Por Diego Fischerman
De joven maravilla en el grupo
del baterista Art Blakey (The Jazz Messengers) y en el cuarteto de Herbie
Hancock (con Ron Carter y Tony Williams), a dueño y señor
en Norteamérica de la música más norteamericana del
mundo, Wynton Marsalis ha recorrido un largo camino. Y es, en muchos sentidos,
un camino inverso al esperable. Por un lado porque el fenomenal virtuosismo
que lo hizo célebre cuando aún no había cumplido
los 20 años fue quedando relegado en función de su perfil
de compositor/arreglador/director. Por otra parte, porque la protección
con la que se vio rodeado en los comienzos, cuando nadie se atrevía
a discutir su talento, fue trocando en una popularidad cada vez mayor
fuera del mundo del jazz y críticas cada vez más feroces
entre los propios músicos del género. Que Keith Jarrett,
por ejemplo, utilice la figura de Marsalis para simbolizar aquello que
el jazz no debería ser jamás, no es un buen antecedente.
Y, sin embargo, Marsalis, acusado de conservador, frío, superficial
y retardatario, es, por otros motivos, uno de los músicos más
interesantes en la escena del jazz actual.
Entre los muchos (¿demasiados?) proyectos del director de la Orquesta
de Jazz del Lincoln Center con la que hoy actuará por segunda
noche consecutiva en Buenos Aires está la serie de ediciones
discográficas bautizada Swinging Into the 21st. Volúmenes
dedicados a obras para ballet, homenajes a Ellington (inevitables tanto
por el centenario de su nacimiento como por la genealogía ellingtoniana
con la que Marsalis se autodefine), alguna relectura del blues, marcan
un recorrido irregular en el que, de todas maneras, la calidad de factura
es siempre óptima. Pero es en el volumen 8, que acaba de llegar
a Buenos Aires, donde puede encontrarse aquello que hace más atractiva
la música de Marsalis. En Marciac Suite, el trompetista vuelve
a tocar la trompeta. Toca maravillosamente. Y además regresa al
formato de su septeto que es, a todas luces, el que mejor le sienta. Este
grupo que incluye, además de trompeta, trombón, dos saxos
(uno de ellos ocasionalmente reemplazado por clarinete bajo), piano, contrabajo
y batería, le permite tanto jugar a la gran orquesta, a las sonoridades
masivas y también a las texturas contrapuntísticas, como
al pequeño grupo de improvisación.
Los integrantes del septeto son, en la mayoría de los casos, viejos
colaboradores: el trombonista Wycliffe Gordon, los saxofonistas Wessell
Anderson y Victor Goines, el baterista Herlin Riley. El muy buen contrabajista
Rodney Whitaker y varios pianistas alternándose en los distintos
temas del álbum completan el equipo. El sonido del septeto es impactante:
sólido, potente y, al mismo tiempo, lleno de liviandad y fluidez.
Entre los pianistas aparece, en The Big Top y en Guy
Lafitte, el excelente Cyrus Chestnut, habitual colaborador del saxofonista
James Carter, y aunque Eric Lewis, Nathaniel Roberts y Farid Barron cumplen
con creces la función de sostén armónico del grupo,
la diferencia es evidente. Chestnut, además de un acompañante
seguro e imaginativo, es un muy buen solista, siempre capaz de sorprender
con alguna subdivisión rítmica o un giro inesperado en sus
improvisaciones. Pero, más allá del empuje del grupo, de
la calidad de los arreglos y de una grabación que les hace justicia,
lo más importante en este CD editado por Sony es que Marsalis pone
en evidencia, tal vez con mayor claridad que en producciones anteriores
(salvo Blue Interlude), que sus innovaciones no pasan por la evidencia
del timbre ni por la disolución del pie rítmico. La reivindicación
de la tradición, en todo caso, se limita precisamente a conservar
un pie rítmico constante pero, en cambio, pocos músicos
de jazz han hecho tanto como Marsalis para superar la trampa de las formas
cerradas (tema-solos-tema).
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