Por Diego Fischerman
Los lugares son personas,
sólo que viven más, dice el escritor Héctor
Tizón que decía el músico Gustavo Leguizamón.
La cita, incluida en una nota del excelente último número
de la revista Pugliese, que edita la Secretaría de Cultura de la
Ciudad, hace referencia a una de las características más
obvias de uno de los creadores más importantes de los últimos
cuarenta años. La relación de sus obras con el paisaje es
tan real como indiscutible. Pero reducir su importancia a ese aspecto
es como pretender que las canciones de los Beatles son geniales por la
manera en que reflejan la vida en Liverpool o en Londres en los 60. Es
cierto que, por ejemplo, en la música de Debussy pueden leerse
los valores, obsesiones y deslumbramientos del París de fines del
siglo XIX y principio del XX. Pero eso no querría decir nada si
no fuera porque esa música es, sobre todo, única e irrepetible.
Tal vez sea por ese motivo que a las canciones de Leguizamón le
sientan tan bien las versiones de Liliana Herrero y Juan Falú.
Porque la cantante y el guitarrista las despaisajizan. En sus aproximaciones
no hay esas eyes y esa salteña esdrujulización
de la tonada que a esta altura parecen inevitables. Y, en particular,
no hay sacralización ninguna. Todo homenaje dibuja una imagen del
homenajeado y la que logran Falú y Herrero tiene en cuenta no sólo
al hombre del interior asimilable a esa burda imaginería de vinos
entrañables y calores amasados en la amistad o de algarrobos acunando
crepúsculos. Aquí hay folklore sin folklorismos (o criollos
sin criollismo, para parafrasear a Borges) y, sobre todo, Leguizamón
aparece como el músico curioso, moderno e informado; como el que
además de componer canciones hacía los arreglos (complejísimos,
raros, siempre musicales) para el Dúo Salteño; como el que
escuchaba y estudiaba a Beethoven, Ravel o Satie.
El planteo del dúo (hablar aquí de cantante acompañada
por guitarra sería muy poco fiel a lo que en realidad sucede) es
tan minimista como audaz. No hay grandes declaraciones de principios,
ni recitados elegíacos, ni siquiera un retrato de homenajeado u
homenajeadores en la tapa. La imagen de unas vías de tren perdiéndose
después de una curva, los nombres Leguizamón-Castilla
y, más abajo, por Liliana Herrero y Juan Falú
son todo lo que hay. En el notable CD publicado por el sello BAM (Buenos
Aires Música) que hoy se presentará en vivo en el Centro
Cultural San Martín como parte de los festejos del Día de
la Música, mal podría hablarse de oportunismo. Sobre todo
porque tanto para Herrero como para Falú las obras de Leguizamón
y Castilla vienen siendo desde siempre una parte esencial de la conformación
de su estética. Junto a ellos, en la bellísima Me
voy quedando, aparece el piano de Fito Páez. Y lo más
interesante es el fenómeno de apropiación. Sin ninguna irreverencia
pero también sin solemnidad de acto escolar, las canciones de Leguizamón
(esa especie de Thelonious Monk argentino) son interpretadas con tanto
amor como creatividad. La voz de Herrero, con un dejo de aridez que se
acerca al nudo de estas canciones, y la guitarra de Juan Falú,
que logra una gran riqueza armónica y rítmica sin por eso
sonar pedante, son el mejor homenaje que el salteño podría
haber recibido. La muy buena calidad de grabación, una presentación
exquisita y, desde ya, la selección del material (que rehúye
del lugar común y ofrece joyas como Cartas de amor que se
queman, La casa, Zamba del pañuelo)
y la sorpresa de El rococo, por el propio Leguizamón,
grabada en vivo en el Teatro San Martín en 1987.
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