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el Kiosco de Página/12

Recoleta de paro
Por Juan Forn

Difícil decir, para el que caminaba por Recoleta, si era día de paro o un feriado largo. Pocos autos en movimiento y pocos estacionados, en las calles y en los garajes. Los negocios, más de la mitad abiertos. Eso sí: en cada esquina, ostentosamente armadas de walkies-talkies, mujeres policía custodiaban a los vecinos de toda horda vandálica que avanzara desde extramuros. De los dos “punteros” políticos del barrio, uno de ellos brillaba por su ausencia en su lugar habitual de atención: ni el moñito de Jorge Asís asomó ayer por el café Cipriani del Patio Bullrich (el shopping también estaba abierto, quizás en apoyo “gentilicio” a la ministra de Trabajo) y los mozos no sabían decir si su habitué había decidido acatar la medida en su Domínico natal o se había sumado al éxodo country. El otro gran puntero del barrio, Guillermo Patricio Kelly, estaba ubicado en una de las mesitas de afuera del café de Posadas y Rodríguez Peña: sobre su mesa, todos los diarios, con ese aspecto que tienen los diarios cuando ya han sido hojeados (salvo el ejemplar de Página/12, que lucía una desusada pulcritud sobre la pila de papeles desordenados de la mesa de Kelly). Guillermo Patricio comentaba a su interlocutor: “De acá me pueden llevar”, vaya a saberse si en alusión a alguna misión imposible que debía enfrentar en algún momento de la jornada o, más ominosamente, a alguna operación de los servicios contra su persona.
Los fanáticos de la salud parecían haber adherido a su manera al paro: en vez de trotar, caminaban, lo que les permitía hacer uso más intensivo de sus celulares y transpirar menos sus escuetas prendas fluosportivas. Una coqueta farmacia lucía en su vidriera lo que parecía otra elíptica adhesión al paro, ésta en forma de mensaje personalizado al Presidente: la publicidad de una crema cosmética masculina, cuyo enorme epígrafe en inglés dice Usted debe tomar decisiones, debajo de una foto del ceño fruncido de un caballero de mediana edad, que se parece increíblemente a Fernando de la Rúa.
El kiosco de diarios frente a La Biela está cerrado. El maxikiosco, en cambio, no. De allí salen unos muchachones en bermudas rapperas, con el cuerpo perforado de diversos piercings, cada uno de ellos portando un par de cartones de litro de jugos de frutas. Unos pibes más chicos les piden unas monedas. “¿Hoy no paran ustedes?”, le pregunta uno de los rappers y le regala uno de sus jugos de frutas.
Un solo banco tiene sus puertas abiertas. En realidad, la puerta está cerrada, pero se ve gente adentro y hay una empleada especialmente destinada a interceptar a todo el que quiera entrar, con la pregunta: “¿Es cliente?”. Si se le dice que no, que en realidad sólo se quería verificar si había actividad, ella contesta con absoluta naturalidad: “Y... un poco sí, un poco no”.
Las mesas de afuera de La Biela y el Café de la Paix están todas ocupadas. De las digamos cien personas que disfrutan el sol y la sombra, sólo tres, repito, tres, lucen saco y corbata (dos en una mesa de La Biela, un solitario tercero en otra del De la Paix). Cuando se le comenta a uno de los mozos que parece que hoy no se trabaja ni siquiera por acá, el tipo contesta: “No les creas. Se disfrazan de domingo, pero están laburando igual. Fijate”, y señala varias mesas donde gente con el celular contra la oreja (muchos más de lo que parece a primera vista) anota febrilmente cosas en su agenda, mientras mira paranoica a izquierda y derecha. “Lo que no hay es gente de barrio. Ni del interior”, dice el mozo. Extranjeros sí: no sólo turistas sino residentes en el país que se encuentran aquí con turistas de paso. O eso parece ser lo que está ocurriendo en una mesa, donde una señora de mediana edad muestra fotos de familia a un rubicundo señor mayor de camisa hawaiana, que bebe una suerte de cortado doble pero en vaso, con mucho hielo. A la dama le suena el celular. Atiende y dice lo siguiente: “Estoy en Guecoleita yo. ¿Hay taxís por aiá?”. Unos minutos después, cuando pida la cuenta, exclamará con asombro: “¡Tguéz con ochenta pog una gaseosa! ¿Esto no es un gobo?” (el imperturbable mozo no aclarará si ésa es la tarifa para extranjeros, residentes o nativos).
Pocos artesanos enfrente de la Iglesia del Pilar: un par de brasileños vendiendo biyuta y piedras milagrosas, un gaucho vendiendo mates tachonados en plata, ninguna pareja de bailarines de tango. Un solo mimo estatua en todo el terraplén, enteramente pintado de plateado, con angélicas alas en el mismo color, que también adhiere al paro a su manera: hablando y moviéndose sin empacho con una minita sentada a sus pies (cada vez que se sacude de risa, las alas flamean en perfecta sincronización).
Frente al patio de la iglesia, dos impecables señoras centenarias se encuentran y mantienen el siguiente diálogo:
–¿De dónde venís? ¿Del cementerio?
–No, de misa.
–¡Si hoy es viernes, Dorita!
–Ya sé, ya sé. Pero decime si no es como Semana Santa: jueves, asueto desde mediodía, y viernes, vigilia.
–Siempre la misma loca, vos.
–Pensá lo que quieras. Pero decime si no es como si hubiéramos recuperado el barrio, hoy.
–Un poco de razón tenés, la verdad.
–Es como digo yo: hay que adherir. Quién te dice, a lo mejor hacen más paros y el barrio vuelve a ser nuestro como antes, ¿no?


REP

 

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