Por Julián
Gorodischer
Como los otros participantes,
Adrián y Picky no son actores. No recitaron un guión ni
estudiaron la manera de llegar al clímax que paralizó a
más de cinco millones en la noche del viernes, durante el capítulo
final de Expedición Robinson. Detrás del llanto
de la chica cuando regaló la victoria a su rival en uno de los
juegos, o de la resignación de Sebastián (flamante Robinson)
al pedir que consagrasen a su compañero, hubo más que escenas
de un concurso televisivo o un documental sobre dos meses de supervivencia.
Muchos cineastas envidiarían la carga dramática de esos
últimos pasajes: el cóctel de una puesta espontánea
y, a la vez, cuidadosamente armada. Una dupla compuesta por dichos imprevistos
y una superproducción de panorámicas y primeros planos.
Juan Pablo Lacroze es el dueño de la cerradura que dejó
ver la isla desierta y sus náufragos. Dirigió la primera
parte de la saga y ya está pensando en el formato de la que se
viene, Expedición Robinson 2, una continuación
para la cual ya se anotaron once mil candidatos que sueñan con
un retiro junto al mar. Junto a su equipo, el director que no se
deja fotografiar estudió cada tramo de Survivor
el original estadounidense que funcionó como molde para el
ciclo de Promofilm y aportó lo suyo: un manejo confesional
de los monólogos a cámara con altísimos niveles de
delación, intimidad y reproche. El relato se hizo fuerte en esos
picos de tensión, tomados en zonas solitarias. Se dijo que Consuelo
era toqueteada por las noches, que el Capitán maltrataba a las
chicas al bajar el telón, Rodrigo era un vendido que
se cambió de bando... La ola de rumores siempre estuvo en marcha.
El hilo de la narración debía recorrer las voces de
los protagonistas, justifica el director general, en entrevista
con Página/12. Entendimos que esos reportajes tenían
que ser el hilo conductor.
¿Por qué los testimonios a cámara tuvieron
más espacio que las imágenes directas de la convivencia
en la isla?
En la estructura documental tradicional, debe haber un relato o
una narración que estén hilados por el testimonio en off
y la entrevista. Elegimos ese formato para que el relato se sostuviera
en el punto de vista de los mismos protagonistas.
De regreso en Buenos Aires, muchos de los participantes se muestran
sorprendidos de haber llegado a decir tanto. ¿Cómo
construyeron esa pura sinceridad?
Redactores, camarógrafos y sonidistas hicimos un entrenamiento
viendo los programas de Survivor, el formato original: tratamos
de acercarnos a la intimidad de los participantes e imponer, al mismo
tiempo, una distancia. El tono se instaló a partir de directivas
a los camarógrafos: combinar lo que se habló con lo que
podía estar pasando de fondo. Pero creo que lo que se ve es el
resultado de haber planteado un trato muy educado con los participantes.
¿Cómo era ese trato, que nunca aparece en pantalla?
La filosofía del equipo técnico era tener en cuenta
que estábamos en un programa delicado. Había que ser extremadamente
cuidadosos ante cualquier indicación. De algún modo, ellos
tenían que saber que lo dicho tendría una confidencialidad
absoluta. No iríamos a utilizar ese material hasta que saliera
al aire. Y, cuando saliera, sólo iba a estar en función
de un hilo que iría guiando la dirección de la historia.
Recién ahora se encuentran con lo que dijeron los otros.
¿No cree que esa confianza que depositaron puede verse defraudada,
al ver sus confesiones en exhibición?
Ellos tenían las reglas absolutamente claras: sabían
cuándo se los estaba filmando y podían decidir apartarse.
Nunca utilizamos una cámara oculta. Hubo solamente cámaras
que se prendían después de que gritábamos: Empezamos
a grabar. Todos decidieron cada una de las palabras que dijeron,
con total libre albedrío. Nunca nadie les pidió que se refirieran
a algo específico o que criticaran a un compañero. El procedimiento
consistía en preguntarles: Contame tal cosa... Queríamos
tener la versión o el relato directo de algo que había sucedido.
Algunos de los participantes, como Consuelo o Rodrigo, se sienten
traicionados por el montaje.
La desilusión no cabe en ninguno; sí el arrepentimiento.
Sintieron cosas, las dijeron y luego pueden haberse arrepentido. No de
sentirlas, sino de haberlas expresado a partir de la impulsividad.
¿Por qué se descartó la inclusión del
factor sexual, que en otras experiencias de TV real tomó un claro
protagonismo?
Lo afectivo no estuvo descartado: quedó señalado a
partir de los vínculos que han establecido los participantes. Es
fácil darse cuenta de las afinidades. Pero en todo el material
en bruto, no aparece ninguna pareja evidenciada. Yo he visto todo lo que
se grabó y no hay escenas de intimidad entre dos participantes.
Pueden haber existido parejas, pero nosotros no grabamos las 24 horas.
Además, caminar 100 metros significaba, para ellos, tener privacidad,
a no ser que el equipo de Reality eligiera seguir a un hombre y una mujer
que se estuvieran alejando. Nunca quisimos esconder nada, pero intentamos
preservar un tono de relato que mostrara sin escandalizar ni manejar resortes
de alto impacto.
A juzgar por la respuesta de los once mil postulantes, Expedición
Robinson 2 se anticipa como un nuevo fenómeno de masas. ¿Habrá
una tendencia a mostrar más intimidad?
Las segundas partes son un desafío. Lo primero tiene la novedad
y lo segundo tendrá que ser otra cosa. La tendencia estará
marcada por los participantes: mostrar más o menos no depende de
nosotros, sino del nivel de exposición de quienes vengan a la isla,
de si serán más o menos recatados. Nosotros marcamos un
tono y articulamos un relato. Pero aquí lo que pesa es la experiencia.
