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�Preso sin nombre� y �La tortura�
Por Susana Viau

El 12 de junio de 1957 el periodista Henri Alleg, director del periódico Alger Républicain y miembro del Partido Comunista, fue secuestrado por la 10ª División de Paracaidistas, trasladado al campo de concentración de El Biar. Dos meses después, Alleg fue “blanqueado” y detenido legalmente en la prisión civil de Argel. En marzo de 1958, su testimonio, bajo el título de La Question –que en Buenos Aires se tradujo al poco tiempo como La Tortura–, se publicó en las ediciones de Minuit. Relataba “sin comentarios infantiles y con una admirable precisión”, señaló Jean-Paul Sartre en el prólogo, su tortura, por agua, por fuego, por corriente eléctrica, por golpes. Nada diferente de lo que les había ocurrido a sus camaradas de sufrimiento a manos de la O.A.S.: Milly, empleado del hospital psiquiátrico de El Biar, Mohamed Sefta “adel de la Mahakma de Argel (la Justicia musulmana)”, Bualem Bahmed, comerciante de la Casbah, y a las mujeres, sometidas al mismo “tratamiento” que los hombres aunque con el agregado de la violación.
Alleg, un intelectual europeo, contó de los recién llegados a El Biar, “los nuevos”, a quienes los otros prisioneros preguntaban: “¿Detenido desde hace mucho? ¿Torturado? “¿Paras” o policías?” “Mi caso –insistió siempre Alleg–, aunque parece excepcional por la resonancia que tuvo, no es en absoluto único.” En efecto, su caso no era único. Por eso Alleg optó por hablar poco de sí mismo y mucho de los tormentos, de los que le infligieron, de los que vio infligir y de los que oyó padecer. Lo hizo sin patetismo, sin autocompasión, puesto que el protagonista no era él sino esa “institución clandestina” empleada contra el “adversario secreto”, contra el resistente, contra un hombre como él, igual a los cientos de tipos de tez morena del FLN, envueltos en otras ropas, penetrados por otra cultura, movidos por otras ideas. Allí, en La tortura, muchos leyeron por primera vez la palabra “desaparecidos”, usada para designar el mismo fenómeno que los argentinos comenzarían a conocer con masividad a partir de 1976.
El domingo 12, una contratapa firmada por Martín Granovsky celebró la aparición de la edición argentina de Preso sin nombre, celda sin número. En ese volumen, Jacobo Timerman relató la experiencia de su secuestro, ocurrido veinte años después del de Alleg, en abril de 1977, por orden de Guillermo Suárez Mason y Ramón Camps. Timerman no era un militante de izquierdas como Alleg. Al contrario, era un periodista de derecha, dotado de una exasperante tendencia a alentar la solución militar. Lo había hecho en 1966 y lo hizo también con el golpe que lo devoraría, una década más tarde. Y siempre, siempre con el argumento de fortalecer al sector “moderado” de la reacción.
El suyo era respaldo activo; no sólo se ofreció como embajador y garante de la corrección de los métodos del gobierno militar ante los organismos de derechos humanos de Washington; el 24 de marzo de 1977, apenas un mes antes de su detención, en la revista semanal que publicaba su diario, tituló: “Un año de paz”. La ilustración era grotesca: la paloma de Picasso. A esas alturas ni el más estúpido de los periodistas ignoraba que la paz que se olía era la paz de los cementerios clandestinos y la paloma había sido degollada. Pero de todo esto, en Preso sin nombre, Jacobo Timerman no escribió una letra. Se entiende: cómo asumirlo y al mismo tiempo recordar sin levantar sospechas a “los familiares llegando a La Opinión y esa convicción absurda de que era posible recuperar un ser humano”. Peor aún: Preso sin nombre... sustentó para la eternidad la existencia de una línea “moderada” en las Fuerzas Armadas, liderada por esos a quienes todavía llamaba con respeto “el presidente Jorge Rafael Videla y el general Roberto Viola”. Ellos, sus valedores internos –dijo Timerman allí– y la presión de los centros internacionales, le habían salvado la vida. Los que no tuvieron la misma fortuna, la inmensa mayoría, fueron resultado de la preeminencia de los “duros” sobre los “tibios”, de la sinrazón sobre la razón, de los energúmenos sobre los caballeros. Los”moderados de la Revolución militar”, según su conclusión, habían cometido un trágico error. No vale la pena insistir en ese texto. No vale la pena sorprenderse de que sus compañeros de infortunio pasen como fantasmas por el libro, que no tengan rostro, ni señas y ni siquiera nombre. No vale la pena indignarse frente a la presuntuosa, indemostrable, intolerable afirmación de que “les salvé la vida a algunos”.
Granovsky, uno de los oradores del acto donde se presentó la edición argentina de Preso sin nombre, contó en una contratapa que trató de concentrarse “en hablar sin llorar” al evocar a quien “descubrió la mirilla abierta, apoyó la cabeza en el metal frío de la celda y pudo dialogar sin palabras con el ojo de otro cautivo”. El afecto, así como la índole de las cosas por las que se llora, tienen resonancias particulares, privadas, a menudo indescifrables. Las emociones no se discuten, las admiraciones tampoco. Cada uno tiene su santoral. En cambio, la aseveración de que se trata de “una de las mejores radiografías de la dictadura”, de “uno de los libros que mejor denunciaron los crímenes de la dictadura”, concierne a todos. Habrá que puntualizar entonces que, para muchos, Preso sin nombre es un espejo deformante, reproductor de una imagen en la que es imposible y peligroso reconocerse.
Quizás el gran testimonio de aquellos años aún no haya sido escrito. Ahora bien, si ese libro encuentra autor sin duda se parecerá al de Alleg, que también habla de mirillas, mirillas cerradas por guardianes que no pueden impedir que mientras tres condenados caminan hacia el cadalso, de la cárcel de mujeres suba el himno: “Te doy mi vida/ Te doy todo cuanto amo/ Oh, mi país...Oh, mi país”. Y si no llega nunca, sólo será una lástima, una pena. Nada más. Porque la ausencia de un libro no es la ausencia de relato. Y el relato ha sido construido. En él no hay oficiales moderados, ni dos demonios, ni imaginarios guerrilleros yogas o salvadores vanidosos. Es una historia de hombres, semejante a la de otras hermosas batallas perdidas. Respecto de ese relato, Preso sin nombre no es sino un dato sin relevancia, un fenómeno marginal.


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