Por J. M. Pasquini
Durán
En una sociedad desanimada,
abatida por malestares de toda índole, el éxito de Boca
Juniors frente al Real Madrid en un estadio de Tokio provocó estallidos
de alegría que atravesaron los límites convencionales de
la tradicional bandería futbolística. Muchas personas ajenas
a las sensaciones del hincha habitual quedaron atrapadas por el torbellino
de tensiones inesperadas en los días previos al partido y euforias
desbordadas después del resultado. Es casi irresistible la tentación
de encontrar explicaciones simples y contundentes para la generalización
del fenómeno. No faltará, tampoco, quien considere que el
tema mismo es equivalente a celebrar chistes en un velorio.
Es inagotable la cascada de lecturas posibles para justificar la extensión
inusual de estas conductas. Por citar las más obvias: la necesidad
de alguna alegría emergente entre tanta mishiadura, el deseo de
ganar que compense las múltiples pérdidas y decepciones
sin consuelo, la presión sensacionalista de los medios masivos
de difusión, sobre todo los electrónicos, que alientan las
emociones extremas y que usan las pasiones deportivas, en primer lugar
el fútbol, como materia prima de negocios millonarios, la búsqueda
de ídolos que materializan el antiguo sueño del pibe, la
auténtica y legítima afición por este tipo de competencias
que consagran al mejor del mundo [...] Vale repetir que es
interminable la enumeración de causas últimas que podrían
aparecer en las charlas cotidianas.
¿Acaso es mera frivolidad? No hay registros conocidos de idéntica
satisfacción por el éxito de la última huelga general,
a pesar de la formidable adhesión que concitó, ni expresiones
de semejante compromiso pasional por los asuntos que atienden al destino
colectivo, como la reforma previsional o la distribución de las
riquezas que producen todos los argentinos pero que disfrutan tan pocos.
Hubo tres mil connacionales que viajaron desde Buenos Aires y otras ciudades
del mundo para asistir en persona al partido en Japón, donde un
café vale trece (13) dólares, pero ningún argentino
ha sido identificado en las movilizaciones internacionales anticapitalistas
que protestaron en Seattle y ante posteriores conferencias mundiales.
Ocurre que la política, ninguna política, ya arrastra multitudes
en casi ningún lugar del planeta y podría ser una real trivialidad
considerar que el desinterés popular es fruto exclusivo de la banalidad
mayoritaria o el simple resultado de la ignorancia que se satisface con
circo.
O tal vez parezca que la comparación de las dos materias, fútbol
y política, sea exagerada debido a sus diferentes naturalezas,
pero la historia nacional guarda memoria de numerosas oportunidades en
las que ambas funcionaron mezcladas con premeditación y alevosía.
Sin abundar en citas, allí figura el mundial de 1978, otra proeza
deportiva de repercusión popular auspiciada por el más execrable
régimen terrorista en el mismo momento en que miles de compatriotas
eran masacrados sin ley ni piedad. Como ocurrió entonces, y en
otras situaciones parecidas, la opinión general sigue lejos de
llegar a conclusiones definitivas. Lo más probable es que ahora
tampoco sea posible conciliar puntos de vista que le den prioridad a una
de las dos actividades, el deporte o la política, cuyas prácticas
se remontan por igual a los orígenes mismos de la cultura de Occidente.
A lo mejor ni siquiera es pertinente una conclusión de ese tipo.
Sucede que ante situaciones de tamaño entusiasmo por competencias
deportivas o meros entretenimientos mientras las ideas políticas
sufren de indiferencia masiva, algunos pensadores se preguntan si ese
predominio no estará reflejando una mudanza civilizatoria más
que una actitud temporal y pasajera. La ocasión actual importa,
en todo caso, para provocar alguna reflexión adicional que abone
una conclusión que por repetida no deja de ser acuciante: las relaciones
entre la política y el pueblo están más quebradas
que las de otras actividades humanas, aunque éstas sean consideradas
intrascendentes.
Más todavía: han cambiado hasta las formas de acceso a la
información política. No sólo aquí, sino en
el mundo. Una semana antes de las elecciones norteamericanas, cuyo extravagante
desenlace abochorna a la ingeniería electoral de esa democracia
de doscientos años, el corresponsal del diario británico
The Guardian, reproducido por Página/12 (31/10/00),daba cuenta
de otro dato alucinante: El 47 por ciento de los norteamericanos
entre 18 y 29 años obtiene toda su información de los programas
cómicos de la TV y lo mismo ocurre con una cuarta parte del total
de los adultos. Citaba, además, la opinión de un profesor
de periodismo de la Universidad de Columbia, la más prestigiosa
en este oficio: Para mí, los humoristas son los que presentan
las coberturas [de la política] más honestas.
