Por Sandra Russo
¿Reincidente y consuetudinario
bebedor de cerveza en el kiosco de la esquina de su casa? ¿Rudimentaria
criatura que merodea obras en construcción? ¿Joven lumpen
y simpatizante del delito menor que lleva el nombre de su madre tatuado
en el bíceps izquierdo? ¿Desaforado desencantado que se
hincha bajo los colores azul y oro de su camiseta porque la vida le ha
negado cualquier otro tipo de asociación con otros? No. El perfil
del hincha de Boca que brota de las encuestas permite más bien
imaginar otro escenario: por ejemplo, una oficina en un piso dieciocho,
o un quincho en el que se mantienen charlas de ídem. Hay más
bosteros millonarios que millonarios de River. Y si Boca es un sentimiento,
las acaparadoras de lo sentimental siguen siendo, en su mayoría,
mujeres.
De acuerdo con la última encuesta realizada por la consultora Hugo
Haime y Asociados sobre una base de 1000 entrevistados en el área
metropolitana, el 52,6 por ciento del total de las personas de ingresos
altos consultadas declararon ser simpatizantes de Boca, contra apenas
un 24,1 por ciento que tautológicamente se confesó millonario.
Los ricos son bipartidistas: se debaten apenas entre River y Boca, mientras
Independiente, Racing, San Lorenzo y las demás camisetas no levanta
ninguna más de un escaso 6 por ciento de simpatías solventes.
Entre los pobres, que como todos sabemos son muchísimos más
que los ricos, Boca concentra un 39,9 por ciento de adhesión, mientras
que River se queda allá por un 24.
Quizás no sea banal que Mauricio Macri le haya echado en su momento
el ojo a esa pasión ajena que como todas las pasiones despierta
envidia. Los ricos tenían todo, pero les faltaban eso, ese ímpetu
desbordado que decidieron expropiar a su modo, fundiendo el amor a la
camiseta con el amor al consumo y poniendo a Boca de moda: en los últimos
años se comercializaron 500 productos con el logo de Boca, mientras
el merchandising que antes era artesanal y se comercializaba como las
estampitas de la Virgen de Luján, en puestos truchos, se elevó
al rango de negocio. En sólo un año, Nike vendió
300 mil camisetas oficiales. Entre los ricos y famosos, ser de River queda
redundante. Ser de Boca es un touch.
En cuanto a la bombeada clase media, sólo en ella River tiene chance,
aunque le falta tomar bastante sopa. El 38 por ciento es de Boca, mientras
diez puntos más abajo los encuestados de ingresos medios se pintan
la cara de blanco y rojo.
En la encuesta, el otro dato sobresaliente también se confirma
en la calle. Del total de mujeres entrevistadas, el 44,2 por ciento declaró
ser de Boca, mientras del total de hombres es bostero el 37,1 por ciento.
El porcentaje de adhesión femenina se lee en un mapa muchísimo
más parejo que entre ricos y pobres: siendo la población
femenina apenas superior a la masculina, hay en efecto en la Argentina
más hinchas/as de Boca que hinchas/os. Y no es casual: tras una
larga historia aborreciendo el fútbol, recién hace unos
años las mujeres se dejaron atrapar por el furor que, habrán
pensado, tal vez se estaban perdiendo. Y puestas a ingresar en el mundo
de la reina pelota, qué mejor que hacerlo por la puerta más
grande, más popular, más honda. No queremos creer que las
mujeres de La 12 son las que leen Las/12, pero querida, nada es casual.
En materia de edades, entre los jóvenes de entre 18 y 29 años
las pasiones son más o menos parejas: un 38,1 por ciento para Boca
contra un 30,9 por ciento para River. Desde los 30 a los 49 años,
el 41,3 por ciento de hombres y mujeres reza en dirección al Riachuelo,
mientras sólo el 25,7 por ciento envía sus plegarias para
Núñez. Finalmente, de 50 para arriba, los veteranos de ambos
sexos se agrupan, en un 42 por ciento, debajo de la bandera azul y oro,
mientras el 21,3 por ciento que permanece debajo de la roja y blanca no
alcanzaría ni para una publicidad de una AFJP.
Roberto Cossa*.
Para todos, como
nunca
La sacudida popular que produjo la consagración de Boca
como campeón del mundo demostró, una vez más,
hasta qué punto el fútbol se ha metido en la vida
de la gente.
