Por Victoria Ginzberg
El ex dictador Emilio Eduardo
Massera viola habitualmente su arresto domiciliario. La rutina del Almirante
Cero, mudado desde hace un mes a su quinta de El Talar de Pacheco, incluye
una caminata matinal. Pero al señor no le alcanza para su paseo
con los nueve mil metros arbolados que tiene su terreno y transita por
las calles cercanas a la quinta, atribución que no está
contemplada dentro de sus beneficios. La salidas de Massera fueron denunciadas
por la agrupación HIJOS. Ante esta situación, el dictador
procesado por su responsabilidad en el robo de los hijos de desaparecidos,
volvería hoy a una verdadera cárcel.
Massera debió dejar ayer la cómoda quinta con pileta, dos
canchas de tenis y un amplio parque y fue trasladado a su departamento
de Palermo Chico. De allí será mudado al Batallón
Buenos Aires de Gendarmería, donde pasa sus días el ex titular
del PAMI, Víctor Alderete. La jueza María Servini de Cubría
dispuso su mudanza al departamento de Libertador y San Martín de
Tours. El ex marino sería convocado hoy al tribunal y todo indica
que, con acuerdo del juez que reemplaza a Adolfo Bagnasco Claudio
Bonadío, sería directamente llevado tras las rejas.
Los primeros en enterarse de las salidas del Almirante Cero fueron los
miembros de HIJOS (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido
y el Silencio). Al saber que la Justicia había autorizado al dictador
a volver a su quinta de Pacheco, donde había estado por un tiempo
en septiembre del año pasado, iniciaron una guardia y sorprendieron
al genocida, que sin siquiera mirar a los costados, salía de su
amplia guarida, habitualmente, entre las seis y las siete de la mañana.
Nosotros no queremos ningún acto simbólico, ni medidas
tibias. Porque no es justo, porque es inmoral que los asesinos estén
probados pero sueltos. Nosotros exigimos cárcel perpetua y efectiva
para todos y cada uno de los genocidas y sus cómplices, expresó
la agrupación en un comunicado.
La prisión domiciliaria es un beneficio y si se violan las
condiciones se pierde el beneficio, reconoció a este diario
un alto funcionario del juzgado de Servini de Cubría. De cualquier
manera, antes de tomar la decisión, la magistrada escuchará
hoy al periodista de la revista Veintitrés Martín Sivak,
a un fotógrafo del mismo medio y a un remisero. Los tres vieron
ayer a Massera fuera de los límites permitidos por la Justicia
a la hora señalada por HIJOS. El reportero gráfico alcanzó
a retratar al represor que, sin reparar en lo cínico de su frase
le dijo al periodista: No sabe el daño que me está
haciendo. Las fotos fueron exhibidas anoche en el programa Día
D.
Durante el Juicio a las Juntas, Massera fue condenado a prisión
perpetua e inhabilitación absoluta. Se lo consideró culpable
de tres homicidios agravados por alevosía, 69 privaciones ilegales
de la libertad, 12 tormentos y siete robos. Ocho años después
de ser indultado por el ex presidente Carlos Menem, el dictador fue arrestado
por su responsabilidad en las apropiaciones de los menores nacidos en
la maternidad clandestina que funcionó en la Escuela de Mecánica
de la Armada y los que fueron secuestrados con sus padres, llevados a
ese centro y luego entregados a los amigos del Almirante Cero.
El 24 de noviembre de 1998, cuando fue detenido, la jueza Servini de Cubría
ordenó que Massera fuera recluido en el destacamento de Gendarmería
Nacional en Campo de Mayo. Pocos días después, fue trasladado
al Hospital Naval porque habría sufrido una arritmia cardíaca.
Finalmente, Servini y Bagnasco le concedieron la prisión domiciliaria.
A los investigadores del caso no les pasa desapercibido que, si se trata
de violación del arresto, el ex marino es reincidente. El 1º
de julio de 1989 cuando debía estar cumpliendo la condena a prisión
perpetua el exdictador fue sorprendido por un fotógrafo mientras
se subía a un auto en una transitada avenida porteña.
Ya es bastante irrisorio e indignante que se les conceda a estos
personajes la prisión domiciliaria por razones de salud o de edad,
cuando las cárceles argentinas están pobladas de personas
con enfermedades terminales o crónicas que no tienen siquiera el
beneficio de una asistencia médica adecuada. Evidentemente no somos
todos iguales ante la ley, algunos gozan de impunidad, declararon
los HIJOS. Uno de sus miembros recordó que, cuando el dirigente
Raúl Castells fue trasladado a su domicilio, debía portar
una collar electrónico que detectaba si se alejaba del radio en
el que la Justicia le permitía moverse.
Massera tenía una prescripción médica que decía
que tenía que estar en la quinta, y eso consta en un certificado
que se presentó hace bastante, indicó el defensor
del represor, Miguel Angel Arce Aggeo. Pero el abogado no explicó
si fue la sensación de impunidad o la omnipotencia lo que provocó
que al dictador no le alcanzaran los nueve mil metros arbolados para caminar.
