La trampa del piquete
El modelo de comoditización (la producción
mecanizada de productos estándar) se ha impuesto a todo el
país, condicionando la manera misma de pensar. Los piqueteros
que cortan rutas suelen reclamar Planes Trabajar y bolsones de comida,
que son dádivas vinculadas a este modelo de gran escala y
exclusión masiva, que se complementa con el asistencialismo.
Absurdamente, a provincianos que cortan una carretera se les provee
de alimento en cajas, pero no se les ayuda para que produzcan (o
vuelvan a producir) sus propios alimentos. Cada pueblo, cada municipio,
debería darse un programa de seguridad alimentaria, con sus
pequeños productores y su mercado local. En la Argentina,
a diferencia de Brasil y con la sola excepción de los pueblos
aborígenes, no hay demanda de tierras. Y no la hay porque
aquí los campesinos no tienen la semilla, que es la llave
de todo. Ni siquiera la tienen los que poseen su parcela. Hoy los
dueños de la semilla son los pools de siembra, las multinacionales
que proveen los insumos del paquete tecnológico, que incluye
los transgénicos. La semilla es un insumo más, y el
agricultor (que por algo ha pasado a llamarse productor)
perdió la independencia que le daba poseer la semilla. Primero
con los híbridos y luego con los transgénicos, el
labriego ya no puede obtener la semilla de su propia cosecha.
Al aplacar a los piqueteros con paquetes de comida, los acostumbran
a comer de la mano de los gobiernos (que ofician como intermediarios
entre los grandes proveedores y los hambrientos), a tornarse cada
vez más dependientes. Con lo cual cada piquete será
peor que el anterior. Regalar alimentos en zonas rurales contribuye
además a arruinar a los agricultores locales que aún
sobreviven. Es algo similar a lo que hace el gobierno de Estados
Unidos, cuando les compra a sus farmers los transgénicos
que Europa rechaza y se los regala a países como Ecuador
como ayuda alimentaria, enviando a la quiebra a la producción
triguera de los ecuatorianos, que ahora dependen del trigo norteamericano.
Esto también ha pasado con la soja. De la misma forma, aquí
el modelo va dejando como única salida la violencia, la quema
de cubiertas, el corte de rutas. En vez, la (re)introducción
de una producción primaria local sería la base para
desarrollar ulteriormente otros sectores y forjar una economía
sustentable.
En torno de una vieja mesa, en una oficina perdida en un ala del
château que ocupa Agricultura, cuatro miembros del Grupo de
Reflexión Rural (Jorge Eduardo Rulli, Alfredo Galli, Néstor
Carllinni y Mario Sánchez Proaño) van tirando estas
ideas y otras que no cabrán en esta columna con
valor ante todo testimonial: ninguna autoridad les lleva el apunte.
Pero otros los escuchan. Ahora mismo están ayudando a un
grupo de villeros que, convencidos de que en la gran ciudad no habrá
salida para ellos ni para sus hijos, han decidido volver a la tierra.
Según el GRR, no hay una política para el pequeño
productor. Cuando mucho, se le vende el mismo modelo del gran productor,
lo cual equivale a condenarlo. Aquí nadie provee una tecnología
adecuada para producir con veinte hectáreas, y tampoco hay
mercados locales armados para que absorban esa producción,
ni sellos de calidad de origen, y si los hay no están controlados
y han caído en el desprestigio. Quizá la única
excepción sea Misiones, donde hay autoridades que parecen
haber comprendido que las soluciones hay que armarlas desde abajo
y no esperar que lleguen de arriba, del BID o de Buenos Aires.
El Grupo se refiere también críticamente al presente
de la agricultura ecológica u orgánica (que prescinde
de agroquímicos y pone el acento en las sabias prácticas
agrarias, teniendo siempre en la mira el ecosistema) porque en realidad
se sumó al modelo agrario argentino, armado para la exportación
de commodities. Ante todo, la agricultura ecológica existente
(cuyo fuerte está en el aceite de oliva, los zumos de fruta,
la miel y lascarnes pastoriles) debería hacerse para el consumo
interno, y no específicamente para la exportación.
Al convertirse en una agricultura de escala, que ya abarca un millón
de hectáreas, se asemeja en ello a la agricultura industrial.
