Por Sandra Russo
A lo largo de varias cuadras
antes y después de Coronel Díaz y Santa Fe, ayer al mediodía
no había lugar para estacionar. La mayoría de la gente que
bajó de esos autos entró al Alto Palermo, que como todos
los días abrió sus puertas a las diez de la mañana.
Un hombre de unos cuarenta y pico que llega desde Núñez
cierra su Polo mientras su mujer y sus dos hijos lo esperan en la vereda.
Dice que acaba de dar cuatro vueltas manzana hasta encontrar un hueco.
¿Por qué no usa el estacionamiento del shopping?, se le
pregunta. Y, entre que mirás vidrieras y comés algo
son seis mangos, explica, antes de sumergirse en la que en su momento
fue la primera de las catedrales del consumo que vio instalarse esta ciudad.
En los no-lugares ayer hubo no-paro.
Sólo las Galerías Pacífico cerraron ayer sus puertas.
Ariel Passi, asistente comercial del Alto Palermo, niega con la cabeza
cuando se le consulta si barajaron la idea de cerrar. No, acá
todo normal, indica, antes de extender un permiso para que la cronista
pueda dialogar en alguno de los locales con los vendedores: hace unos
instantes, un guardia de seguridad se ha acercado para sugerir que se
diera aviso a la gerencia comercial antes de hablar con cualquier
miembro del personal. Sobre la seguridad, Passi dice que la guardia
no fue reforzada Solamente estamos más alertas,
pero es evidente que la presencia de los uniformados, aquí como
en el Abasto, donde ayer en la entrada había vallas y puñados
compactos de vigiladores, es más nutrida que lo habitual.
Laura, una vendedora que como todas rogará que no se identifique
ni a ella ni al local en el que trabaja, dice: Acá si un
local cierra cuando el shopping abre, lo multan. Imaginate que uno no
puede forzar a su empleador a que lo multen, esgrime. Passi relativiza
el tema de las multas. Sí, es así, pero no indefectiblemente.
Somos humanos. Si hay una situación que entender, se entiende,
dice, y pide que no se ponga en apuros a los vendedores, y que no se incomode
a los locatarios, porque hoy hay muchos locatarios. Es que
no todos los empleados pudieron llegar.
A Laura la firma para la que trabaja le pagó un remise que pasó
a buscarla a las nueve de la mañana por su casa, en Villa Elisa.
Otros locales mandaron taxis a buscar a sus vendedores, y otros dieron
franco a los que viven más lejos. Al final hay más
gente hoy que cualquier viernes. Parece sábado. En este país
todo es joda, dice ella. A su lado pasan una señora y su
hija adolescente que viven por el barrio y aprovecharon a ir juntas a
comprar ropa interior. La madre es empleada en una inmobiliaria, muestra
departamentos. Hoy no trabaja. Pero no por el paro, el mercado inmobiliario
está parado desde hace meses. Comprar una casa es una decisión
para tomar más relajado, no cuando no sabés qué va
a pasar el mes que viene. Sobre su transcurrir el paro en un shopping,
se encoge de hombros. ¿A quién molesto? Acá
no hay buenos, son todos malos.
La población que ayer y cada día recorre las instalaciones
refrigeradas del Alto Palermo, clase media entreverada y enervada, es
muy distinta a la que se deja ver en el Patio Bullrich, el shopping más
elegante de la ciudad, coronado con el apellido de la ministra de Trabajo.
Aquí hasta las vendedoras de los locales más exquisitos
parecen salidas de Hola o con conexiones con algún tipo de nobleza.
Algo de noble hay que tener, aunque sea la billetera, para no intimidarse,
por ejemplo, ante la vidriera de Kenzo, donde un vestidito tejido cuesta
450 pesos, o ante la de Gotex, donde un traje de baño cuesta 235.