Massera, que se acuesta habitualmente alrededor de las diez de la noche
y se levanta a las tres o cinco de la mañana (para escuchar la
lectura de las tapas de los diarios por Crónica TV), justifica
sus salidas con su enfermedad. A esas mismas dolencias apela para disfrutar
de la quinta de Figueroa Alcorta 680.
Los HIJOS también denunciaron que el represor recibe visitas de
miembros de las Fuerzas Armadas y que no tiene custodia policial. Un funcionario
judicial explicó que la ley prevé expresamente que
la supervisión de la detención está a cargo del patronato
de liberados o de otro organismo similar. Por eso Massera tiene
una entrevista cada dos semanas con un funcionario del patronato. Las
custodia que cualquiera puede ver sobre Cabildo al 600, frente a la casa
de Jorge Rafael Videla es, en realidad, para proteger la tranquilidad
del militar de los posibles escraches u otras manifestaciones
de repudio.
Botín de guerra
La quinta de 9 mil metros arbolados, pileta y canchas de tenis
donde Massera disfrutaba de arresto domiciliario tiene un pasado
oscuro. Fue adquirida en plena dictadura en 1977 a través
de los mismos intermediarios, testaferros y escribanos que el represor
usó para quedarse con otras propiedades de empresarios que
fueron secuestrados y asesinados en la Escuela de Mecánica
de la Armada.
Un testaferro del marino, Roberto Castellanos, fue quien la compró
en nombre de una sociedad que estaba por formarse, Luz del Sur S.A.
La identidad de quienes la vendieron no es clara: se trata de una
sociedad en comandita llamada APADI que no tiene expediente en los
registros oficiales. Se supone que APADI estaba integrada por tres
personas, pero dos de ellas niegan haber pertenecido a la sociedad
e incluso dicen no conocerse entre sí.
La quinta está ubicada en Talar de Pacheco, en el partido
de Tigre. Un muro de ladrillo bordea sus sesenta metros de frente.
La escritura en la que quedó asentada su transferencia fue
firmada por Roberto de la Lastra, pareja de la cuñada de
Massera y Fernando Mitjans, quien participó en todas las
dudosas compras con las que el dictador engrosó su fortuna.
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Consecuente para delinquir
Las sospechas sobre las escasas medidas de seguridad que siempre
protegieron al ex almirante quedaron en evidencia en
julio de 1989. En ese momento estaba recluido en el penal militar
de Magdalena junto con los otros ex comandantes condenados por cientos
de asesinatos y torturas. Sin embargo, un fotógrafo del entonces
diario Sur (ver foto) lo sorprendió en pleno centro porteño
sin ningún tipo de custodia. Cuando ya llevaba casi dos años
disfrutando de los beneficios del indulto, Massera visitó
su ex cárcel para organizarle un asado de camaradería
a Mohamed Alí Seineldín y al resto de los cabecillas
carapintadas. Su incursión provocó el relevo y encarcelmaiento
del entonces director del penal Carlos Gumbau por el relajamiento
en los controles.
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OPINION
Por Miguel Bonasso
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El serial killer de
la sonrisa gardeliana
Es la cara más argentina, porteña si se quiere, del
terrorismo de Estado. Una sonrisa gardeliana refulgiendo en los
abismos de la ESMA, donde tuvo su nombre de guerra como cualquier
operativo: Negro, Coara, Cero. Ganado laboriosamente en las madrugadas
donde salía a operar con el GT 33/2 o se animaba a empuñar
la picana en el Sótano del Casino de Oficiales para dar el
ejemplo; para marcar la ley de la omertà marina que regiría
durante muchos años. (Que, en rigor, sigue rigiendo.) Un
susurro canchero en la tiniebla: Acá todos ponen los
dedos, querido. Acá todos se comprometen, así nadie
habla.
Emilio Eduardo Massera, el hombre que estableció esa ley
tenebrosa y la selló con la recompensa sucia del botín
de guerra, fue mucho más que un comandante en jefe de la
armada, mucho más que un golpista, mucho más que un
dictador: sintetiza el extremo negro de nuestra cultura, la parte
más perversa de nuestra sociedad y por eso subió hasta
la cima del poder y hasta se propuso (con no pocas adhesiones) pasar
de ser un dictador militar para metamorfosearse en presidente elegido,
con aires incluso de socialdemócrata. Un sueño que
jamás acarició el único otro almirante del
siglo veinte que se atrevió a disputar el poder con el Ejército:
Isaac Francisco Rojas. Que también fue mucho más que
el segundo del general Pedro Eugenio Aramburu durante la autodenominada
Revolución Libertadora.
Menos frontal, menos ostensiblemente antiperonista que Rojas, el
Negro acarició un sueño de mutante: debía sucederse
a sí mismo a lomos de los que había derribado (los
peronistas derechistas que acompañaron a Isabel) y aun de
los que había asesinado o sometido a esclavitud (los peronistas
de izquierda).