El fenómeno no llama la atención. Boca pone más
hinchas y más polenta, pero hasta un equipito de pueblo es
capaz de conmover al vecindario por un módico campeonato
de ligas provinciales.
Lo nuevo es que la pasión futbolera, en las últimas
décadas, se ha extendido a todos los estamentos de la sociedad,
chicos y grandes, ricos y pobres, hombres y mujeres.
En los tiempos de mi infancia, el fútbol, que también
llenaba los estadios (quizá más que ahora) y que también
como ahora despertaba alegrías y dolores, era, en principio,
privativo de los hombres. Muy pocas mujeres se admitían como
hinchas de algún club y sólo una minoría asistía
a las canchas. Se las confinaba en un sector especial de la tribuna
y solían ser maltratadas por los cánticos de los hinchas
del equipo contrario. Tampoco a los simpatizantes propios les hacía
muy feliz esa presencia advenediza de hinchas chillonas que, se
suponía, no entendían lo que era un orsai. Eran mujeres
arriesgadas, vanguardistas, como aquellas féminas que prendían
un cigarrillo en la década del 20.
Hoy, cualquier piba de veinte explica por qué Riquelme es
un jugador más completo que Aimar.
Además, el fútbol era una pasión de incultos.
Los hombres ilustrados no mostraban interés alguno, más
aun despreciaban ese juego que desataba fanatismos primarios. Algunos,
es cierto, lo mantenían en secreto. O escudaban su pasión
futbolera con argumentos sociológicos. O, en el caso de ser
de izquierda, lo asumían como una reparación del sentimiento
popular. Pero desde afuera.
Hoy, intelectuales como Roberto Fontanarrosa, Juan Sasturain o el
recordado Osvaldo Soriano demuestran una sabiduría futbolera
propia de los mayores expertos. Hasta el mismo Osvaldo Bayer escribió
el guión de un documental sobre la historia del fútbol
(lo único imperdonable fue que omitió incluir el penal
que Roma le atajó al brasileño Delem).
Allá por los 50, a Clarín se le ocurrió acercar
los intelectuales al fútbol y comenzó a enviar a los
partidos a escritores que colaboraban con el diario para que escribieran
sobre el fenómeno popular, al margen de la especialidad de
juego. La experiencia fue muy corta y, naturalmente, fracasó.
Un poeta, que si mal no recuerdo se llamaba Lizardo Zia, fue a ver
un partido de River y tituló la nota In memorian Labrunam
glorian, o algo parecido. Creo que fue la última intentona.
Muchos sufridos intelectuales, militantes de la izquierda que nada
entendían de fútbol, ni tampoco les interesaba, deambulaban
entre las hinchadas tratando de mimetizarse con el pueblo. He visto
alguna vez en una tribuna de Atlanta a un rusito, intelectual y
desorientado, gritar desaforado un gol, en los tiempos en que el
PC había copado la conducción del club de Villa Crespo.
Hoy, el militante es antes hincha de fútbol y después
luchador de las causas populares. Ha integrado sus dos pasiones.
Como el joven izquierdista que estaba a mi lado mirando por televisión
el partido de Boca contra el Real. Cuando Palermo, por primera vez,
la metió adentro, gritó:
Vamos Boca, todavía, que el futuro es nuestro.
* Dramaturgo y escritor
|
Horacio González *.
El enigma Riquelme
El fútbol, como la pintura del Renacimiento, la música
barroca o las estatuillas de las misiones jesuíticas, sigue
manteniendo una ilusión de arte autónomo a pesar de
los poderes que lo ciñen. Las grandes fuerzas económicas
y las dinastías empresariales que lo han convertido en un
soporte comunicacional y publicitario saben que permanece (y desean
que permanezca) el misterio de su trazo esbelto y de su contrapunto
burlón. ¿Pero el homo ludens del fútbol no
tendrá sus deidades del derroche anuladas por la lógica
económica?
El fútbol es el cuerpo del malabarista buscando la perfección
de su dúctil bravata. En el alma recóndita de la gambeta
se refugia el atávico culto popular al ridículo que
hiere al adversario. Porque el fútbol es el más socarrón
y dilapidador de los deportes. Por eso, muchos se preguntan si su
disciplinamiento por el ágora de capitalismo de las imágenes,
por los dioses oportunistas del exitismo y por el lenguaje de los
mercaderes no matará el carácter dispendioso de su
don. Es un don hecho de la ironía del cuerpo y del dulce
rencor del amague.
