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A MAS DE 80 DIAS DE LA HUELGA DE HAMBRE DE LOS DETENIDOS
El derecho, según De la Rúa

La Cámara de Casación rechazó darle al caso una resolución judicial, mientras que el camino de una solución legislativa sigue sin aparecer. Dos autores buscan delimitar los alcances, el impacto y las responsabilidades por la dramática situación de los presos.

Por Osvaldo Bayer

Hemos seguido golpeando puertas, el núcleo de intelectuales que nos integramos para defender los derechos jurídicos de los presos de La Tablada. Hasta ahora todo ha sido en vano. Cumplimos con el derecho constitucional de peticionar a las autoridades. No rogamos clemencia sino que se apliquen las leyes y los convenios internacionales que el gobierno de la Alianza, contra todas las normas de la democracia, les niega a esos presos. No se nos ha respondido con argumentos basados en la Ley y el Derecho sino con lejanas promesas, con el simple lavarse las manos de toda responsabilidad legal o con aquello de que la opinión pública está en contra. Por ejemplo, el ministro del Interior Federico Storani prometió conseguirnos una entrevista con el presidente Fernando de la Rúa. Ya pasaron más de quince días y nada de ello se ha cumplido. No hubo ninguna respuesta. Luego, una voz amiga nos informó que quien nos iba a recibir era el hermanísimo ministro de Justicia, Jorge de la Rúa, pero seguimos la kafkiana espera. En vano.
Mientras tanto la segunda huelga de hambre de quienes exigen la justa aplicación de normas jurídicas ha llegado a más de ochenta días. La subsecretaria de Derechos Humanos, Diana Conti, les reprocha a los presos ese autosacrificio. Es decir, la culpa la tiene la víctima y no los políticos irresponsables que se van a Roma o a Biarritz en vez de hacerse cargo de las responsabilidades que les tocan a todos los que detentan cargos sin excepción. ¿A qué otra forma de protesta pueden recurrir los presos? El gobierno de la Alianza hace como si los presos de La Tablada no existieran. Al llegar a tantos días de huelga de hambre uno se pregunta si el Gobierno no ve ya como “solución” que los detenidos se mueran todos. Es como para pensarlo: tienen los informes médicos y no mueven ni un dedo.
Se equivocan los peronistas cuando dicen que “el problema de La Tablada es exclusivamente radical”. No, es un problema que le atañe a la credibilidad de la democracia y al nombre de la República ante los organismos internacionales. Sin ninguna duda, los hechos de La Tablada en enero de 1989 siguen cubiertos de una bruma de desconfianza y de sospechas. ¿Por qué esa masacre ordenada o preparada por el ministros Jaunarena, por Becerra y Nosiglia, con el visto bueno de Alfonsín? ¿Por qué ese bestial cañoneo final de un general Arrillaga, con una foja de servicio cubierta de los peores crímenes de la desaparición de personas durante la dictadura? ¿Por qué el cambio del general Halperín por Arrillaga a último momento? ¿Por qué un juicio sin garantías para los acusados que va a pasar a la historia de la jurisprudencia argentina como algo que no debe repetirse jamás? ¿Por qué se encuentran cadáveres de los fusilados recién once años después? ¿Quién tapó todo? ¿Por qué, durante la represión, aparecen decenas de civiles –las mismas caras de la dictadura- que golpean, torturan y matan a prisioneros?
Pareciera que la negativa de De la Rúa a tratar el tema y el retaceo de toda información por parte de sus allegados mucho tiene que ver con el miedo a que se comience a levantar la punta de la alfombra para descubrir toda la basura que se ha tratado de esconder desde hace casi doce años.
Recuerdo bien aquellos días de enero de 1989. De pronto, para los medios, la culpa de todos los males del país la tenía ese grupo que había incursionado en el cuartel de La Tablada. Todos querían linchar a los guerrilleros que –como decían los engolados discursos radicales– “habían querido torcer el sagrado derrotero de la República”. Alfonsín, con los cañones y tanques del verdugo Arrillaga, trató de demostrar fuerza y levantar su alicaído gobierno que de cualquier manera caería semanas después, con Tablada y sin Tablada.
