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EL PENSAMIENTO DE ORSON WELLES, CUANDO ESTRENO LA MITICA “SED DE MAL”
“Debo ser siempre más grande que la vida misma”

El reestreno en Buenos Aires de una versión restaurada del film, siguiendo su criterio original, le otorga valor histórico a esta entrevista, publicada en setiembre de 1958 por la revista francesa �Cahiers du cinéma�. El realizador de �El ciudadano� habla de la concreción del film, que considera parte de la profunda huella que el teatro de Shakespeare dejó en su concepción del arte.

Orson Welles cuenta por qué detesta y al mismo tiempo compadece a su personaje de “Sed de mal”. “Puse de personal en el film mi odio contra el abuso que la policía hace de su fuerza”, sostuvo.

Pienso que la publicación de esta entrevista quedaría muy incompleta si no intentara, de alguna manera, dar cuenta al lector del extraordinario espectáculo que supuso para mis compañeros y para mí mismo este encuentro. Tuvo lugar en una habitación del Hotel Ritz, en la que Orson Welles nos recibía tras un día de rodaje de Las raíces del cielo. Aunque, según se nos dijo, tenía que acudir inmediatamente después a una fiesta, las cuatro horas de entrevista que nos concedió en lugar de la hora y media prevista fueron una auténtica delicia que sería absurdo atribuir únicamente al whisky. Maravillosamente relajado, en pantuflas, la camisa generosamente abierta bajo una prodigiosa túnica multicolor propia de Otelo, utilizada a modo de bata, olímpico como Júpiter, manipulando un cigarro de veinticinco centímetros a modo de rayo, y modulando con soltura su atronadora voz, realmente Welles era en verdad esta vez el Magnífico. Lo que no es inútil señalar, dado que sus últimos films parecen indicar un cierto descuido que haría pensar en algún deterioro físico. Y verdaderamente este Welles de cuarenta y tres años no es el de El ciudadano, ni siquiera el de El tercer hombre, pero no sería suficiente decir que constituye un espectáculo hermoso. El joven seductor y rubicundo se ha convertido en una encarnación del poder en todo su esplendor. Esto evidentemente es un fenómeno corriente en cierto tipo de artistas y más aún de cineastas. Estas gentes se agrandan hasta el infinito. Orson 1958 es Welles 1938 al cuadrado... (A. B.).