La pisada de Riquelme, enigma y ofrenda ritual del fútbol,
puede ser revelación y encubrimiento. Los multitudinarios
festejos boquenses, que se recortan sobre las indigencias de un
país ensombrecido, pueden ser la sarcástica sustitución
que produce el fútbol de los verídicos sufrimientos
sociales.
Pero en el primer caso, se puede decir que el fútbol tiene
su propio oficio de juglaría. El juglar del fútbol
ya sabe que debe mantener sus fintas entre su empaque refinado y
su precio de mercado. El candor de Riquelme está troquelado
sobre la saga artística y plebeya de Maradona, pero recuerda
mitos de callada timidez interiorana. Esa inocencia no nos deja
olvidar que no se saluda con Macri. Imperturbables diferencias
económicas con el hombre que algunos piensan que puede presidir
un país. La modestia del héroe recorta astutamente
su gracia sobre poderes encumbrados, entre traficantes y capitalistas
del arabesco futbolero. De algún modo, Maradona, estridente
y caído, exitoso y golpeado, ilimitado en su necedad y lúcido
en su penuria, es la mezcla delirante que todo jugador admira y
a la vez quiere evitar.
Y en el segundo caso: ¿puede un triunfo de Boca frente al
Real Madrid resarcir de la pérdida de YPF o volverles la
dignidad a los pueblos desmantelados del interior abandonados por
la nueva petrolera española? ¿Ver el rostro digno
y serenamente apenado de Figo conjura el padecimiento de los desocupados
de Cutral-Có? El fútbol puede demostrar el poder del
ángel de las tempestades, que aparece sobre nuestras ciudades
destempladas con horario matutino y en día laboral, cambiando
las tardes extenuadas del domingo por una irreal cancha de Tokio.
Pero nunca deja de atravesar la historia con sus pasiones ilusas,
y nunca deja de parecerse a la máscara que anuncia la muerte
de la ilusión.
* Politólogo.
|
Néstor Vicente*.
El refugio de
la pasión
Todos los que amamos el fútbol, esa religión
que se ha extendido por todo el mundo durante la segunda mitad del
siglo veinte, como bien definió el historiador británico
Eric Hobsbawm, nos conmovimos en estos días por la invasión
de camisetas auriazules que les dieron colorido a las calles porteñas
y al país entero. La merecida conquista del equipo argentino
en el exterior nos ha permitido tomar conciencia de la magnitud
expresiva que puede alcanzar este fenómeno popular en nuestro
pueblo. En un tiempo de esperanzas acotadas por la rigidez de las
leyes del mercado, de utopías abandonadas a la vera del camino,
esta pasión sobreviviente que es el fútbol representa
probablemente uno de los últimos refugios donde sobreviven
los sueños sin límites. Un territorio que ofrece a
sus moradores con intensidades y frecuencias diferentes
la posibilidad de experimentar un sentimiento bastante cercano a
la felicidad, al menos por algunas horas.
En un mundo donde el egoísmo le ha ganado la pulseada a la
solidaridad, bienvenida sea la alegría que provoca el fútbol,
esa ceremonia ritual que permite sentir como propios los éxitos
de un grupo de jugadores que alcanzó la gloria deportiva.
Pero esa euforia no nos tapa los ojos, no impide que observemos
los graves problemas que aquejan a la sociedad. Que Boca le haya
ganado al Real Madrid no modifica que sigamos siendo prisioneros
de los grandes capitales económicos, algunos de ellos casualmente
españoles. La locura general por el triunfo no nos despoja
de la fortaleza para seguir luchando contra la injusticia social,
la inseguridad y la desocupación. Muy por el contrario, el
fútbol se transforma al cabo en un dador de alegrías
porque es a su vez dador de pertenencias, un modo de saber quiénes
somos. El cuadro de uno es en definitiva el pulmón de un
barrio, oxigenado por las tradiciones que nos identifican con una
forma de ser y sentir distintivas. Esa pasión inexplicable
es un motivo más por el que no querría abandonar jamás
mi país. No está Huracán ni existe otro estadio
Tomás Ducó en el resto del mundo.
* Político
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