Ni
bomba ni atentado
Por Carlos Polimeni
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El ruido de la explosión sube por el silencio de lo que parecía
una ciudad dormida. Miro el reloj, en el casi sueño del que se
ha despertado temprano, y caigo en cuenta de que aquello no ha sido bomba
ni atentado: ese temblor que sube por los edificios a las 7.18 sólo
puede ser gol de Boca en Japón. ¿Dónde está
el walkman, Dios, dónde lo dejé? Rebotando contra las paredes
de una casa en silencio en que dos siameses espían con sus
ojos semicerrados, apoltronados en un sofá llego al walkman
después de una segunda explosión. La gente está demasiado
al palo, pienso. Está festejando la repetición del gol con
tanta fuerza como hace unos segundos. Cuando acierto con la emisora radial,
pobre abonado a DirecTV que se quedó sin televisación del
partido, el relator me aviva de que los goles han sido dos. Miro el reloj
otra vez, sin convencerme del todo de la realidad. No puede ser: ocho
minutos y Boca gana dos a cero. Mejor que me despierte en serio. Debe
ser parte de un sueño. Minga de sueño, dice la cara que
está en el espejo, cuando la lavo por segunda vez. Es realidad.
Cuando salgo hacia el centro por Santa Fe, caigo en cuenta de mi condición
de marciano, preso de la rutina del despertar: son centenares de miles
los que andan con la alegría a cuestas, jugando el partido por
la calle. En el bar de Santa Fe y Junín, repleto de parroquianos
exaltados, hay gente en doble y triple fila arreglándoselas para
mirar un televisor que parece demasiado alto, muchos de ellos con radios
portátiles o walkman. Impresiona la ciudad vestida de amarillo
y azul: chicas paquetas, pibes fieritas, operadores de Bolsa, dependientes
de farmacias, señoras con pinta de abuelas, abuelos, todos parecen
parte de un gigantesco acuerdo previo que ignoró la posibilidad
de una derrota. Es relativamente fácil darse cuenta de quiénes
son hinchas fanáticos de River o Racing: son esos que apuran el
paso, como si no pasara nada.
En Montserrat, San Telmo y San Cristóbal casi no hay bares con
televisores encendidos, pero sí centenares de camisetas caminando.
Son más pobres, más viejas, más usadas, y acaso más
queridas que las de más al Norte. Unos pibes que se hicieron la
rata a último momento están derrumbados sobre el césped
de Independencia y 9 de Julio. Terminó el primer tiempo. Boca gana
dos a uno. A la hora del segundo he llevado a mis hijas a la escuela
y el jardín respectivamente, una de River, otra de Boca,
la acción en la ciudad parece congelada. Que no la emboque el brasileño,
por favor, murmura un tipo al que una novia acompañó a tomar
el 17, en Piedras y Venezuela. Ella le dice: a la noche, festejamos. En
el bar de Corrientes y Maipú la gente mira un televisor gigantesco,
con la pantalla dividida en dos: es que no tiene Cablevisión y
contenta a sus clientes con Desayuno, el programa de Víctor
Hugo Morales en el 7, que se las ingenia para espiar la emisión
desde Tokio.
A mitad de cuadra entre Corrientes y Lavalle arde un bar que jamás
en la vida tuvo tanta gente adentro. El dueño sonríe satisfecho,
a la derecha: consumen incluso los que están parados, haciendo
un esfuerzo con el cuello para ingresar en la zona de visión del
televisor de veinte pulgadas. Al lado, un local estrecho, con forma de
vagón de tren pigmeo, está, como Isabel Martínez
de, atosigado. No logro traspasar la barrera humana. Hay varios otros
especímenes en la misma situación, pero acostumbrados. Parecen
conformes con amucharse, con ser parte de esa masa nerviosa, que reclama
tarjeta amarilla, ahora que Hierro le entra duro a Riquelme. Por Lavalle,
rumbo a Florida, se juega un partido aparte en un café generoso.
Debe haber doscientas personas alentando al televisor, riéndose
de Raúl, rogando que Figo no se ilumine, amando la pisada de Riquelme.
El festejo del final es conmovedor: llantos, abrazos con desconocidos,
un descontrol emotivo que parte de los pies, acelera en el pecho y estalla
en brazos como aspas. El móvil policial de la esquina parece parapetado
para lucha antiterrorista, pero la indiada se disciplina rumbo al Obelisco,
apurada para llegar a ser parte de la gran multitud. Uno de esos nuevos
móviles policiales que parecen buggies areneros dobla por Florida,contra
los últimos de la peregrinación. El oficial a bordo tiene
una percha con una camiseta de Boca colgada al lado del espejito y agita
una bandera. El mozo de este otro café tiene cara de no haber dormido.
¿Y vos?, pregunto. Yo, flaco, soy gallina,
responde, y tiene barba como de dos días.
REP
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