Por André Bazin, Charles Bitsch y Jean Domarchi

–Ante todo, creo que un crítico siempre sabe más de la obra de un artista que el propio artista. Pero al mismo tiempo sabe menos. Esta es la función del crítico: saber a la vez más y menos que el artista.
–Nos gustaría tratar de perfilar ese personaje ideal, presente en todos sus films, de El ciudadano a Sed de mal. ¿Se trata, como sugiere François Truffaut a propósito de Sed de mal, del genio que no puede evitar hacer el mal, o más bien hay que ver en él una cierta ambigüedad?
–Es un error creer que miro con cierta indulgencia a Quinlan. Para mí es odioso, no hay ambigüedad en su carácter. No es un genio, es un maestro en su oficio, pero un hombre detestable. Lo que he puesto de personal en el film es mi odio contra el abuso que la policía hace de su fuerza. Y evidentemente es más interesante hablar de los abusos del poder policial con un hombre de una cierta envergadura –no solamente física, sino también en tanto que tipo humano– que con un policía vulgar y corriente. Quinlan es mejor que un policía normal, lo que no impide que sea odioso. En ello no hay ninguna ambigüedad. No obstante, se puede sentir simpatía por un crápula, puesto que la simpatía es algo humano. De ahí mi ternura en relación con gente hacia la que por otra parte no disimulo, en absoluto, mi repugnancia. Y este sentimiento no proviene de que sean más dotados, sino de que son esencialmente seres humanos. Quinlan es atractivo por su humanidad, no por sus ideas. No existe la más mínima genialidad en él: si parece tener alguna, es que he cometido algún error. Quinlan es un buen profesional, conoce su oficio, es una autoridad. Pero precisamente porque es un hombre de una cierta envergadura, un hombre de corazón, no se puede evitar una cierta simpatía hacia él. Es, a pesar de todo, un ser humano. Creo que Kane es un hombre detestable, pero tengo mucha simpatía por él en tanto que ser humano.
–¿Y Macbeth?
–Sucede lo mismo. Más o menos voluntariamente, he interpretado, como saben, muchos papeles de tipos desagradables. Detesto a Harry Lime, ese cretino del mercado negro, detesto también a todas esas gentes terribles que he interpretado, pero no son “pequeños”, porque yo soy un actor para grandes personajes. Ya saben, en el viejo teatro clásico francés había actores que interpretaban siempre los papeles de rey y otros que no los interpretaban jamás; y yo soy de los que interpretan a reyes. Se debe a mi personalidad. Así, naturalmente, yo encarno siempre papeles de jefes, a tipos que poseen una dimensión extraordinaria: yo debo ser siempre bigger than life, más grande que la vida misma. Es un defecto que está en mi naturaleza. No es necesario, por lo tanto, pensar que existe algún tipo de ambigüedad en mis interpretaciones. Es mi personalidad la responsable, no mis intenciones. Por eso es muy grave para un artista, para un creador, ser al mismo tiempo un actor, ya que corre el grave riesgo de ser mal comprendido. Porque entre lo que digo y lo que ustedes entienden, está mi personalidad y una gran parte del misterio, de la confusión, del interés, de todo aquello que se puede encontrar en el personaje que yo interpreto, procede de mi propia personalidad y no de lo que digo. Sería muy feliz si pudiera no actuar en un film; lo hago porque, algunas veces, esto me permite después dirigir. Si hay ambigüedad es debido a que he sido demasiadas veces actor. Por supuesto, Quinlan es un personaje moral, pero yo detesto esa moral.
–¿Su simpatía por Quinlan es más humana que moral?
–Absolutamente. Quiero ser claro sobre mis intenciones. Lo que digo en el film es esto: creo firmemente que en el mundo actual tenemos que elegir entre la moral de la ley y la de la simple justicia. Es decir, entre linchar a una persona o dejarla libre, yo prefiero que un criminal quede libre antes que la policía lo detenga por error. Quinlan no desea tanto entregar a los culpables a la Justicia como asesinarlos en nombre de la ley, sirviéndose del poder de la policía, y éste es un argumento fascista, un argumento totalitario, contra la tradición de la ley y la justicia humana tal como yo las entiendo. Así, para mí, Quinlan es la encarnación de todo aquello contra lo que lucho, política y moralmente hablando. Estoy contra Quinlan porque quiere arrogarse el derecho de juzgar; y esto es precisamente lo que más detesto, la gente que quiere juzgar por su propia cuenta. Creo que no se tiene el derecho a juzgar más que según una religión o una ley, o según ambas. Si uno decide por su cuenta que alguien es culpable, sea bueno o malo, volveremos a la ley de la selva, dejamos una puerta abierta a la gente para que linche a sus semejantes, a los gangsters que se pasean por las calles... Pero no tengo más