Y los pocos sobrevivientes pagaron los platos rotos de todos. De pronto se había encontrado a los culpables de todos los males y de todas las frustraciones del país. Los militares de la desaparición pudieron mostrar a los civiles que ellos podían salvar al país con cañones, tanques, bombasde fósforo, fusilamientos, torturas y desapariciones. Y todos aplaudieron. Por fin un triunfo. Los juicios fueron una parodia trágica. Basta estudiar los documentos. Basta recorrer las instancias y llegar a la Corte Suprema. Basta leer el documento de Carlos Fayt, miembro de la Corte, que no quiso entrar en la farsa. Y basta leer el profundo análisis de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre el juicio y el tratamiento de los presos. Pero la Cámara de Casación siguió marcando el paso a que nos tiene acostumbrados la actual Justicia argentina.
Fernando de la Rúa guarda silencio ahora sobre el pedido justo de los presos. Es increíble el cambio, cuando uno recuerda sus fervorosas palabras como senador en defensa de la ley de punto final, una de las leyes de peor impunidad para torturadores, asesinos, ladrones, secuestradores de uniforme. Así inició su discurso De la Rúa el 22 de diciembre de 1986 en el Senado: “Este proyecto que hoy consideramos busca la paz y la justicia”. Paz y Justicia cuando en realidad era impunidad para el crimen. Luego agregará para defender su proyecto de libertad para los asesinos: “(el proyecto) busca en la justicia el modo en que el país se encuentre con su dimensión ética y los valores de justicia y dignidad de la persona humana, afirmando la vigencia de la Constitución”. Bellas palabras pero que sólo valen para los asesinos de uniforme. No para los presos de La Tablada, a los cuales no se les dio ni el derecho de apelación. Para los militares, punto final y se acabó. Para los presos de La Tablada, ni los derechos constitucionales ni internacionales que firmó el Estado argentino. De la Rúa dice en su discurso que “hay que acabar con la nebulosa”. Claro, de los militares, ponerlos de nuevo al sol. Unos tienen uniformes y grados, los otros son apenas civiles y para más, pobres. De la Rúa acusa de toda la iniciación de la represión de Videla a “una violencia desatada por el terrorismo que arrastró a una juventud equivocada, insidiosamente adoctrinada y que empujó a vastos contingentes juveniles que necesitábamos para la paz”. Claro, es una buena explicación, la juventud argentina de pronto se volvió loca y comenzó con la violencia. Una explicación fácil, tergiversada, interesada. Y agregará el orador: “La Argentina, después de los dramas padecidos, precisa reencontrarse con su dimensión ética, con sus principios constitucionales, con los valores de la justicia de la persona”. Claro, por eso a los presos de la Tablada, once años de las peores cárceles sin ver el sol, y minga de Constitución y tratados internacionales. Pero De la Rúa llega a su genialidad cuando expresó: “Debe haber una respuesta para todos los que luchan por sus derechos”. Frase para el título. Frase genial pero, ojo, que sólo vale para determinadas personas, más si tienen uniforme, no para izquierdistas, y menos sin son los de La Tablada.
El 22 de octubre de 1999, más de cien intelectuales argentinos –a pesar del apoyo absoluto de De la Rúa para obediencia debida y punto final– firmaron una solicitada apoyando su candidatura a presidente. La encabezaban Marcos Aguinis, Santiago Kovadloff, Ernesto y Mario Sabato, Julio Raffo y Kive Staiff. A todos esos intelectuales les hago humildemente un pedido: ustedes que son amigos del Gobierno vayan a pedirle a De la Rúa que con un decreto de conmutación de penas a los presos de La Tablada devuelva la fe en un régimen de justicia para todos. Se los agradecerá la democracia.