Es sabido que el presidente Fernando de la Rúa no comparte la opinión
del académico, a juzgar por sus reiteradas quejas acerca de las
burlas, así las nombra, sobre sus comportamientos gubernamentales.
Sin embargo, cuando tuvo que explicar a los ciudadanos la crisis político-institucional
derivada de la renuncia del vicepresidente Alvarez, acudió en familia
al emblemático programa de entretenimientos de Susana Giménez,
dando por sentado que ésta era la tribuna adecuada para dotar de
alcance masivo a su palabra y de ¿mayor? credibilidad.
Así las cosas, ¿qué banaliza más la vida social:
la exuberante pasión popular o el oportunismo mediático?
A lo mejor sería útil que los asesores de mayor confianza
presidencial, ante todo los que pretenden rejuvenecer sus métodos
de comunicación, sean instruidos en la lectura de textos clásicos
(y breves, un centenar de páginas en ediciones de bolsillo, dada
su falta de costumbre) que no van a encontrar en los suplementos deportivos
o de espectáculos. El Príncipe de Nicolás Maquiavelo
es uno de los recomendables, porque viene renovando consejos útiles
desde hace cuatro siglos, entre ellos acerca de cómo afianzar la
gobernabilidad sin necesidad de agitar la bandera de Boca para ganarse
el fervor popular. Las amistades sugirió Maquiavelo
que se adquieren a costa de recompensas y no con grandeza y nobleza de
ánimo, se compran, pero no se tienen, y en los momentos de necesidad
no se puede disponer de ellas. También: Concluyo diciendo
que un príncipe debe tener poco temor a las conjuras cuando goza
del favor del pueblo, pero si éste es enemigo suyo y lo odia, debe
temer de cualquier cosa y a todos.
De la Rúa no
se privó
De la Rúa, confeso hincha de Boca, vio el partido en la
Casa de Gobierno y expresó por distintas emisoras radiales
su alegría por el triunfo argentino y por el
trabajo extraordinario desarrollado por los jugadores
en Tokio, Japón. También felicitó al técnico,
Carlos Bianchi, a (Martín) Palermo, por los goles,
a (Juan) Riquelme, que estuvo brillante, y a todos los
que han dado esta enorme alegría a los argentinos.
De la Rúa, entusiasmado, dijo que todos los argentinos
celebremos esto, de cualquier club que sean, porque es un equipo
argentino el que ha ganado aunque subrayó que para
mí, que soy de Boca, (es) una doble felicidad.
El Presidente, quien había llegado a Gobierno a las 6:40,
tomó contacto con el delantero Palermo, autor de las conquistas,
y lo felicitó porque has hecho los dos golazos que
nos dieron el triunfo. Palermo, eufórico y todavía
dentro de la cancha, atinó a decirle cómo le
va, Fernando, tras lo cual De la Rúa le comentó
haber seguido el partido desde el despacho presidencial, donde
está lleno de gente y que todos aquí me
envidian por estar hablando con la figura del encuentro.
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Martín pudo,
Machinea no
Lo que no consiguió José Luis Machinea en once meses
bajando sueldos, aumentando impuestos, recortando gastos a las provincias
y a las partidas sociales, lo logró Martín Palermo
en seis minutos: mejorar el humor de los mercados. El
triunfo en la madrugada y los dos golazos tempraneros no sólo
le dieron color al habitualmente gris recinto de la Bolsa de Comercio,
con operadores enfundados en gorritos y banderas azul y oro, sino
que impulsó a una suba del 4,16 por ciento en la cotización
del Fondo Boca Juniors, del cual el rubio con un mechón más
rubio es uno de sus principales activos. La cuota parte
remontó de 96 a 100 pesos, para alegría de Mauricio
Macri (creador del fondo) y otros tenedores de esos títulos.
Los operadores bosteros demostraron ser mayoría.
Los más recatados se limitaron a lucir algún distintivo
o la corbata con los colores del club de sus simpatías, pero
sin perder la elegancia. Otros, ausentes, festejaron a solas contabilizando
la ganancia por la valorización de sus colocaciones.