En cambio, para el GRR, conectado al célebre aunque minoritario
movimiento campesino francés que lidera José Bové,
el agricultor no debe buscar la escala sino diversificar su producción,
abarcando del trigo al queso, entendiendo de qué manera una
especie ayuda a la otra, cómo se complementan entre sí
los cultivos y cómo rotarlos eficientemente. Pero la visión
de las interacciones positivas está tapada por la obsesión
por la competencia, en la que el colono, que ya no entiende la tierra
ni la lluvia, pelea contra enemigos cada vez más grandes
y poderosos. Los que irremediablemente vencen son los traficantes
de armas, los proveedores de herbicidas y plaguicidas, que
no son otra cosa que adaptaciones, realizadas por la industria química
alemana, de los gases que usaron los nazis. Esta guerra prolongada
la están perdiendo cada vez más agricultores y consumidores.
La agricultura orgánica argentina, haciéndose en escala,
pierde calidad y sustentabilidad al desmedrar la tierra y utilizar
insumos, aunque sean no contaminantes, como los pesticidas orgánicos,
algunos de los cuales deben importarse. Esa producción obtiene
diplomas de calidad expedidos por certificadoras, ¿pero quién
controla a las certificadoras? Hay que revivir al pequeño
productor: la agricultura orgánica debe ser local, y debe
ir convirtiéndose a la agricultura local en orgánica,
lo cual implica a su vez defender el arraigo del agricultor, el
derecho del campesino a vivir y morir en su paraje.
En cuanto al consumo interno, la agricultura ecológica apunta
al consumidor pudiente. La industrial va, en cambio, al masivo,
bajando permanentemente la calidad, como sucede con la harina y
ahora con la carne. Un buen ejemplo es el de la papa. La producida
en Balcarce, que puede costar 5 centavos el kilo y se obtiene a
pura maquinaria, es en realidad papa forrajera, que los europeos
importan para engordar su ganado. En cambio, los papines cultivados
en Jujuy, de muy superior calidad, llegan a precios excesivos, sólo
pagables por los ricos.
De igual modo, Europa por ahora compra la producción sojera
argentina, que es transgénica en su totalidad, pero sólo
para alimentar ganado, y crece el peligro de que en pocos años
desvíen su demanda a Brasil, que sigue teniendo una alta
proporción de soja natural. Según el GRR, varias transnacionales
lograron transgenizar la producción argentina mediante una
hábil política de precios, proveyendo la semilla a
muy bajo costo y también el herbicida asociado, como el Round
Up de Monsanto, que acá, curiosamente, resulta mucho más
barato que en Estados Unidos. Todo esto volcó la ecuación
de costos en contra de la soja natural, que además requiere
más trabajo. De todos modos, eliminar las malezas está
requiriendo cada vez más pasadas de Round Up, e incluso el
agregado de otros agrotóxicos, con lo cual los costos están
subiendo. Hoy se están insumiendo 80 millones de litros de
ese herbicida por campaña (a razón de 10 litros por
hectárea cultivada) sin que ningún organismo estatal
estudie el impacto ambiental.
El INTA, según los cuatro interlocutores del GRR, trabaja
para las transnacionales. Sería mucho más honesto
dicen que lo mantengan ellas, en lugar del Presupuesto
nacional. De todas formas, con la plata del Estado sólo paga
los sueldos, la luz y algo más. Por ende, el Instituto termina
ofreciendo su capacidad tecnológica al mejor postor. Para
poder investigar debe celebrar convenios con quienes están
dispuestos a poner dinero, y los que lo ponen son quienes dictan
las líneas de investigación. Así, el INTA es
un cascarón que encubre la falta de una política oficial.
¿Qué ha hecho el INTA en el Chaco? Toda la genética
de los algodones que había seleccionado durante veinte años
se la vendieron a GenéticaMandiyú, que pertenece a
Monsanto, asegura Rulli. Esto ocurrió en 1999. A principios
de este año, todos esos funcionarios del INTA se acogieron
al retiro voluntario. El Estado les pagó para que se fueran.
Ahora, esos mismos son todos ejecutivos de Genética Mandiyú.
Y aunque al frente del Instituto hay un hombre del Frepaso, no los
denunció, pese a que, según el Convenio de Diversidad
Biológica, esos patrimonios genéticos le pertenecen
al pueblo argentino. El INTA denuncia Rulli se cree
el dueño, y ha firmado un convenio con la Universidad de
Arizona por las plantas medicinales de Río Negro, hecho por
el cual lo denunció la provincia.
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