Por Horacio Bernades
El año pasado, cuando
se estrenó en Estados Unidos, la crítica la elogió
calurosamente. Pero el público no se desesperó por verla,
seguramente porque la película no se lanzó con el bombo
de ciertas superproducciones animadas, como Dinosaurios, El camino a El
Dorado o Titán A.E. En esa tibia respuesta de público tal
vez haya que buscar la razón de que The Iron Giant, largometraje
de animación producido por la Warner, no haya llegado a los cines
argentinos. Por suerte, el sello AVH hizo uso de la opción y en
estos días lanza El gigante de hierro en video. En un mes que se
presenta henchido de dibujos animados, la opera prima de Brad Bird aparece,
sin duda, como una de las mejores opciones del rubro.
Film absolutamente clásico en tanto rehuye toda fácil espectacularidad
y hasta limita al mínimo el recurso a la computación, El
gigante de hierro apuesta todas sus fichas al puro relato, y sale ganando.
Clásico es ya su origen, la novela homónima escrita a fines
de los 60 por Ted Hughes, marido de la poetisa Sylvia Plath, quien unos
años antes de la publicación de The Iron Giant había
puesto fin a su vida. Desde hacía largo rato que se barajaba la
idea de llevarla al cine, con Pete Townshend, mítico líder
del grupo The Who, como principal impulsor. Lo primero que hizo Townshend
fue editar, allá por fines de los 70 y a modo de homenaje, un disco
llamado The Iron Man. Poco más tarde, la convirtió en comedia
musical y la montó en el legendario Old Vic de Londres. Quedaba
el cine. Pero eso se hizo más difícil, por razones de presupuesto.
Finalmente Townshend, la Warner y un animador llamado Brad Bird, que venía
de dirigir episodios de Los Simpson y El crítico, acordaron filmarla
en dibujitos. En la película, todo transcurre en 1957, en un pueblito
ficcional cuyo solo nombre, Rockwell, evoca ya esa América idealizada
que Norman Rockwell pintaba desde las tapas de la revista Life. Pero la
América de los 50 no es sólo la de Rockwell, sino también
la de la Guerra Fría. De allí que el niño protagonista,
Hogarth Hughes (homenaje al creador de The Iron Giant) se pasee en bici,
entre las soleadas calles de Rockwell, mientras a su alrededor los titulares
de los diarios siembran la paranoia antisoviética y los vecinos
fantasean con invasores del espacio. Son los tiempos en que la ciencia
ficción se alimentaba de esos pánicos, en películas
clase-B y con aquellas figuritas llamadas Marte ataca.
Con total lucidez, Bird inscribe su fábula en ese contexto preciso,
pero sólo para invertir su sentido. Como en las películas
del género, vendrá un visitante del espacio y la gente verá
en él esa temida amenaza. Se trata del gigante del título,
un robot caído sobre la Tierra por accidente. Como otros grandotes
de la cultura popular, desde Frankenstein a King Kong, no hace daño
si no se lo ataca. Su fuente de alimento, como corresponde a un ser de
su naturaleza, no consiste en carne ni verdura, sino en hierro: autos,
rieles de tren, la estructura de algún edificio... Como en todo
cuento para niños, será Hogarth el único que lo acepte
tal como es, lo cobije y le procure alguna rica chatarra.
En verdad, hay un segundo personaje que tampoco se hace problema con la
existencia del gigantón. Se llama Dean, hace esculturas con la
chatarra que apila en su taller, escucha jazz, lee a Kerouac, anda en
moto y luce una corta chivita. El mundo de Life, paranoia antisoviética,
cultura beatnik: ahora sí, la América de los 50 está
completa. Fábula liberal, el malo de la historia será
un agente del FBI decididamente facho, que primero intenta exterminar
al gigantón y más tarde termina llamando a la milicia en
pleno, con desastrosos resultados. Y obliga al robotazo a asumirse como
arma, aun contra su voluntad. Pero Hogarth lo convencerá de que
todo es cuestión de elección personal, pondrá a Superman
como ejemplo de forzudo bueno, y colorín colorado.
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