A diferencia
de sus antepasados ideológicos, que entendían muy
bien que construir el socialismo requeriría décadas
de trabajo arduo e incluso heroico por parte de todos pero en especial
de los dirigentes, los progres actuales y sus auxiliares eclesiásticos
sueñan con un modelo que funcione sin que nadie se vea obligado
a esforzarse mucho. Cuando protestan contra el neoliberalismo,
el mercado o la tiranía de lo económico,
atribuyéndoles los males del país, insinúan
que si no fuera por la rapacidad insaciable de los ya muy ricos
y el dogmatismo del FMI el Gobierno no tendría que preocuparse
por el déficit, los salarios aumentarían, el sistema
previsional sería mucho más generoso, todos recibirían
una buena educación y se multiplicarían las fuentes
de trabajo.
Se trata de una ilusión. Mal que les pese a los bien pensantes,
cualquier alternativa al neoliberalismo puro y duro
exigiría un grado de disciplina muy superior al habitual
en estas latitudes. Para comenzar, sería necesario un Estado
sumamente eficiente, uno que, entre otras cosas, sea capaz de recaudar
impuestos y de instrumentar con el vigor imprescindible programas
sociales destinados a asegurar que todos tengan la oportunidad para
participar plenamente en la vida del país. ¿Es lo
que están reclamando los angustiados por la crisis?
Claro que no. En el fondo, lo que quieren es más dinero para
financiar sus propios esquemas clientelares.
Tal como están las cosas, la Argentina está en vías
de transformarse en el país más neoliberal
de la Tierra, lo cual a primera vista parece paradójico en
vista de que aquí la mayoría abrumadora preferiría
un sistema muy distinto. Sin embargo, sucede que casi todos los
avances del credo aborrecido se han debido a la incapacidad realmente
asombrosa de sus adversarios, los cuales ni siquiera se han dado
el trabajo de procurar crear una administración pública
competente. Están más dispuestos a luchar
contra el enemigo en el plano moral o filosófico desde
hace años están bombardeándolo con declaraciones
principistas, citas bíblicas y alusiones indignadas a los
estragos que ha provocado, pero no se les ha ocurrido intentar
frenarlo con instituciones públicas, similares a las ya existentes
en muchos países europeos, que sean lo bastante eficientes
para impedir que los mercados terminen decidiendo absolutamente
todo. ¿Por qué? Porque a esta altura lo que más
les interesa es ya aprovechar los desastres en beneficio propio
al endosarlos a sus rivales, ya defender a un establishment político
que se ha independizado del resto de la comunidad y que no tiene
intención alguna de compartir sus penurias.
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