y un poco cómico. (...) Estaba cada vez más sordo, tenía la piel enrojecida y vulgarizada y caminaba como si los pies le dolieran, apoyado siempre en su bastón arrebatado. Lo único que conservaba intacto, era su capacidad de conversación”. Aquella cualidad con que en los buenos tiempos encantaba a sus interlocutores en reuniones sociales y tertulias literarias, y de la que se preservan del paso del tiempo decenas de frases geniales.Se dice que poco antes de morir, hace cien años, en el Hotel D’Alsace de París, Oscar Wilde encargó una botella de champagne, levantó su copa y declaró: “Me estoy muriendo, más allá de mis posibilidades”. Había vivido sus dos últimos años prometiéndose escribir una obra que jamás concluyó. Sus restos fueron enterrados en Bagneux (aunque nueve años después serían trasladados al cementerio parisino de Père Lachaise, donde su tumba se convertiría enuna de las más visitadas). Lo que vendría después de su muerte, confirmaría de algún modo que las causas que lo habían llevado a experimentar la muerte en vida no eran razones fácilmente erradicables de la sociedad británica, ni siquiera a largo plazo. En 1994, casi cien años después de que fuera condenado, el ministro del Interior inglés en el cargo, Michael Howard, no tuvo empacho en afirmar públicamente que no había “razones para suponer que Wilde no hubiese sido correctamente sentenciado”. Y recién un año después, en 1995, el escritor fue homenajeado, y reivindicado oficialmente por el gobierno, la corona y el pueblo inglés, con una placa en el Rincón de los Poetas de la Abadía de Westminster, en el marco de un acto que presidió uno de sus nietos.

Las palabras y las cosas

La agudeza y la ironía de Wilde se tradujo en decenas de frases célebres, que podían aparecer tanto en una obra de teatro como en una conversación fortuita. Acá van algunas:
“El placer es la única razón de la vida: nada envejece como la felicidad.”
“Adoro los placeres sencillos: son el último refugio de los seres
complejos.”
“No sé quién definió al hombre como un ser racional: fue la definición más prematura y precipitada que se haya hecho.”
“El cerebro del hombre bien informado es algo horroroso. Es como una tienda de baratijas, llena de monstruosidades y polvo, revoltijo en el cual todo está tasado por encima de su verdadero valor.”
“Hasta el amor es una cuestión puramente fisiológica. No tiene nada que ver con nuestra propia voluntad.”
“No pagar las cuentas es la única manera de pretender vivir en el
recuerdo de las clases comerciales.”
“La laboriosidad es la madre de toda fealdad.”
“Cualquier preocupación por cuál conducta es buena y cuál es mala indica un desarrollo intelectual mermado.”
“Se puede perdonar a un hombre el hacer alguna cosa útil... siempre que no la admire.”

 

 

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