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ENTREVISTA AL ESCRITOR Y PERIODISTA ESPAÑOL MANUEL VICENT
“Picasso era genial, pero a la vez vulgar”

Estuvo en la Argentina acompañando el lanzamiento de su nueva novela, donde se mete de lleno en el mundo del negocio del arte. En una entrevista con Página/12, contó la génesis de este trabajo y habló tanto de su proceso de escritura y de sus percepciones de Dios como de los temas centrales de su obra, el miedo, la libertad, la muerte y la belleza.

Por Angel Berlanga

t.gif (862 bytes)  Nacido con la Guerra Civil Española, en 1936, Manuel Vicent se ha convertido, con los años, en uno de los más agudos observadores de la realidad europea, aptitud que desarrolló libremente a través de dos de sus facetas creativas: el periodismo y la literatura. En el primero de estos campos obtuvo prestigio a través de sus columnas en el diario El País de España, ácidos retratos de personajes y situaciones de la modernidad y de la posmodernidad, en tanto que como escritor inauguró a partir de su primera novela, Pascua y naranjas, escrita en 1966, una trayectoria que hoy lo ha convertido en una de las mejores prosas en idioma castellano. Vicent llegó a la Argentina para presentar La novia de Matisse, una especie de thriller que transcurre en el sofisticado mundo del negocio del arte, en que se despacha, además, con un jugoso análisis del mundo de los nuevos ricos españoles.
–¿En qué circunstancias se planteó hacer La novia de Matisse?
–El del arte es como un mundo preservado, misterioso, lejano, y lleno de pasiones, de picarescas, de amores y locuras, de dinero. Eso es todo un material para la literatura. Sobre todo porque el mundo de la belleza del arte es de alta seducción. Conociéndolo desde dentro, sabía que algún día tendría que escribir una historia de éstas. El problema es que como por dentro está tan lleno de anécdotas, de hechos insólitos, de cosas absolutamente extrañas, puedes caer en la tentación de perderte en ese anecdotario. He desechado todo eso para que la metáfora quedara muy limpia, con lo que yo quería decir. Y también me he curado en el sentido formal del adorno literario. He tratado de escribir un relato limpio, escueto, muy directo, sin adjetivos; como suceden tantas cosas ahí dentro, pues lo lógico es que mande el verbo, la acción.
–En el libro hay unas cuantas ideas acerca de la relación entre dinero y belleza.
–El dinero no como belleza sino como amor, como vehículo para poseer la belleza. Cuando ese dinero es vehículo de pasión, de amor, no de especulación, entonces va por buen camino. La cosa empieza a ir mal cuando uno compra un cuadro pensando en ganar dinero. Pasa normalmente eso, pero el gran dinero incluso se gana cuando has comprado por amor. Si has comprado por locura o por amor, siempre encontrarás un loco más loco que tú y más rico. Mientras que si lo has comprado por ganar dinero, habrás discutido el precio. Y al discutir el precio ya habrás despreciado el cuadro: cuando lo vendas, en vez de encontrar a uno más loco que tú, encontrarás a uno más avaro que tú.
–Picasso se liga unos cuantos garrotazos en la novela.
–Picasso me cae muy bien como pintor, porque es un demonio que ha revolucionado el arte, las formas. Como persona, pues... me parece incluso muy vulgar. Pero eso pasa también con los poetas: hay poetas miserables capaces de dar un verso sublime. No tiene nada que ver una cosa con la otra.
–¿Es casual que el anuncio de la enfermedad de la protagonista coincida con la presentación de un cuadro de Picasso?
–Es Picasso como pudo haber sido otro pintor. Pero como él interpretó el rostro humano –e incluso la figura humana– como una destrucción, una convulsión de la naturaleza, y se permite destruirla como la naturaleza destruye el paisaje, era más lógico que tomara la figura de un Picasso. Ese cuadro pasa por un avatar terrible: se destruye, lo llevan a un basurero general, lo pegan, lo recomponen...
–¿Y en el otro extremo, en el de la salvación...?
–Matisse es ideal. Porque es la dicha de vivir, el gozo, el color como un sentimiento. Es la reconstrucción de la vida a través del color.
–En la novela se esboza que un marchante influyente puede ensalzar o derribar a un pintor. ¿Pasa esto en la literatura?
–No es que ensalce en el sentido de que a un mal pintor lo convierta en un buen pintor sino que a un buen pintor lo convierte en una figura, en un objeto de consumo. Un marchante puede marcar la dirección estética de un determinado momento. Sí, eso lo hacen varios marchantes, y también lo pueden hacer los grandes editores. Pero nunca un gran editor puede convertir a un mal escritor en uno bueno: eso es imposible. Lo que sí puede es sacar del anonimato a un gran escritor y convertirlo en una figura.