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OPINION
Por Juan Forn
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El hecho maldito del
país pelota al pie
Como pasaba con esos anteojos que daban en los cines para ver en
3D, un poco así vemos fútbol casi todos los que vemos
fútbol: lo que hace el club de nuestros amores lo vemos con
esos anteojos; lo que hacen los otros clubes lo vemos plano, soso,
bidimensional. El caso Boca es el paradigma: ni siquiera hace falta
ser de River para ser antibostero. Los psi lo llamarían contrafobia:
si Boca es un sentimiento, despreciar a Boca es otro sentimiento
(y casi una obligación moral para aquellos a quienes les
gusta el buen fútbol). El epítome de este
desdén o desprecio fue el Boca de Lorenzo: uno de los equipos
más mezquinos y mediocres de la historia... pero con
huevo. Como le gusta a la gente de Boca, diría el lugar
común: ¿O no ganamos todo, con el Toto y sus
inyecciones energizantes?.
Ver las cosas así (Boca, el hecho maldito del país
pelota al pie) trae sus problemas. Primer problema: Maradona, obvio.
Pero dejemos a Diego de lado, al menos hoy. Hagamos foco en el segundo
problema.
La verdad es que no sé si este Boca es un equipo inteligente.
Pero parece; se parece muchísimo, aunque cuesta reconocerlo.
Y no digo reconocérselo a un hincha de Boca, sino reconocerlo
uno mismo en soledad, frente al televisor, a las siete y media de
una mañana de martes. Más fácil es seguir viéndolo
sin los anteojos 3D: como ese equipo amarrete, calculador. Decir,
por ejemplo, que por eso puso Bianchi a Basualdo en la cancha, ayer:
sin embargo, cuando Riquelme miraba alrededor como diciendo que
alguien se acerque a jugar alguna cortita, el primero que entendió
fue el viejo Basualdo. Más que Serna, más que Battaglia;
obviamente más que Palermo y Delgado, que estaban para otra
cosa. No digo que Basualdo jugó especialmente bien; digo
que Bianchi entendió, como se entienden esas cosas absolutamente
inexplicables del fútbol, que a Román le sirve Basualdo
como ningún otro mediocampista en el plantel de Boca. Esas
son las cosas que tiene Bianchi: el tipo sabe como nadie arreglarse
con lo que tiene. Más aún: sabe potenciar, con lo
mejor que tiene, el resto: lo que le dejó Bilardo, digamos.
Ejemplo: Palermo. Cómo se mueve, especialmente sin pelota.
Yo lo vi jugar en Estudiantes, ¿me explico? El tipo es otro;
no es que maduró o evolucionó,
simplemente: es como si le hubieran inyectado jugo de neuronas.
Y me animo a predecir que con el Chelo Delgado va a pasar algo inquietantemente
similar (está pasando ya, en realidad).
Eso es lo más mefistofélico de este Boca: que gane
así. No como ganaba el Boca de Lorenzo; ni siquiera como
ganó este mismo Boca la Libertadores. Como diría un
bostero con dos dedos de frente: los dejamos sin argumentos ahora,
¿no? Qué puede contestar uno: ¿que, con tal
de ganar, Boca acepta cualquier cosa, incluso parecer inteligente?
Sólo queda la chicana barata, empecinada, negadora: decirles
que a Riquelme le quedaba de lo más bien la camiseta del
Real Madrid que le dio Figo, con el número diez en la espalda
(ya se va a ir el pibe y a ver a qué juegan, sin Riquelme);
decirles que son campeones gracias a la hermandad colombiana (aunque
el que anuló los goles del Real Madrid no fue el árbitro
compatriota de Serna, Bermúdez y Córdoba, sino los
líneas, uno chino y otro nipón). O la pura sicopateada:
ya que De la Rúa es de Boca, ¿por qué no hace
como Macri y lo llama a Bianchi, para que al menos le arme el equipo?
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OPINION
Por Juan Sasturain
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El país sin nombre
En el fútbol es habitual un mecanismo de autodenominación
que consiste, groseramente, en asumir el insulto del otro como orgullosa
forma de identidad. Es sabido: los canallas de Central
son tales, como los leprosos de Newells lo son,
orgullosamente, a partir de que aceptaron la denominación
pretendidamente despectiva de sus adversarios... Ni hablar de cuervos
y quemeros, triperos y pincharratas,
consabidos gallinas y bosteros... Y ese
mecanismo lo inventó Evita, que sabía devolver. Ella
recogió el insólito descamisados que usó
un cronista de La Prensa el 18 de octubre del 45, convirtió
en camiseta la camisa que les habían sacado... Es rarísimo
el mecanismo. Sin embargo, en este país de locos, es habitual.
