Por Atilio Borón
Es preciso recordar y evitar
ser abrumados por la ideología dominante: nada en la historia autoriza
a pensar que el neoliberalismo como fórmula económico-política
de gobierno ha alcanzado una hegemonía total y definitiva. Sumergidos
bajo su influencia, e impresionados por la súbita conversión
de numerosos intelectuales otrora críticos vehementes del
capitalismo a su credo, grandes segmentos de nuestras sociedades
parecen resignados a pensar que el mundo será, de aquí en
más, neoliberal hasta el fin de los tiempos. Aunque tardíamente,
los mercados se habrían cobrado su revancha por tantas
décadas de desprecio u hostilidad a manos de socialistas autoritarios
(al estilo soviético), o de gobiernos cuya vacilante adhesión
a las leyes del mercado terminó por arrojarlos a los brazos del
keynesianismo, con su funesta secuela de intervencionismo estatal y hostigamiento
a los mercados.
Sin embargo, los tiempos del neoliberalismo serán mucho más
cortos de lo que se supone. Su gran promesa ha quedado penosamente
desvirtuada por los hechos. Los datos presentados a lo largo de este libro
son suficientemente elocuentes y demuestran que tanto en los capitalismos
desarrollados como en la periferia la reestructuración neoliberal
se hizo a expensas de los pobres y de las clases explotadas. La propiedad
de los medios de producción no se democratizó;
las desigualdades económicas y sociales no se atenuaron y la prosperidad
no alcanzó a derramarse hacia abajo, como aseguraba reconfortantemente
la trickle down theory.
La realidad es que las sociedades que el neoliberalismo construyó
a lo largo de estos años son peores que las que las precedieron:
más divididas y más injustas, y los hombres y mujeres viven
bajo renovadas amenazas económicas, laborales, sociales y ecológicas.
Claro está que entre el fracaso de un modelo y su reemplazo efectivo
por otro hay un paso, a veces muy grande y demorado. Es más, entre
ambos media un estado de toma de conciencia que aún no se ha verificado
en la mayoría de las sociedades capitalistas, todavía deslumbradas
con las ilusiones alimentadas por los medios de comunicación de
masas controlados por capitalistas. Esa toma de conciencia, por otro lado,
requiere para su concreción de la existencia de una promesa política
que sea socialmente percibida como una alternativa al statu quo. El grave
problema que caracteriza a nuestra época es que mientras el neoliberalismo
exhibe evidentes síntomas de agotamiento, el modelo de reemplazo
todavía no aparece en el horizonte de las sociedades contemporáneas.
En su momento Antonio Gramsci se refirió a situaciones análogas,
y a los peligros que ellas encierran, cuando llamó la atención
sobre lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no acaba de
nacer.
En este lúgubre interludio, advertía Gramsci, pueden ocurrir
toda clase de fenómenos aberrantes y las patologías sociales
y políticas pueden alcanzar dimensiones insospechadas. Un simple
repaso de los temas de nuestro tiempo confirma la validez de este pronóstico:
explosión de fundamentalismos, vigoroso resurgimiento del racismo
(incluyendo la tenebrosa limpieza étnica), extensión
de la narcopolítica y la corrupción, diseminación
incontrolada de armas y componentes nucleares, golpes de mercado
y auge de la especulación financiera a escala planetaria, etc.
¿Por cuánto tiempo habrá de prolongarse esta agonía?
No lo sabemos. Lo que sí sabemos, y nos revitaliza en nuestras
luchas, es que históricamente, el momento de viraje de una
ola es siempre una sorpresa y que el neoliberalismo puede sucumbir
mucho antes de lo esperado.
Haciendo gala de su talento de historiador, Perry Anderson planteó
que las fuerzas progresistas debían extraer tres lecciones de las
vicisitudes históricas del neoliberalismo. La primera aconsejaba
no tener ningún temor a estar absolutamente a contracorriente del
consenso político de nuestra época. Hayek y sus cófrades
tuvieron el mérito de mantener sus creencias cuando el saber convencional
los trataba como excéntricos o locos, y no se arredraron ante la
impopularidad de sus posturas. Debemos hacer lomismo, pero
evitando un peligro que muchas expresiones de la izquierda no supieron
sortear: el autoenclaustramiento sectario, que impide al discurso crítico
trascender los límites de la capilla y salir a disputar la hegemonía
burguesa en la sociedad civil. La más radical oposición
al neoliberalismo será inoperante si no se revisan antiguas y muy
arraigadas concepciones de la izquierda en materia de lenguaje, estrategia
comunicacional, inserción en las luchas sociales y en el debate
ideológico-político dominante, actualización de los
proyectos políticos y formas organizacionales, etc. En síntesis:
estar a contracorriente no necesariamente significa darle la espalda
a la sociedad o aislarse de ella. Volveremos sobre esto más adelante,
en el capítulo siete.
Segundo, el neoliberalismo fue ideológicamente intransigente y
no aceptó ninguna dilución de sus principios. Fueron su
dureza y su radicalidad las que hicieron posible su sobrevivencia
en un clima ideológico-político sumamente hostil a sus propuestas.
