Por Diego Fischerman
Hubo una guerra del café.
Hubo una gran movida de la Embajada de Brasil para contrarrestar el efecto
Juan Valdés y la irrupción del café colombiano
en la Argentina. Hubo, entre otras cosas, un recital en un teatro. Y fue,
ni más ni menos, el comienzo de un fenómeno inédito:
el del furor por la música brasileña. Era el año
1968. En el espectáculo participaban Vinicius de Moraes, Dorival
Caymmi, Baden Powell, el Cuarteto Em Cy y Oscar Castro Neves. Y había
un personaje en la sombra. Un productor discográfico independiente
a quien todos le vaticinaban el más resonante de los fracasos y
que en ese entonces había conseguido la licencia de un sello brasileño
llamado Elenco y en el que grababan todos ellos. Alfredo Radoszynski había
sido llamado para colaborar con la organización y, a partir de
allí, se hizo amigo, produjo algunas grabaciones que hicieron historia
(la serie de Vinicius de Moraes en La Fusa, entre ellas) y guardó,
junto a las cintas, muchas de ellas con un valor documental único,
recuerdos invalorables.
Radoszynski cuenta que Vinicius, fundamentalmente un amante de la vida,
no la pasó nada bien en sus comienzos. Inspiraba desconfianza.
Un diplomático que se había dedicado a la poesía
y a cantar por ahí no podía ser alguien demasiado serio.
Al entrar a Brasil lo palpaban de armas, dice el productor
que rescató las grabaciones que a partir de mañana editará
Página/12 en una serie de tres CD. El se había preparado
para la diplomacia, había estudiado literatura inglesa en Londres.
Había empezado una carrera de abogacía. Pero llegó
un momento en que, según él contaba, empezó a sentirse
muy mal con la diplomacia. En primer lugar porque extrañaba el
Brasil. Pero además la pasó muy mal. Alguna vez había
llegado a cantar en público, teniendo todavía un cargo diplomático,
y eso no les gustó nada a las autoridades y hasta le quitaron el
saludo. Cuando vino la primera vez aquí, había una instrucción
del embajador para que los empleados no fueran. Y además yo creo
que le molestaba verse rodeado de gente con saco y corbata.
El poeta que alguna vez, luego de una cura de dos meses, contaba que,
al volver a tomar whisky, el primero que bajó por mi garganta
tenía gusto a camelia, solía pasarse toda la mañana
en la bañera. Yo lo viví con mi mujer, recuerda
Radoszynski. El estaba con una tablita donde escribía y los
que los visitábamos nos sentábamos en el bidet o en el inodoro.
Las otras reuniones históricas eran las que Vinicius tenía
con Baden Powell, cuando se juntaban a componer. Se podían
pasar varios días y lo que llegaban a tomar no tenía nombre.
No era que estuvieran bebados, que quiere decir borrachos. Eso era porre,
que es como en Brasil se llama a perder el conocimiento. De esas
reuniones de trabajo nacieron algunas de las canciones latinoamericanas
de tradición popular más bellas que se hayan escrito jamás
(Samba em preludio, Canto de Osanha entre ellas).
Y, también, un camino para la música brasileña levemente
desplazado del modelo Joao Gilberto, que fue el que primó en la
bossa nova. El reivindicaba a todos los viejos sambistas, a Pixinguinha,
a Noel, a Lyra, a Jobim, admiraba a todos. Ciertamente fue uno de los
fundadores de la bossa nova, pero, por ejemplo, cuando él se conoció
con Jobim, la bossa nova ni existía, dice Radoszynski. Pero
el milagro brasileño es que, con la impresionante variedad de ritmos
y especies musicales que tienen, la bossa, el samba, la cultura del nordeste,
siempre se integran. Están más preocupados por juntarse,
por hacer cosas nuevas, que por trazar fronteras. Baden Powell no tocaba
bossa, pero tocó con todos los que hacían bossa y muchos
de sus temas fueron temas clásicos de la bossa.
De lo que se trata, en realidad, es de una música que logró,
a un tiempo, ser inmensamente popular e increíblemente sofisticada.
Una poesía muchas veces sorprendente en su sencillez (una
poesía con los pies en latierra, como define este atípico
productor discográfico que alguna vez apostó exactamente
a lo que no apostaba nadie: Vinicius, Piazzolla, Les Luthiers). Una música
que ponía la mayor complejidad rítmica y armónica
al servicio de la fluidez y el melodismo. Canciones capaces de sonar a
través de países y de generaciones.
Tratar de saber cuándo y cómo nació la bossa
nova es lo mismo que intentar definir en qué momento empezó
el jazz. Imposible, dice Radoszynski. Lo importante es el
espíritu, esa suerte de alegría, de espíritu innovador
que, sin embargo, no tenía nada de impostado. Así como amaba
a todas las mujeres, Vinicius se dejaba amar. Quería que lo mimaran.
Amaba juntarse con otros a cantar, a hacer y a escuchar música.
Sus recitales tenían ese color. Eran más una reunión
entre amigos, que algo que estableciera una distancia.
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