Por
Cristian Alarcón
Peter
Boucquet, el capitán del Artic Sunrise, está
por internarse con el barco más robusto de la flota de la internacional
verde en los ríos nacionales contaminados por tóxicos. Sobre
la mesa de comandos del barco amarrado en el puerto de Buenos Aires se
extiende un mapa con las marcas de los lugares secretos hasta el
momento de las acciones en los que los activistas de
Greenpeace armarán jaleo para denunciar la contaminación
argentina. Desde esa misma sala con vista al Río de La Plata y
los containers del puerto, Boucquet inglés, 52 años
puso hace cinco meses el cuerpo a la guerra de las galaxias en la costa
californiana. Los Estados Unidos probaban su sistema de defensa de misiles
y allí estaba el rompehielos Artic Sunrise para impedirlo:
no lo consiguieron. Sobre sus cabezas vieron cómo la propulsión
nuclear formaba un as de pique, una forma como la de los naipes
de póquer, para la guerra del futuro.
Llevamos el barco hasta donde estaba preparado que iban a impactar,
cuenta el capitán del Artic bajo el calor africano
del lunes. Es la primera vez que está en la Argentina y las tareas
que aquí esperan a su tripulación, de diez países
del mundo, tienen enemigos más silenciosos y sobrios que la stars
war. Pero no menos nocivos para el ambiente. A bordo está lo necesario
para poder testear y denunciar los derrames tóxicos, responsabilidad
de las empresas argentinas. Claro que por ahora el clima del barco es
el de una travesía que comienza. Sobre la cubierta, un grupo de
hombres y mujeres con facha de mecánicos suda a las cuatro de la
tarde. Guardan parte de la escenografía con que señalarán
los vertederos ilegales, unos peces deformados como los que aparecen en
los capítulos ecologistas de los Simpson.
Entre las maquetas, un fotógrafo brasileño saluda a las
brazadas. Es uno de los tripulantes del Amazon Guardian, el
barco que entre marzo y junio recorrió el Amazonas combatiendo
la explotación ilegal de la madera, y en el que Página/12
viajó durante una semana. Más allá trabajan dos argentinos:
Jorge y Daniel. Ambos son un ejemplo de la vida que suelen llevar los
que tripulan las naves de Greenpeace: después de la espesura amazónica
cruzaron el Atlántico y anclaron en Amsterdam, para pasar luego
un par de meses en Londres. Ahora, el Artic Sunrise viene
de recorrer la costa chilena. Valparaíso fue el punto de partida
de esta expedición contra los tóxicos que, tras pasar por
aquí, marchará rumbo a Brasil y recalará en Nueva
Orleans. De la misma estirpe es Amanda, la cocinera suiza que ahora sazona
unos pollos, mientras por ahí trabaja su novio Luis, colombiano
y segundo ingeniero: la pareja continúa un amor viajero que comenzó
cuando atravesaban el Brasil profundo.
En el comedor, una sala cuadrada con mesa de fórmica y pegado a
la enorme cocina, Jorge, uno de los porteños que viene de Londres,
presenta en un inglés argentinísimo a Lesley, la médica
de abordo neocelandesa. Y asoma Colin, el radioperador de Tasmania. Algunos
voluntarios locales recién llegados al barco van aclimatándose.
Uno arrincona un bolso enorme hasta que le destinen camarote. El Artic
Sunrise es un rompehielos de 1975 que se conoció con los
verdes en pleno combate de la década del 80: era utilizado
para la caza ilegal de focas y fue blanco de los activistas de altamar.
Tras el enfrentamiento, al cabo de cuatro años, la organización
terminó comprándolo para revertir su función. En
él pueden dormir, sin compartir cama, treinta personas. Mide media
cuadra y tiene una bodega que le permite sobrevivir hasta tres meses en
alta mar. Sobre el costado derecho luce sus propias marcas de guerra:
fue el 21 de diciembre del 99, en pleno mar antártico. Un
pesquero japonés lo embistió, haciéndolo temblar.
Ese día, Milko Schvartzman, un tucumano de pelos largos y barba,
trabajaba en la sala de computadoras cuando sintió el impacto del
ballenero que medía exactamente el doble que el Artic.
Era el comienzo de una campaña que duraría todo el verano
persiguiendo a las factorías que en una expedición al mar
austral pueden cazar ilegalmente hasta 440 ballenas. Milko es uno de los
activistas que se dedicó a la investigación de las empresas
contaminantes que sufrirán el escrache verde. Habla como un experto
del pasado del barco en el que vio la aurora austral, una noche diáfana
en la Antártida. En otro rincón, Ricardo Scheleff, un estudiante
chileno de 26 años que este año dejó inconclusa la
carrera de ingeniero civil para sumarse como voluntario, fantasea con
que Buenos Aires no sea su último puerto en el barco con el que
cruzó el estrecho de Magallanes.
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