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EL OBELISCO, TERRITORIO DEL FESTEJO
“Loco, somo la mitamasuno”

Cuando estalló el triunfo, varios miles llegaron al Obelisco. Deshilachados tres hora
después, fue el turno de los duros.

Terminado el partido, los boquenses dieron rienda suelta a su alegría.
El Obelisco y sus alrededores fueron el centro de los festejos.

Por Horacio Cecchi

A las 9.02 de la mañana, la tensión se desinfló de golpe. En relación inversa y proporcional, el Obelisco y sus alrededores se transformaron en un globo que amagaba con estallar. Boquita ya era campeón del mundo y en la 9 de Julio y Corrientes sólo quedaba espacio para el festejo. “Seis mil personas”, especuló un comisario que después resultó del otro bando, o sea, fana riverplatense. “Loco, somo la mitamasuno”, aseguró un chico desatado desde cualquier punto de vista que se lo describiera. Tres horas después, de la fervorosa multitud azul y amarilla sólo quedaba un grupo, no más de 150 fanas según el mismo comisario. La mitamasuno según el chico desatado, aunque a esa hora, pasado el mediodía, era visible que era una mitad de un total bastante reducido. Fuera la cantidad que fuera, el festejo de los xeneizes remanentes se las compuso para detener el microcentro, a puro redoblante, arrasar a su paso por Florida, tomar por asalto la Plaza de Mayo, colarse en una manifestación del Inta frente a Economía y seguir camino hasta la Boca, donde culminó el festejo.
“¿No ves que se quedan por las cámaras?”, acusó otro comisario, de civil, y recibiendo y dando órdenes vía handy. “Si no ya se hubieran ido”. A la una del mediodía, Corrientes estaba cerrada al paso, apenas cruzando la 9 de Julio. Los 150 y pico bailaban revoleando camiseta al estilo La Sole, agitando paraguas, mujeres, chicos, jóvenes, adultos. A esa hora, el ambiente del microcentro era extraño. No tanto por el festejo del 2 a 1, sino por el perfil de los remanentes. Mucha birra y una pretensión de desenfreno que intentaba extender la alegría, aunque más no fuera, por un par de horas antes de regresar a la rutina. A media cuadra de Suipacha, cuatro oficinistas con camiseta de Boca, festejaban tímidamente pero a distancia prudencial. Alrededor, todos los comercios tenían sus persianas bajas, y cada puerta tenía su propia custodia privada, incluyendo las del subte.
“Estoy desde las siete de la mañana. Lo vi en una pantalla en un bar”, dijo Adriano Deriso, aunque lo dijo en silencio porque era un fana boquense de la Asociación de Sordomudos de Lomas de Zamora. Deriso mostraba eufórico su carnet al cronista, no el carnet de Boca sino el de la Asociación, en el mismo momento en que la columna decidía dar la vuelta olímpica: interrumpieron la 9 de Julio y dieron la vuelta al Obelisco. “Llevame, llevame”, le exigían cuatro fanas al conductor trajeado de un Peugeot 505, que no atinaba a responder, mientras los muchachos se trepaban a la fuerza sobre el baúl y el techo del auto. Otros eligieron el interno 60 de la línea 142, que quedó varado en su intento por cruzar la 9 de Julio. Las tres mujeres del pasaje, preventivamente, decidieron pararse junto al conductor y alejadas de la ventanilla.
“Lo vimos en Lanús y nos vinimos a festejar al centro”, explicó Eduardo, mientras ayudaba a bailar sobre el asfalto a Agustín, de 7 meses y camiseta a tono del festejo. “¡A dos pesos!” gritaba Harry, de Villa Luro, ofreciendo gorritos y no pudiendo evitar su desazón: había vendido sólo cuatro en toda la mañana. El Liebre, torso desnudo y ostentando tatuaje en el hombro, mangueaba monedas a los conductores que quedaban atrapados en el nudo. “¿A qué viniste, a pedir o a festejar?”, preguntó el cronista. “Vine al festejo y de paso mangueo”, aclaró rápidamente.
Al rato, la columna arrancó súbitamente por Corrientes y se internó por la peatonal Florida. Fue el momento más crítico: por un lado, los escasos 150 y pico corrían el riesgo de desaparecer entre tanto peatón atildado. Por el otro, los oficinistas daban paso, aplastaban sus espaldas contra la pared, congelando una sonrisa complaciente y estratégica. “Dale Booo”, pasó gritando un ejecutivo de maletín y logró que nadie reparara en él. Una chica, en Corrientes y Florida, gritaba a un policía: “¡Me robaron!”. La columna avanzó por la peatonal dejando un tendal de carteras abiertas y a un vendedor en silla de ruedas que trataba de cubrir con su cuerpo la mesita desvalijada de pulseritas y cadenitas baratas pero brillantes comoel oro. Unas morocha agitaba sus brazos desatando ovaciones de los fanas, muy bella y ofrecida desde un prudencial quinto piso.
Los xeneizes pasaron frente a la puerta del Wendy’s de Florida, con las persianas bajas pero no por previsión sino por cierre y poco ánimo para el festejo. Llegaron a la Plaza de Mayo, gritaron trepados a la estatua ecuestre frente a la Casa Rosada, se mezclaron brevemente a la protesta de los empleados del Inta, frente a Economía y continuaron por Paseo Colón hacia la Boca. Los rodeaba una columna de policías que ayer no se distinguieron por el color de sus uniformes sino por ser los únicos que no saltaban, según se encargaba de destacar el clásico cántico canchero.
Después, la mitad mas uno siguió el festejo en territorio propio y conocido, en las calles auriazules de la Boca.

