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el Kiosco de Página/12

El vuelo
Por Enrique Medina

Aunque Villafañe le recomendó que no se moviera, el pibe Hugo no resiste las ganas de caminar y arranca hacia la esquina sabiendo que esta decisión puede perjudicar el trabajo. Supone que ya lo conocen y que lo toleran. Aun en esta operación que es sumamente importante. Para él es un trabajo más, un trabajo rutinario al que le pone el pecho por necesidad y basta. Ha experimentado operativos tan distintos que ya podría lucir diploma a pesar de que nunca pudo terminar los estudios primarios, porque estaba convencido de que su futuro sería el de Superman; sin embargo sabe que nunca tendrá diploma y que desde siempre hay algo que no termina de cerrarse en su cabeza y muestra los dientes. Al llegar a la esquina, da media vuelta y retorna a su lugar de trabajo, de mira, de frente a la sucursal del banco al que entrará el gil. No. Esta vez es una gil, según escuchó. Se afloja la corbata, otra cosa que no debe hacer según recomendación de Villafañe. Pero lo hace porque se siente estrangulado, sin aire, con humedad y ridículo. Nunca usó corbata el pibe Hugo. Incluso nunca prendió el botón alto de la camisa. O porque su cuello es grueso, o porque las camisas siempre le quedan chicas, o porque sí. Y ahora, con la corbata floja, el botón desprendido de la camisa, casi se siente obligado a desabrocharse el botón del saco. Con lo que, de manera muy clara, viene a resultar que su prestancia ordenada por Villafañe ha desaparecido y ahí, recostado contra la pared en actitud de �todo me importa un carajo�, es muy difícil asociarlo al disfraz de persona común y corriente que puede esperar tanto el colectivo, como a un amigo, la novia o el aterrizaje de un plato volador. Ahora es visible su actitud provocadora y, si Villafañe lo viera, no sólo no le gustaría que lo desobedezca sino que se lo haría pagar muy caro. Pero al pibe Hugo eso le resbala. Hace un tiempo que en su cabeza ronda el desconcierto y el mínimo interés por las cosas. Pero él no es consciente de este cambio. Más allá de lo que hay que comer en el día, y alguna minita dando vueltas, son inexistentes otras propuestas de vida. Es más, desde que la Carmencita lo abandonó porque ella estaba dispuesta a aguantarse una biaba, pero ni una cachetada al chiquitín, el pibe Hugo cambió mucho, incluso cambió con quienes fueron sus amigos de toda la vida. Aun con su madre, la horoscopera del barrio, que cubre sus necesidades cambiando de secretario todos los meses, con los que también se lleva mal. Nunca quiso trabajar ni estudiar por más que ella le explicara los beneficios que tendría cumpliendo esos ritos. Fútbol, merca y arrebato siempre lo sacaron del paso. Pero sin especialización. Y en esta carencia reconoce su falla: no creer en ningún proyecto. Porque en el fútbol podía haber rendido si desde siempre le hubiera hecho caso al padre que un día se espiró hasta nunca más ver. En la merca, hoy podría ser distribuidor. Y del arrebato bien pudo saltar a la independencia, como hoy Villafañe, aunque haya diferencia de edad. ¿Y si a uno nada le llama la atención, qué mierda es lo que uno debe hacer?, piensa el pibe Hugo sin darse cuenta de que Villafañe ha terminado de cruzar la calle, y ya en la vereda lo agarra fuerte del brazo y lo putea y le dice que si le caga este laburo le va a romper el culo a patadas, y arreglate la ropa la puta que te parió antes que alguien se avive, me cago, que la mina ya entró. Y como si fuera una caricia, sonriendo, le da un golpe cortito y seco en las costillas que entrecorta la respiración del pibe Hugo. Este se recupera del susto y ordena su desarreglo, sin dejar de mirar el prolijo bigote Villafañe, que si lleva años en esto es porque sabe, y esto se lo reconocen hasta los enemigos, por lo que el pibe Hugo no tiene más remedio que tragarse la hombría viéndolo a Villafañe entrar de nuevo al banco.Donde ya está la mujer cruzando la puerta del tesoro para sacar un dineral del cofre y comprar el depto. prometido a su hijo acabado de recibirse. La mujer, con suéter de cuello volcado y maquillaje de artista de cine, al margen de los planes concebidos, excita a Villalba, que hace un esfuerzo para evitar la desconcentración del objetivo. El cajero se mete el dedo en la oreja confirmándole la víctima. Villafañe sale a la vereda. Controla al auto que girará en contramano cuando el pibe Hugo cruce la calle indicando la salida de la mujer. Todo marcha a la perfección. La mujer, extremadamente confiada porque ya otras veces cometió la imprudencia sin peligro, sale muy tranquila con Villafañe cerca. El pibe Hugo cruza la calle cumpliendo la señal; el auto rechina las gomas; Villafañe tira al suelo a la mujer y se mete en el auto con el bolso de ella. El pibe Hugo retrocede a la vereda. Debe rajarse con disimulo. En cambio le atrae la mujer y se acerca para verla bien. La ayudan a levantarse. El pánico en el rostro de ella es intransferible, como cuando él entró a su casa después de una semana y se encontró con el papel de despedida. El policía del banco la sostiene contra la pared y le pide que se calme, que ya viene el patrullero, que es posible detectar el auto. La mujer no deja de decir: �¡Quiero morirme, quiero morirme!�...
Horas después, en el departamento �A� del noveno piso, luego de cambiar de autos, Villafañe y el socio que hizo de chofer cuentan los dólares con alegre sorpresa, mientras en el sillón, el pibe Hugo les explica que la mujer repetía y repetía: �¡Quiero morirme, quiero morirme!�, y que él quedó tan impresionado que también quiere morirse, no sabe por qué pero también quiere morirse y no sabe cómo. Entonces pregunta:
�¿Cuál es la forma más común de suicidarse?
Sin dejar de reír de satisfacción por el éxito logrado, Villafañe le sugiere:
�El balcón. El balcón es efectivo ciento por ciento, ja...
Satisfecho de que, al fin, la lucidez tan buscada haya llegado a su entendimiento, el pibe Hugo va al balcón y, con avidez, despliega la agujereada capa de Superman.


REP

 

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