El compromiso y la moderación sólo hubieran servido para
desdibujar por completo los perfiles distintivos de su proyecto, condenándolo
a la inoperancia. La izquierda debe tomar nota de esta lección,
siendo consciente de que la reafirmación de los principios socialistas
no nos exime de la obligación de elaborar una agenda concreta y
realista de políticas e iniciativas susceptibles de ser asumidas
por gobiernos posneoliberales. Hayek y los suyos tuvieron estas recetas
disponibles cuando el keynesianismo daba muestras de agotamiento. Nosotros
todavía no las tenemos, pero nada autoriza a pensar que los obstáculos
sean insuperables. En los años precedentes fueron muchos los que
dijeron que la burguesía había hallado en John M. Keynes
el Marx burgués. Parafraseando esos dichos podría
decirse que las fuerzas populares y todo el arco social condenado por
los experimentos neoliberales están a la espera de la aparición
del Keynes marxista, capaz de sintetizar la crítica
al capitalismo de Karl Marx con un programa completo de política
económica capaz de sacar a nuestras sociedades del marasmo en que
se encuentran. La sola exposición de las lacras y la miseria producidas
por el capitalismo no bastará para hallar una salida por
izquierda a la crisis actual.
Tercera lección, no aceptar ninguna institución establecida
como inmutable. La práctica histórica demostró que
lo que parecía una locura en los años cincuenta
crear 40 millones de desocupados en la OCDE, reconcentrar ingresos,
desmantelar programas sociales, privatizar el acero y el petróleo,
el agua y la electricidad, las escuelas, los hospitales y hasta las cárceles
pudo ser posible y a un bajísimo costo político para los
gobiernos que se empeñaron en dicha empresa. La locura
de pretender acabar con el desempleo, redistribuir ingresos, recuperar
el control social de los principales procesos productivos, profundizar
la democracia y afianzar la justicia social no es más irreal y
utópica que la que, en su momento, encarnó la
propuesta neoliberal de Hayek y Friedman. Su triunfo demuestra la insoportable
levedad de las instituciones aparentemente más consolidadas
y de las correlaciones de fuerza supuestamente más estables y arraigadas.
¿O es que habremos de creer que, con el triunfo de la democracia
liberal y el capitalismo de libre mercado, la historia ha efectivamente
llegado a su fin?
Debemos, en consecuencia, ser conscientes de que un proyecto socialista,
pensado de cara al siglo XXI, también es posible y que no es más
utópico que el que prohijaron los neoliberales en los años
de la posguerra. Ellos perseveraron y triunfaron. Si la izquierda persevera
y tiene la audacia de someter a revisión sus premisas y sus teorías,
su agenda y su proyecto político tal cual lo hicieran Marx
y Engels desde 1845 en adelante también ella podrá
saborear las mieles del triunfo y el más noble sueño de
la humanidad podrá comenzar a cumplirse antes de lo sospechado.
Una curiosa coincidencia nos permite rematar este argumento acerca del
realismo de las utopías. Curiosa, porque se produce
entre dos intelectuales que difícilmente podrían estar más
enfrentados entre sí: Marx Weber y Rosa Luxemburg. Recordemos que
el primero, con su habitual mezcla de desprecio e irritación por
los socialistas, llegó al extremo de afirmar, según lo atestigua
uno de sus más importantes estudiosos, que Liebknecht debía
estar en un manicomio y Rosa Luxemburg, en un zoológico.
En 1919, y en dura lucha contra el pesimismo y la desilusión que
cundían en una Alemania derrotada y desmoralizada, Max Weber tuvo
ocasión de reflexionar, probablemente sin advertirlo, sobre el
papel de las utopías. Como sabemos, si había un tema muy
ajeno a sus premisas epistemológicas fundadas sobre una rígida
separación entre el universo del ser y el de los valores
era precisamente la cuestión de las utopías.
Sin embargo, en La política como vocación escribió
unas líneas notables en donde reconocía que en este
mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una
y otra vez y exhortaba al mismo tiempo a soportar con audacia y
lucidez la destrucción de todas las esperanzas y, diríamos
nosotros, de todas las utopías, porque, de lo contrario,
seremos incapaces de realizar incluso aquello que hoy es posible.
Una reflexión no menos aguda había formulado pocos
meses antes, y en el mismo país Rosa Luxemburg. En vísperas
de su detención y posterior asesinato, y avizorando con su penetrante
mirada el ominoso futuro que se cernía sobre Alemania y la joven
república soviética, la revolucionaria polaca decía
que, cuanto más negra es la noche, más brillan las
estrellas. Lejos de extinguirse, la necesidad del socialismo se
acentúa ante la densa oscuridad que el predominio del capitalismo
salvaje arroja sobre nuestras sociedades. Palabras hermanadas aquellas,
de dos brillantísimos intelectuales que en grados diversos coincidieron,
sin embargo, en no renunciar a sus esperanzas y en negarse a capitular
Weber ante la jaula de hierro de la racionalidad formal
del mundo moderno, Rosa ante el capitalismo y todas sus secuelas.
Sus palabras sugieren una actitud fundamental que no deberían abandonar
quienes no se resignen ante un orden social intrínseca e insanablemente
injusto como el capitalismo y que, pese a todo, siguen creyendo que todavía
es posible construir una sociedad mejor.
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