 


 

Yo también vivía en la Boca

Por Sandra Russo

A esa calle no la conoce nadie. Lo sé perfectamente, porque aunque hace nueve años que dejé de vivir en la Boca, hasta hace apenas un mes en mi DNI conservaba ese domicilio, y cada vez que algún trámite me obligaba a abrirlo, los sucesivos empleados públicos o administrativos que fijaban la vista en esa dirección me miraban desconcertados:
–¿Práctico qué?
–Práctico Póliza. Es en la Boca.
La cortada de apenas una cuadra nace en Olavarría. De un lado, con sólo cruzar la vía por la que pasan muy de vez en cuando trenes de carga, se baja a Caminito. Del otro, con sólo atravesar un terreno baldío, se sale a la Bombonera.
Con el Gallego vivimos ahí dos años, desde que nos casamos hasta el octavo mes de embarazo, cuando una placenta previa nos obligó a salir de apuro y de madrugada hacia el hospital. Después del nacimiento de María nos mudamos, así que al primer piso con terraza de Práctico Póliza no volví más. Es decir, volver, volví, pero no entré. Volví muchas veces con María, para mostrarle el barrio en el que fue engendrada, los colores de los conventillos por la tarde, las señoras que salen con el changuito a hacer las compras en los mercados de Olavarría, la mercería en la que había comprado el hilo rosa con el que le tejí la única batita a la que se animaron mis manos de madre primeriza, las casas de chapa roja y amarilla que ella conocía por las fotos que había hecho su papá.
Me gustaba vivir en Práctico Póliza los días de partido. Había un run run en el aire, un cosquilleo en el barrio, compras de apuro en la fiambrería, un surtirse nervioso de Coca y de cerveza, atención rápida y solvente en el kiosco. Todos sabíamos que había que aprovechar el mediodía y guardarse, guardarse bien en las casas, hasta entrada la tarde. Esos días de partido los de adentro del barrio éramos más locales todavía que los pesados que se atrincheraban del otro lado del terreno baldío. Eramos los moradores del santuario, y esa seguridad de estar en cancha propia nos permitía, incluso, dejar el auto estacionado en la vereda. Con los de adentro nadie se metía.
Me gustaba pasear por esas calles inexplicablemente llenas de zapatillerías. Me gustaba ir al video club en el que hacíamos cola con Osvaldo Soriano. Me gustaba comprar lentejas sueltas por kilo. Me gustaba un perro que se llamaba Poquito y que andaba siempre merodeando la puerta de la rotisería en la que daban vueltas los pollos al spiedo que no encontraban dueño. Me gustó hasta el éxtasis un fin de año en la terraza de Práctico Póliza, con los barcos lanzando sus bengalas, con las cañitas voladoras alumbrando el Riachuelo, y con la alegría descontrolada en los conventillos, en los que en lugar de Jingle Bells se escuchaba Dale Boca. Cuando venían visitas un poco arremilgadas, hacían referencia al célebre olor a bosta que nunca olí. Sí retengo cierto escozor cuando se anuncian sudestadas.
El otro día, me llamó la atención una frase del marchand Gutiérrez Zaldívar hablando de la obra de Quinquela: decía que el pintor nunca pintó la Boca como era, sino como la imaginaba, perfectible, que pintó colores contrastantes cuando lo que veía eran solamente chapas despintadas, y que a partir de su obra la Boca empezó a parecerse a esa visión de sí que había tenido un visionario. Algo así no pasa en cualquier lado. Pero algo así puede pasar en ese barrio en el que ni la pobreza ni los pobres andan sueltos. Les han sacado casi todo, pero no sus ritos, no sus colores, no su canción de guerra ni su orgullo. La Boca aguanta.

