Por Diego
Fischerman
El título remite
a una obra de Schumann, pero también a una forma determinada.
No sólo a la canción (lied) sino también a
la idea de ciclo, en su doble acepción de conjunto de obras
y de algo circular. La ópera que Gandini acaba de estrenar
en el Colón se plantea, en efecto, como un cierto círculo
en el que, intencionalmente, el recorrido está lejos de ser
lineal. No hay causalidad; como en las piezas breves de Schumann
hay un tono general que une a los distintos episodios, pero éstos
funcionan como entes independientes. En ese sentido, la brillante
puesta de Rubén Szuchmacher con la que colabora la
sugerente escenografía de Ferrari y un diseño de iluminación
de rara perfección, por parte de Ernesto Diz tiene
ese mismo signo. Nada conduce obligatoriamente a ninguna parte,
pero todo está expuesto permanentemente y el escenario (otro
círculo) muestra siempre lo mismo, aunque de manera distinta.
La jugada de Gandini y Tantanian pasa por hacer una ópera
que contradice prácticamente cada uno de los lugares comunes
que cimentaron el género en el pasado. No hay intriga, ni
amorosa ni política, y no hay muertes, salvo la anunciada,
loco e internado en un manicomio, de Sch., ese personaje que podría
ser Schumann y también un loco que se cree Schumann (en los
manicomios abundan estos personajes). Pero falta, sobre todo, la
idea de avance de la narración. Al fin y al cabo, también
podría suponerse que todo lo que se ve en escena transcurre
dentro de una sola mente. La de Sch. o la de Gandini.
Liederkreis es, en realidad, una lectura del paisaje romántico,
pero de un paisaje romántico desidealizado. Szuchmacher definió
un registro de gestos mínimos, precisos, concentrados, para
Sch., sus dos alteregos (Eusebius y Florestán) y las dos
Claras (una soberbia Graciela Oddone para la cantante y una sutil,
clara-mente romántica Haydée Schvartz para la pianista)
subdivididas a la vez en un coro de seis sopranos. Unos y otros
derivan a través de amores que no pueden ser contados, de
la música como salvación y como tormento y de la locura
como personaje inevitable. La esquiva poesía de esos monólogos
delirantes (los diálogos y escenas de conjunto son en realidad
superposiciones de soliloquios) aparece acentuada por un decorado
con mucho de onírico (que por momentos recuerda a De Chirico)
y una iluminación que acierta siempre con el clima justo.
Hay, en particular, dos o tres momentos absolutamente mágicos:
la primera aparición de la Clara cantante, el lied de Schumann
que se incluye textual aunque encapsulado (y enmascarado) dentro
de otra música, el solo de piano de la Clara pianista, el
trío de Sch. y sus dos personajes, Florestán y Eusebius.
El estilo ecléctico (pragmático, podría decirse)
y el talento como orquestador de Gandini construyen un tejido de
sugerencias múltiples, armado a partir de sólo cinco
notas extraídas del Carnaval. Dentro de un elenco
notable sobresalen, junto a Oddone y Schvartz, Susanna Moncayo como
María (la hija de Schumann), Luciano Garay como Eusebius,
Eduardo Ayas en el papel de Florestán y Virginia Correa Dupuy
como Emilia, la hermana suicida del compositor. Héctor Guedes
compone un Sch. convincente y las voces de las seis sopranos (Laura
Rizzo,Fabiola Massino, Kathryn Power, Mónica Capra, María
Bugallo e Irene Burt) suenan magníficas.
|
Por D. F.
Una cara iluminada en
el centro de una escena gigantesca y brumosa. La madre canta un
sueño. Una alucinación. Un hombre preso en una celda
cuenta su historia. Cuenta, en realidad, que hay cosas (ese sufrimiento
extremo) que no pueden contarse. El hombre, el prisionero, ha sido
torturado todos los días durante un mes. La madre se pregunta
si volverá a verlo. Y Marcelo Perusso, el régisseur,
acierta al permitir la ambigüedad acerca de esa visita de la
madre. ¿Ella realmente está allí o es la imaginación
de su hijo, atormentado? Esa zona en la que nada es demasiado claro,
en la que el drama se desliga de sus connotaciones más inmediatas,
es la zona más fuerte de la puesta. La más débil
es aquella en la que Perusso hace demasiado explícitas las
referencias históricas. Poco importa el Rey Felipe II, por
ejemplo, cuya imagen se proyecta sobreimpresa al canto de la madre.
Por el contrario, la dramaticidad de esa historia terrible en que
un prisionero es sometido a la peor de las torturas, a creer que
es libre, se acentuaría con la austeridad y, sobre todo,
con la atemporalidad que en algún sentido ya aparece sugerida
en el texto mismo.
La precisa dirección musical de DAstoli y la presencia
escénica y la buena voz de Marcelo Lombardero sostienen,
más allá de cierto ablandamiento de la puesta, una
narración extraordinaria en la que Dallapiccola logra uno
de los estilos más personales e intensos de todo el siglo
XX. El hecho de que la música responda al sistema dodecafónico
no hace sino demostrar hasta qué punto lenguaje y discurso
son cosas distintas entre sí. El alfabeto de esa ópera
breve completada en 1948 es el mismo de muchas de las obras europeas
de posguerra. Su manera de utilizarlo es absolutamente única.
Ausente del Teatro Colón desde 1954, cuando se había
representado por única vez hasta el momento, en esta nueva
presentación brilla, en particular, por la calidad y el respeto
musical de sus intérpretes. Lombardero, con timbre cálido
y homogéneo, compone un prisionero conmovedor y, sobre todo,
capaz de llenar el escenario sin casi moverse del piso donde se
encuentra postrado por la tortura. Adriana Mastrangelo compone una
muy buena madre y Carlos Bengolea, como el carcelero, convence a
pesar de algunos problemas vocales con los agudos. La iluminación
de Fiorruccio y el atractivo vestuario diseñado por Luciana
Gutman colaboran con la puesta.
|