Se necesita un Otro para ser Uno. Con el número dos no sólo
nace la pena, como diría Marechal sino que se
nace a secas, se es alguien. Ser nombrado, bautizarse solo o con
ayuda, es la obsesión de un país de condición
fantasmal. De ahí el preguntar tanto al FMI o a cualquier
turista cómo nos ve; de ahí los gritos en común
de ayer, la calle saturada de aparentes iguales, el Presidente contento
de tener un lugar común donde pararse un rato con gente al
lado sin que le echen flit. Todo este delirio, este exceso saludablemente
enfermo es territorio privado de la pasión, claro que sí.
Pero hay algo más: la conciencia larvada de una carencia.
Aunque pesado y duro de sobrellevar, este denso país sin
paradojas carece de sustancia. Literalmente, no tiene nombre.
Tiene atributos. Porque a diferencia de Francia, Bolivia, Chile,
Noruega, Rusia o el Congo no es una nación sustantiva sino
como la Dominicana, por ejemplo apenas una aleatoria
república adjetiva. Alguna vez habrá que reparar en
ese detalle que nos funda y refunde desde el origen, esa condición
que se cifra en el nombre como diría Borges:
ponerle República Argentina a estos parajes mal
poblados (porque no vinieron con el nombre ni nada puesto, hubo
que inventarle uno) fue mucho más una formulación
de deseos que una denominación simple y llana. Un equívoco
solo comparable con el de atreverse a vender esto de salida como
Buenos Aires: nombrar el vacío, la posibilidad
pura de algo que debe o puede ser llenado con algo. No son nombres,
son consignas para atraer turistas.
Porque es exactamente así. Ya la marca enfática de
República es tramposa: durante muy pocos momentos de nuestra
tropezona historia hemos funcionado como república cabal.
Y de Argentina casi da vergüenza propia hacerse
cargo: es un latinajo que cualquiera sabe significa
de plata. En fin: un doble equívoco, una alevosa
doble mentira nos acompaña desde la fundación de la
nacionalidad. La conciencia secreta de no ser ni república
ni mucho menos argentina tiene que habernos afectado en algo: agrandados
pero conscientes de nuestra chanterío, soberbios patrioteros
pero casi cínicos respecto de las virtudes patrióticas,
no creemos demasiado en el buen gusto de Belgrano para elegir colores,
desconfiamos del sentido de la letra de un himno incomprensible
y Constitución es una estación terminal en estado
ídem. Es bastante deprimente percibirlo, pero ser sustantivos
no nos haría necesariamente mejores sino más engrupidos
aún.
Sin ponerse a teorizar sobre identidades y destinos nacionales,
es evidente que la condición adjetiva nos obliga a rellenar
constantemente ese vacío con cualquier cosa. Una es el relleno
parcial intensivo, tipo remiendo de calles, que son las políticamente
denominadas patrias, que tienen su origen en la época
de la confrontación dentro del peronismo de los
que pedían/querían la patria socialista
y los que les contestaban con la patria peronista. La
apropiación sectorial de un (supuesto) destino colectivo
es el mecanismo habitual de estos gestos. De ahí derivan
denominaciones tan cargadas de peyorativo sectarismo como la patria
sindical o la patria menemista o la irónica
patria deportiva que nos convocó ayer. Los adjetivos,
siempre.
El otro mecanismo, más cercano a las consignas solidarizantes
compulsivas de estos tiempos impiadosos de podrido mercado es el
todossomos.... Podemos o deberíamos
ser Cabezas por un día o unos meses, inundados o combatientes
en Malvinas de ocasión, maestros por unas décadas,
judíos mientras dure el ruido de una explosión o sidosos
toda la vida. También (todos) fuimos derechos y humanos cuando
no lo éramos sino en el adhesivo. Es que son adhesivos siempre,
siempre etiquetas compulsivas, mentiritas. Y sin embargo las calles
están todo el tiempo llenas de los que son saltando y se
definen por los que no saltan.
Miles y miles de personas fueron o parecieron felices ayer: la patria
bostera es un colectivo que más quisiera Moyano y el
sentimiento de somos todos Palermo lo asumen De la Rúa
y Cafiero. Sólo Menem maestro, cómo se le escapó
esta vez, no puede traficar sentimientos...
Este país es una larga oración cargada de adjetivos
con sujeto tácito. Ayer se agregó una frase más,
el discurso de un loco del que sólo se perciben el sonido
y la furia.
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