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el Kiosco de Página/12

Parque
Por Antonio Dal Masetto

La mujer venía avanzando entre los árboles, pasaba de las manchas de luz a las de sombra y detrás de ella, al fondo, en la avenida, había un incesante desfilar de coches. Pero ahí, en el centro del parque, el ruido de los motores apenas llegaba como un zumbido apagado.
La mujer era alta y de andar elegante. Caminaba con la cabeza erguida, mirando lejos. Su desplazamiento no era ni rápido ni lento, pero reflejaba determinación y cada paso era un logro, como si todo el tiempo estuviese derrotando algo que, en el aire, se le enfrentaba y se le oponía.
Pero ella siempre vencía. Ella era como una victoria alada.
Yo, desde mi banco, la miraba. Había viento. En el agua del estanque, que el viento rizaba, se movían algunos patos.
En la mano derecha la mujer traía algo blanco. Un papel. Después, a medida que se fue acercando, vi que era un sobre.
Cuando estaba pasando frente a mí, a pocos metros, se detuvo. Entonces pude observarla bien. Vestía pantalones negros. Camisa blanca, amplia, de seda, con hombreras. Zapatos de taco alto. El pelo recogido. Un brazalete.
Se detuvo y se quedó inmóvil.
Miraba delante de ella, hacia abajo. También yo miré y pude ver lo que veía. A sus pies, entre las hojas secas, había un pájaro muerto. Un pájaro pequeño, tal vez un gorrión.
Durante un tiempo que me pareció muy largo, la mujer no hizo ningún gesto. Estuvo ahí, su marcha frenada, rígida.
Después levantó y adelantó un poco el pie derecho. Lo hizo muy lentamente. Con la punta del zapato tocó el pájaro, lo empujó. Retiró el pie y quedó en la posición de antes.
Todavía tenía el mismo porte altivo de cuando venía caminando.
Pero ahora yo podía ver la expresión de su cara y me arriesgué a adivinar lo que estaba pasando en su cabeza. Se estaba preguntando cuál era el significado de la señal aparecida en su camino a través del parque solitario. Acababa de sacudirla e inmovilizarla una oleada de temor supersticioso.
Giró la cabeza hacia un lado y hacia el otro y la mirada era de alguien descubriendo, asombrado, que acaba de extraviarse en su propia casa. Su mirada me hablaba. Supe que ese parque le era familiar, lo mismo que los edificios y las calles que lo rodeaban. Eran los lugares por los que cada día paseaba su elegancia. Y acababan de volvérsele extraños.
Ahora ella no estaba en ninguna parte. Si alguien en ese momento le hubiese preguntado dónde se encontraba, sólo hubiese podido contestar que en un sitio de árboles altísimos, con el sol filtrándose entre las ramas y el viento arremolinando las hojas caídas.
Tal vez también hubiese registrado, en su respuesta, la presencia del hombre que la estaba observando desde un banco. Y el ladrido de un perro, raro en la calma del parque, que parecía llegar desde otra dimensión del tiempo.
La mujer ya no avanzó. Dio media vuelta, recorrió la franja de terreno que la separaba del estanque y se detuvo en la orilla. Permaneció ahí, de espaldas a mí, alta sobre el agua. Vi cómo juntaba las manos hacia el frente y los brazos se movían. Deduje que acababa de romper el sobre.
Después, en un gesto lento y amplio, arrojó el puñado de papelitos hacia el agua. Pero el viento los rechazó y se los llevó hacia los árboles.
Pasaron los minutos. La mujer seguía en la misma posición, mirando hacia el estanque. Yo no podía verle más que la espalda. Pero cierta vibración me hizo suponer que ahora lloraba. El viento le daba de frente. La camisa se le inflaba y se le sacudía como una vela. Las hombreras se le corríantodo el tiempo hacía atrás y le llegaban hasta los omóplatos. Y todo el tiempo la mujer tironeaba de la parte delantera de la camisa para volver a colocarlas en su lugar. Y su elegancia trastabillaba.


REP

 

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