 

OPINION
Por Alan Pauls

Un mundo simple

Soy de Boca, y aunque hace años que miro el fútbol desde lejos, como un inválido el césped donde alguna vez brillaron sus piernas, ayer me di el gusto de martirizar a unos pocos conocidos riverplatenses con las dos o tres fórmulas de sarcasmo anal que nos suministra la tradición argentina del triunfo. Sorpresa: hacía tiempo que el sadismo no resultaba tan ineficaz. En vez de retrucar, protestar, contraagredir o exhumar del archivo viejos vejámenes inversos, mis víctimas parecían estar... satisfechas. Boca era campeón intercontinental y los hinchas de River lucían serenos, maduros, en paz: no parecían los damnificados de la epopeya sino –oh inquietud– sus inesperados beneficiarios. Llegué a oír por radio a un locutor de pública fe gallina confesando cierto fastidio, pero no por el resultado de Tokio sino porque una turba de oyentes de Boca, a los que él había felicitado al aire (sic), seguían llamándolo por teléfono para gozarlo.
¿Cómo explicar la conversión, esa desconcertante ecuanimidad? La respuesta puede ser simple: si el resultado de Tokio exalta a los boquenses y no humilla a los riverplatenses, entonces lo que importa aquí no es el resultado; es algo más profundo y a la vez más pavo: la simplicidad absoluta de la lógica deportiva. Ganar–Perder, Ellos-Nosotros, Entró–No Entró: ¿hay algo más satisfactorio, en medio de la matizada catástrofe general, que esa clara y drástica vocación binaria que emparienta al deporte con el interruptor de la luz o las preguntas de la PC? No importa tanto quién gane; importa confiar y entregarse y reproducir una lógica que puede no darnos el gusto pero jamás nos traicionará, porque sus términos son tan obvios y transparentes que ninguno de los Grandes Males argentinos puede afectarla. Se pierde o se gana, somos (son) campeones o no, se la dimos o nos la dieron: no hay negociación, no hay transacciones discrecionales, no hay secreto, no hay bambalinas, no hay macro ni micro, no hay tonos múltiples, no hay doble discurso, no hay hipocresía, no hay promesas violadas, no hay incertidumbre, no hay reversibilidad. Es la extraña, tranquilizadora “pureza” que el deporte puede jactarse de enarbolar en una sociedad cada vez más “impura”, más homogénea, más volátil, que celebra los matices al mismo tiempo que impone desigualdades insoportables. Ganó Boca. ¿Qué puede importar que sean ellos y no nosotros –podrá haber pensado ayer un hincha de River–, si ese resultado, por desfavorable que nos sea, nos reconcilia al fin y al cabo con ese paraíso remoto donde sólo hay sí y no, blanco y negro, adentro y afuera, nosotros y ellos?

 

 

KIOSCO12

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