Un disparate, dice una señora de pelo platinado, equipo
negro y piel súper tostada que mira las vidrieras. No se refiere
a la situación social sino al precio del par de zapatos que acaba
de comprar. Un disparate, no te digo cuánto por pudor,
coquetea. Yo entiendo que hay necesidad, y esta gente no tiene otra
manera de protestar, pero qué querés que haga, ¿que
me deprima yo también?, agrega y sigue el paseo.
Acentos franceses, brasileños e italianos se funden con el acento
bien de las familias que llenan el Patio de Comidas a las dos de la tarde.
Siel Patio abría, se venía, obvio dice Roxana,
vendedora de una casa de ropa de mujer que vive a veinte cuadras y vino
caminando. Acá hay uno o dos empleados por local. ¿Quién
se va a arriesgar a quedar in fraganti? Yo estoy de acuerdo en que todo
está remal, pero si me echan todo va a estar mucho peor, ¿o
no?
Roxana, que es una chica moderna, cobra por mes casi lo mismo que esas
otras vendedoras hiperarregladas que miran con cierto desdén a
los clientes que no dan el exacto target del lugar. Cobra, por siete horas
de trabajo seis días a la semana, 310 pesos, más un uno
por ciento de comisión sobre sus ventas. Estoy llegando,
con suerte, a 400, dice, antes de seguir doblando ropa que una clienta
ha dejado revuelta en un probador. Ese saquito de lycra de algodón
que viene con el pantalón capri haciendo juego cuesta 410.
OPINION
Por Eduardo Aliverti
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Un paro más
Tómense prácticamente todos los paros convocados
por las centrales sindicales desde el recupero democrático.
Acumúlense las declaraciones en torno de ellos; los motivos
aducidos para estar a favor o en contra; los tipos de convocatoria;
las cuentas sacadas por unos y otros respecto de lo que pierde el
país por dejar de trabajar; las amenazas gubernamentales
y las advertencias gremiales, y también las evaluaciones
posteriores. Se verá que no hay variantes, en muchos casos
ni tan siquiera de matices. Cualquier periodista o analista, mediocre,
podría escribir una misma columna sobre los paros argentinos
en forma previa o posterior a sus desenlaces, sin temor a que alguna
circunstancia excepcional vaya a alterar el núcleo informativo
y conceptual de lo ocurrido o por ocurrir.
El único resguardo serían los obvios cambios de nombres
y denominaciones. A veces la CGT fue una sola, a veces hay una disidente.
Hubo un Ubaldini y ahora un Moyano. Y hay hoy la cuña de
la CTA metida entre las burocracias tradicionales, que es la solitaria
novedad producida por el sindicalismo en todos estos años
(con tanta fuerza como para pretender el encabezamiento orgánico
de la protesta social y la construcción de alternativas).
Objetivamente, las causas esgrimidas a lo largo del tiempo para
convocar a paros generales, en nombre del interés de los
trabajadores, no merecen mayores reproches. Una mejor distribución
de la riqueza, un cuestionamiento a la dependencia externa, alguna
mención a uno de los sistemas tributarios más regresivos
del mundo. Desde ya, con una visión de izquierda ortodoxa
podría afirmarse que se trata de figuras y reivindicaciones
que no cuestionan al sistema más que dentro de la propia
lógica capitalista. Y por supuesto que hay de por medio las
apetencias corporativas de los jerarcas gremiales, que usan los
paros para dirimir sus internas y correlaciones de fuerza. Pero
ninguno de esos apuntes, aunque certeros, hacen al fondo de la cuestión.
Tampoco lo es la náusea que provocan ciertos personajes convocantes,
porque la protesta o la lucha no pueden esperar a imágenes
inmaculadas para materializarse.
El problema es que se trata de paros espasmódicos, que lejos
están de liderar y organizar la bronca en forma sistemática.
Que responden a una concepción que va de arriba hacia abajo
y no al revés. Y que en la responsabilidad por ello hay una
cuota de la dirigencia y otra de la misma sociedad, que no encuentra
los canales para que su hastío arrincone a aquélla
de modo que lo único esperable no sea un paro de vez en cuando.
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