remedio que querer a Quinlan a causa de algo más que yo mismo le he dado: el hecho de que pueda amar a Marlene Dietrich, el hecho de que haya recibido una bala destinada a su amigo, el hecho de que tenga un corazón. Pero sus ideas son detestables. Kane, por su parte, es un hombre que abusa del poder de la prensa popular y se levanta contra la ley, contra toda la tradición de la civilización liberal. También él desprecia lo que creo que es la civilización y trata de convertirse en rey de un universo, un poco como Quinlan en su ciudad fronteriza. Es en este aspecto en el que estos personajes coinciden. Y también con Harry Lime, con su desprecio por todo, que le hace tratar de ser rey en un mundo sin ley. Todos estos personajes, en general, expresan, cada uno a su manera, cosas que yo detesto. Pero asimismo me atraen y los comprendo. Tengo una simpatía humana por esos personajes, aunque moralmente los encuentro a todos detestables. Goering, por ejemplo, era un hombre detestable, pero a pesar de todo inspiraba simpatía: había en él algo humano, incluso durante su proceso.
–Por el contrario, Himmler era un perfecto gangster...
–Sí, estoy de acuerdo. Pero a Goering se le puede mirar y decir: ahí está mi enemigo, lo odio: pero es humano, tiene una contextura humana, a falta de una moral.
–Desde su punto de vista, ¿Otelo es también humano y detestable?
–Los celos son detestables, no Otelo. Pero en la medida en que se encuentra obsesionado por los celos hasta convertirse en su personificación, en esa medida, Otelo es detestable. Todos esos nobles personajes: Lear, por ejemplo, en la medida en que es cruel, es odioso. Una de las cosas más interesantes de Shakespeare es que sus personajes más notables tienen todos una moral del siglo XIX: todos son unos traidores. Hamlet es un traidor, sin duda, porque desea matar a su tío sin darle la oportunidad de que salve su alma. Recuerden el placer con que describe la muerte de Rosencrantz: es un traidor. Y aunque sea muy distinto lo que se haya podido decir al respecto, Shakespeare, hombre del Renacimiento, no deja de ser un canalla. Todos los grandes personajes de Shakespeare lo son, están obligados a serlo.
–Lo mismo podría se podría decir de sus personajes...
–Se puede decir esto, creo, de todas las obras que tratan de ser trágicas dentro de los esquemas del melodrama. Desde que existe el melodrama, el héroe trágico tiende a convertirse en un canalla. Sólo los griegos y los escritores franceses clásicos podían crear un héroe que no fuese un malvado, porque eran personajes trágicos en un sentido abstracto. Pero desde el momento en que nos involucramos en cualquier tipo de melodrama, el personaje trágico debe ser, de una forma u otra, un traidor, sencillamente porque un héroe en un melodrama no tiene cabida. Un héroe es insoportable excepto en una verdadera tragedia.
–Considera a Macbeth detestable, pero también es un poeta. ¿En cierto sentido esto no lo justificaría?
–Es un hombre detestable hasta que se convierte en rey y, una vez coronado, está condenado, está perdido; pero una vez perdido, se convierte en un gran hombre. Hasta entonces, es víctima de su mujer y de su ambición. La ambición es una cosa detestable, una debilidad; todos aquellos que son víctimas de la ambición son, de una forma u otra, débiles. Shakespeare escogió siempre grandes temas: los celos en Otelo; la ambición en Macbeth. Cuando hace rey a Macbeth, estamos en mitad del tercer acto; quedan dos actos y medio en los que Shakespeare puede al fin respirar y decir: he terminado con esta condenada ambición, ahora puedo dedicarme a hablar de un gran hombre, que sabe apreciar el buen vino.
–¿Cree que Otelo o Macbeth son perfectos pesimistas?
–Shakespeare lo era. Pero como muchos pesimistas, era también un idealista. Unicamente los optimistas son incapaces de comprender lo que significa amar un ideal, un ideal imposible. Shakespeare estaba muy próximo a los orígenes de su propia cultura: el idioma en que escribía acababa de formarse, la vieja Inglaterra de la Edad Media vivía aún en el recuerdo de todos los habitantes de Stratford. Estaba demasiado cerca de otra época, ¿comprenden? Estaba en la puerta del mundo moderno y sus abuelos, los viejos de la aldea, el propio campo pertenecían a la Edad Media, eran todavía la vieja Europa. Y en él quedaba aún algo de esto: su lirismo, su fuerza cómica, su humanidad proceden de estos lazos con la Edad Media, que se encontraba tan cerca de él. Y su pesimismo, su amargura –cuando les da rienda suelta llega a alcanzar lo sublime– se refieren siempre al mundo moderno, ese mundo que acababa de ser creado, no al mundo que existía desde hacía muchísimo tiempo, sino a su mundo.

 

 

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