–¿Qué tipo de escritor es usted, cómo se definiría?
–A un determinado nivel de existencia, ves la vida bajo la sustancia de las palabras. Soy un escritor que todo lo ve, desde las grandes pasiones a las pequeñas anécdotas rudimentarias de cada día, bajo la especie de la literatura.
–He visto que cuando le mencionan la palabra “estilo”, usted casi pega un respingo.
–Es que yo vengo ya percutido con el estilo. La palabra “estilista” se considera como una especie de virtuosismo superficial, que siempre oculta una vaciedad, un hueco. La palabra “estilo”, el esteticismo, siempre se usa en un sentido peyorativo; pues no creo que eso sea así. El estilo es la huella digital de un autor, ser reconocible, ser reconocido, en unas palabras, en una visión del mundo, en tener un mundo propio, un mundo que es tuyo; pequeño o grande, pero a tu medida, que te lo has apropiado. Y que lo transmitas.
–¿Qué intenciones tiene cuando se plantea escribir un libro?
–Primero, el tener suficiente azar o suerte para crear personajes, para dotarlos de vida. No espero que sean grandes tipos humanos; me conformo con que no sean de cartón piedra, que no sean arquetipos ni muñecos. Me planteo que esos personajes hablen por sí mismos, y no por boca del autor. Después, que esa historia me fascine, en el mejor de los casos, o simplemente agrade al lector. Y crear una pequeña fábula, un pequeño mundo imaginativo. Considero ser un narrador, un contador de historias. Me gustaría, por supuesto, tener paciencia y talento suficiente para escribir una gran historia. Pero me conformo con dotar de pequeña vida a unos pequeños personajes.
–¿Trabaja mucho sobre las palabras iniciales de cada libro?
–Una forma de empezar un libro es que estés contento con la primera página, que te impulse a seguir escribiendo. Yo creo que un libro tiene que emocionarte a ti mismo, porque uno escribe para sí mismo, siempre. Al lector lo veo como algo difuso, como una oscuridad llena de ojos. A los lectores los concreto en cuatro o cinco personas; cuando escribo, pienso si le gustará a dos o tres amigos. Y me pregunto: si esto lo estuviera leyendo fulano, ¿le gustaría, se reiría, me despreciaría?
–¿Corrige mientras escribe?
–No, no corrijo. Puedo estar pensando mucho rato, pero no retoco las frases; cambio alguna palabra... Todo lo he escrito con cierta rapidez. Libros incluidos. Por desgracia, porque tengo la necesidad de sacudirme el problema de encima. No tengo paciencia para corregir, o dejar enfriar un manuscrito y retomarlo al cabo de un mes, dos meses. Nunca lo he hecho, y ya no lo haré.
–¿Qué siente mientras está escribiendo un libro?
–Nada en especial, sino que estoy cumpliendo un trabajo, que trato de sacudírmelo de encima cuanto antes. A veces tienes la sensación de que todo fluye bien, de que no estás forzando nada. Ni a ti mismo ni a tu imaginación: es como una especie de ritmo interior.
–¿Cuál es su religión?
–Pues que todo es Dios. Tengo un sentido del Dios de todos los placeres maravillosos, de toda la bondad, y de toda la belleza; todo eso que llamamos armonía es Dios, y todo lo que llamamos maldad, es Demonio. Ahora, concretar eso en un ser personal, trascendente, que te hace sentir culpable... No tengo yo esa percepción. Sí tengo la percepción de que la vida te devuelve todo lo bueno que le das, y que hay una influencia entre el bien, como vasos comunicantes, y una influencia también en el mal, como vasos comunicantes.
–¿Qué rol jugó Franco en su escritura?
–Ninguno especialmente. Además de toda la tiranía que impuso, me parecía humillante que un señor mandara sobre mi vida. Que yo tuviera que agradecerle el poder pasear en la calle, tomar el sol; porque si él hubiera querido, yo no hubiera tomado el sol. Con una dictadura, si no te pican, si no te machacan, te humillan. Y después ha quedado la autocensura, el miedo, pero más que a Franco a toda la represión moral de ese momento: el placer estaba asociado al castigo, todo estaba hecho para la muerte y no para la vida. Esas cosas que tal vez te han marcado y que sin darte cuenta están ahí, latiendo. Pero también por rebote, el irte al lado contrario, el poder de aprovechar todo lo bello que tiene la vida, la libertad y la democracia.
–¿De qué tiene miedo usted hoy?
–Le tengo miedo a la enfermedad. A envejecer de forma ridícula. A convertirme en una caricatura de mí mismo. A la muerte por supuesto que no. Sí a los preparativos, a los aledaños.
–Y esos miedos, ¿influyen en su escritura, están reflejados allí?
–No sé si conscientemente. Supongo que sí. Pero siempre jugando irónicamente. De la muerte hay que defenderse con ironía. No se la puede enfrentar. Es ridículo. Ni burlarse tampoco.

 

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