 

BLAS DE SANTOS *.
La política del sacrificio

El 15 de noviembre, León Rozitchner afirmaba: “Este país prolongando su política de exterminio emerge como una tierra desolada. Pero no sólo por el imperio de la economía neoliberal sino por algo más básico y fundamental. Por su alianza con la muerte. La Argentina extinta: los asesinatos impunes del genocidio le marcaron el rostro y el alma a la nación”. Para concluir: “Hagamos memoria. En estos presos se personifica, abreviada, una decisión de olvido sobre el pasado”.
Creo, como él, que hechos como la huelga de hambre de los condenados por los hechos de La Tablada interpelan a todos por igual, pero no de igual manera. Para mí la responsabilidad frente a los derechos humanos se continúa en el cuidado porque la universalidad, que es su fundamento, sea correlativa con la de las políticas hechas en su nombre.
Por eso rechazo una inculpación –”este país”, “el alma de la nación”, “La Argentina”, “la democracia acobardaba”, “la población acobardada por el pavor”– que pone en la misma bolsa a los “personeros del Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial”, “el poder que quiere que estos jóvenes mueran”, con “la población acobardada por el pavor”. Tampoco acepto que me adjudiquen alguna presunta “alianza con la muerte” o “decisión de olvido sobre el pasado” de la que se salvan sólo unos pocos.
Tan cierto es que nuestra sociedad incurrió en el “exterminio como política” que el riesgo actual es el del “exterminio de la política”, reducida a la gestión de lo dado o a la reacción frente a los hechos consumados. La veda de la memoria se supera con una política que saque experiencia de la reconstrucción histórica. Esto es, con una visión crítica del pasado que nos libere de sus mandatos. A todos cabe la responsabilidad de recordar para no repetir. Asumir las consecuencias políticas de una “izquierda sin sujeto” ayudaría a no encontrarnos como sujetos de prácticas sin izquierda.
Concuerdo con Rozitchner cuando insiste en el terror como sepulturero de la política. Pero intento impedir que el horror inducido por la represión del Estado borre la experiencia de una tradición de la que reniego críticamente. Me refiero a la incapacidad de pensar ante la amenaza de descalificación a la que se expone quien arriesga sacar los pies del plato, apartarse de la línea o hacerle el juego al enemigo. Mucho del enigma de la despolitización intelectual a la que asistimos tiene que ver con la vergüenza de habernos negado a dudar y haber defendido lo indefendible.
¿Qué hacer con la memoria de haber elogiado ese modelo de militancia por el que “un revolucionario debía asumirse como un muerto con licencia”? Un ser renunciante a los tiempos de su existencia en aras de una trascendencia histórica de la que era instrumento.
Si, como afirma Rozitchner, este país tiene una alianza con la muerte ¿cómo no rechazar el recurso a la muerte como manifestación de la política?
La impasse en torno de la situación de los presos de La Tablada es una cuestión política. Por eso, la forma de posicionarse frente a su solución también lo es, es decir, no se salda recurriendo a racionalizaciones jurídicas o humanitaristas. ¿Cómo? Apelando a la experiencia. Ejercitando la memoria. Quienes confiamos en la política como construcción de futuro, debemos olvidar un pasado en el que la muerte podía ser un instrumento redentor. Para rescatar la memoria del olvido hay que recordar, rescatar del pasado una experiencia que sirva a la política del presente.
Ningún sacrificio debe servir de prenda política. Lograr impedir el triunfo del pasado muerto es intentar disuadir a quienes creen que su inmolación reparará errores, sancionará injusticias o renovará deseos o voluntades en proyectos superadores.
Nadie tanto como Rozitchner ha señalado la necesidad de tomar como índice de la autenticidad de una intención política los comportamientosconcretos que llevan a verificarla. Es por eso que me permito mostrar la incongruencia entre responsabilizar al régimen por la masacre anunciada que se viene gestando y no recabar la cuota de participación en la misma que recaerá en quienes no hagan esfuerzos por convencer a los involucrados de la esterilidad política de su inmolación, como ya lo han intentado infructuosamente algunos organismos de derechos humanos. En momentos en que la sociedad vive la latencia de su previsible movilización frente a la crisis, la memoria debe servir para recordar la inutilidad de las heroicidades que deslumbran fugazmente, pero terminan opacando los caminos posibles de construcción de sujetos colectivos que no confíen en mártires o superhombres. Para la misma época del éxito letal de un militante del IRA un cementerio irlandés apareció embanderado con un cartel que preguntaba: ¿habrá vida antes que la muerte? Es un deber de nuestra memoria recordar que no hay política más allá de la vida.

* Psicoanalista, codirector de El Rodaballo.

 

 

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