Ese destino de mutante parecía predeterminado desde la cuna
marina: él perteneció a la primera promoción
de estudiantes de la Escuela Naval que se recibieron de acuerdo
a los nuevos planes de estudio que estableció el peronismo
inaugural del 45. Integró la primera camada de luteranos
(así se los llamaba en alusión a la reforma de los
planes de estudio), que luego se iría escalonando cada cuatro
promociones. (El Tigre Jorge Eduardo Acosta, por cierto,
pertenecía a una selecta camada luterana y eso,
junto con el espanto, unía al jefe del campo de concentración
con el comandante en jefe de la omertà).
Sin embargo, ese destino de mutante no aparecía aún
con claridad cuando Juan Perón fue derrocado por el golpe
de Estado de 1955. Entonces el joven Massera se alineó en
las filas del antiperonismo más recalcitrante, para hacer
carrera en la alcahuetería del Servicio de Informaciones
Navales (SIN), más que en la conducción de nuestras
gloriosas y hasta entonces invictas naves de guerra.
A nivel hemisférico reinaba el anticomunismo profesional
y las estrategias contrainsurgentes emanadas del Pentágono
que pronto cuajarían en la Doctrina de Seguridad Nacional,
que de nacional tenía muy poco. Entonces el joven
oficial de inteligencia fue enviado a Panamá, a doctorarse
en la Escuela de las Américas, junto con una legión
de futuros dictadores centro y sudamericanos. Allí frecuentó
también a la única excepción, a un condiscípulo
que sería su contracara continental: el futuro general panameño
Omar Torrijos, que supo trascender el rol de represor que los norteamericanos
le habían prefijado, para arrancarles en 1977 el Tratado
del Canal: la mayor concesión que Washington había
hecho jamás a una virtual colonia.
A nivel nacional regía ese antiperonismo cerril que los sectores
populares bautizaron acertadamente como gorilismo. Un bando que
Massera, como segundo jefe del SIN a comienzos de los sesenta, abrazó
sin reservas, empezando a partir de ese momento un interesante doble
juego: las covert actions terroristas contra la izquierda y los
peronistas duros, mientras cultivaba desde el liberalismo
naval a los peronistas blandos y a ciertos buches y matones
de la ultraderecha nacionalista. A comienzos de los setenta, cuando
la penúltima dictadura militar empezaba su retirada táctica
frente al embate popular que había estallado en el Cordobazo,
Massera (que ya había llegado a contraalmirante) ascendió
a la Comisión Política de las Fuerzas Armadas, donde
negociaba con los partidos de la Hora del Pueblo sin dejar de soñar
con un eventual atentado contra Juan Perón que anunciaba
su primer regreso.
Paradójicamente sería el tercer Perón el
Perón terminal quien le daría el empujón
definitivo hacia la cima al elegirlo como comandante de la Marina,
por consejo de su secretario privado, el Brujo José López
Rega. Un astrólogo procedente también de la inteligencia
occidental, que incorporaría a su amigo el marino a las listas
secretas de la Logia Propaganda Dos. Para después recibir,
como agradecimiento, la estentórea patada que sucedió
a las movilizaciones populares del Rodrigazo.
Desprendido de quien lo había ayudado a trepar, el almirante
de la sonrisa gardeliana pudo alinearse con Videla (a quien consideraba
no sin razón un oligofrénico) en la Junta
inaugural del golpe, que completaba el módico brigadier Orlando
Ramón Agosti. Un poder sin tasa ni medida, que complementaría
bajo la mesa con una estructura clandestina dedicada a saquear a
sus víctimas, cobrar suculentas coimas con el tráfico
de armas y financiar con esas oscuras gabelas el Partido de la Democracia
Social que integrarían no pocos tribunos del futuro menemismo.
En 1985, cuando fue condenado a reclusión perpetua, el Negro
puso cara de prócer malogrado y dijo en su alegato que una
celda sería su destino hasta la tumba, pero pronto un fotógrafo
del diario Sur lo escrachó de paseo en plena calle. Después,
Carlos Menem abrió esa celda con el indulto y Massera permaneció
libre e impune hasta que el juez federal Adolfo Bagnasco lo encartó
por el robo de niños y lo sometió al arresto domiciliario.
Una supuesta medida garantista que les permite a los serial killers
septuagenarios purgar sus condenas en la comodidad del hogar. Algo
que los vencedores de Nuremberg no consintieron nunca al genocida
nazi Rudolph Hess, que permaneció en su celda de Spandau
hasta que la muerte lo sacó de la prisión cuando ya
había pasado la línea de los noventa años.
Ahora el Negro vivo vuelve a las andadas y uno se pregunta qué
tendrá ese demonio a su favor que no han logrado nunca los
presos de La Tablada. ¿No será que, además
de dos demonios, hay dos estados?
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