Parque
Por Antonio Dal Masetto
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La
mujer venía avanzando entre los árboles, pasaba de las manchas
de luz a las de sombra y detrás de ella, al fondo, en la avenida,
había un incesante desfilar de coches. Pero ahí, en el centro
del parque, el ruido de los motores apenas llegaba como un zumbido apagado.
La mujer era alta y de andar elegante. Caminaba con la cabeza erguida,
mirando lejos. Su desplazamiento no era ni rápido ni lento, pero
reflejaba determinación y cada paso era un logro, como si todo
el tiempo estuviese derrotando algo que, en el aire, se le enfrentaba
y se le oponía.
Pero ella siempre vencía. Ella era como una victoria alada.
Yo, desde mi banco, la miraba. Había viento. En el agua del estanque,
que el viento rizaba, se movían algunos patos.
En la mano derecha la mujer traía algo blanco. Un papel. Después,
a medida que se fue acercando, vi que era un sobre.
Cuando estaba pasando frente a mí, a pocos metros, se detuvo. Entonces
pude observarla bien. Vestía pantalones negros. Camisa blanca,
amplia, de seda, con hombreras. Zapatos de taco alto. El pelo recogido.
Un brazalete.
Se detuvo y se quedó inmóvil.
Miraba delante de ella, hacia abajo. También yo miré y pude
ver lo que veía. A sus pies, entre las hojas secas, había
un pájaro muerto. Un pájaro pequeño, tal vez un gorrión.
Durante un tiempo que me pareció muy largo, la mujer no hizo ningún
gesto. Estuvo ahí, su marcha frenada, rígida.
Después levantó y adelantó un poco el pie derecho.
Lo hizo muy lentamente. Con la punta del zapato tocó el pájaro,
lo empujó. Retiró el pie y quedó en la posición
de antes.
Todavía tenía el mismo porte altivo de cuando venía
caminando.
Pero ahora yo podía ver la expresión de su cara y me arriesgué
a adivinar lo que estaba pasando en su cabeza. Se estaba preguntando cuál
era el significado de la señal aparecida en su camino a través
del parque solitario. Acababa de sacudirla e inmovilizarla una oleada
de temor supersticioso.
Giró la cabeza hacia un lado y hacia el otro y la mirada era de
alguien descubriendo, asombrado, que acaba de extraviarse en su propia
casa. Su mirada me hablaba. Supe que ese parque le era familiar, lo mismo
que los edificios y las calles que lo rodeaban. Eran los lugares por los
que cada día paseaba su elegancia. Y acababan de volvérsele
extraños.
Ahora ella no estaba en ninguna parte. Si alguien en ese momento le hubiese
preguntado dónde se encontraba, sólo hubiese podido contestar
que en un sitio de árboles altísimos, con el sol filtrándose
entre las ramas y el viento arremolinando las hojas caídas.
Tal vez también hubiese registrado, en su respuesta, la presencia
del hombre que la estaba observando desde un banco. Y el ladrido de un
perro, raro en la calma del parque, que parecía llegar desde otra
dimensión del tiempo.
La mujer ya no avanzó. Dio media vuelta, recorrió la franja
de terreno que la separaba del estanque y se detuvo en la orilla. Permaneció
ahí, de espaldas a mí, alta sobre el agua. Vi cómo
juntaba las manos hacia el frente y los brazos se movían. Deduje
que acababa de romper el sobre.
Después, en un gesto lento y amplio, arrojó el puñado
de papelitos hacia el agua. Pero el viento los rechazó y se los
llevó hacia los árboles.
Pasaron los minutos. La mujer seguía en la misma posición,
mirando hacia el estanque. Yo no podía verle más que la
espalda. Pero cierta vibración me hizo suponer que ahora lloraba.
El viento le daba de frente. La camisa se le inflaba y se le sacudía
como una vela. Las hombreras se le corríantodo el tiempo hacía
atrás y le llegaban hasta los omóplatos. Y todo el tiempo
la mujer tironeaba de la parte delantera de la camisa para volver a colocarlas
en su lugar. Y su elegancia trastabillaba.
REP
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