Ultimas imágenes
del naufragio
Dos participantes (Picky y Sebastián, el heredero Robinson)
ejecutaron sus actos nobles en el último capítulo
de Expedición Robinson. Picky dejó ganar
a Adrián en uno de los juegos, al verlo tirado en la arena
y gritando Cristo mío, desgarrado por ver los
cien mil pesos escaparse de sus manos. Sebastián, un poco
antes, había hecho lo suyo: tenía la oportunidad de
eliminar a su principal rival tras ganar el derecho en uno
de los juegos y, sin embargo, señaló hacia otro
lado.
En mérito a ese renunciamiento, Marisa inclinaría
la balanza a su favor para nombrarlo acreedor del dinero. Un
verdadero Robinson dijo no renuncia a sus principios
ni aun en situaciones límite. Hablaba de este abogado
de 26 años que en su infancia fue boy scout y lloró
muchas veces, en el programa, al ver correr la red de transas
y arreglos para las votaciones. Picky y Sebastián fueron
la lección ideológica de Expedición
Robinson, la moraleja que coronó esta fábula
sobre 16 sobrevivientes en una isla. Sus gestos fueron los picos
dramáticos de un ciclo que cautivó a más de
cinco millones de espectadores. Marisa los definió en el
cierre del último programa: Me demuestran que todavía
se puede confiar en la gente.
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OPINION
Por Carlos Polimeni
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País bananero
Un montón de personas esperanzadas en sobrevivir. Una escenografía
de país bananero. La inmunidad (que es la impunidad) como
aspiración. Las personas divididas en equipos, pero con internas
por doquier. Los mediocres pueden aliarse para acabar con los brillantes
y los brillantes aliarse con los mediocres. El que tiene cara de
bueno te puede traicionar. Flotando, haciendo la Gran Flipper nada,
nada, nada, y de vez en cuando, una payasada se puede llegar
lejos. Pero, tal vez, llegar lejos no alcance, como acaso tampoco
alcance ganar. Todo verdor perecerá. El premio es en efectivo.
Si das un paso equivocado, fuiste: para allá te pueden comer
los tiburones; para acá, está la selva. El conductor
que viene siempre de afuera, del más allá, se ha tornado
difuso según pasa el tiempo. A medida que la acción
transcurre, las alianzas se diluyen y la disputa por el poder deja
de ser deportiva para convertirse en razón de vida. Nadie
confía demasiado en nadie, y el que se equivoca al respecto
erró el juego, debería estar en un planeta Heidi.
Expedición Robinson no se lo propuso, seguramente,
pero opera como una representación de la vida hoy en la Argentina,
del espíritu de sálvese quien pueda (pero ¿quién
se salva?) que baja desde el gobierno desde hace mucho tiempo. La
intensa aceptación del público, ese alto encendido
de televisores que obliga a hablar del fenómeno Robinson
tiene una relación directa con los subtextos: hay un De la
Rúa, un Chacho, un Ruckauf, un Menem disimulados en los personajes
que componen esos seres de la vida real, convertidos casi en ficcionales
por aparecer en televisión. En la Argentina, por otra parte,
sabiéndolo, o no, de algún modo todos somos Robinson,
es decir sobrevivientes de un naufragio el de los sueños
colectivos resignados a armar chozas a la intemperie, fueguitos
para alejar a las bestias, a sobrevivir de la caza y la pesca. Algunos
encuentran a sus Viernes y otros no. A veces Viernes aprende a convivir
y otras se las toma, rumbo a su propia isla.
El Robinson Crusoe original había aprendido a ser feliz en
su isla: era rico porque no necesitaba de nada ni de nadie. Los
náufragos que somos del naufragio que no merecimos no somos
felices: necesitamos todo de todos, y hasta aquí no baja
casi nadie. Y cuando viene el conductor, en su bote con motor, siempre
queda claro que en algo nos equivocamos, que debemos seguir purgando
la culpa de haber soñado que era posible, que algún
día el sol iba a salir para todos, que nuestro héroe
nacional ya no sería más un émulo del Yeneral
González de Olmedo, aquel dictador de Costa Pobre.
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OPINION
Por Pedro Lipcovich
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Ya se sabe que el programa Expedición Robinson
metaforiza las condiciones de vida en nuestra sociedad pero vale la
pena detenerse en una de las facetas de este laboratorio de micropolítica:
la confidencia pública. Cada uno de los habitantes de la isla,
ante una cámara, habla a un interlocutor invisible y silencioso,
generalmente para hostilizar a otros participantes. ¿Por qué
tal disposición a esa confidencia íntima, pública?
Esa efusión no forma parte de las reglas del juego, que los
obligan a competir entre sí hasta el final pero no a otorgar
su confidencia: ante el entrevistador sin cara podrían preservar
la dignidad de no hablar mal de sus compañeros. Podrían,
pero no pueden. No tanto porque, sin duda, son inducidos por el entrevistador
sin cara, sino porque la naturaleza de su vínculo con los organizadores-explotadores
los conduce a ello.
El concepto de explotación capitalista es fácilmente
aplicable a Expedición Robinson y programas similares.
La noción de plusvalía se modifica en el sentido de
una plusvalía de la intimidad. En la explotación capitalista
clásica, al trabajador le es sustraída una parte del
valor de lo que produce y esto se llama, desde Karl Marx, plusvalía.
En estas formas mediáticas de explotación, el participante
es conducido a experimentar y expresar públicamente afectos
y pasiones que, en general y en nuestra cultura, se reservan para
la vida personal. Cede, no ya una parte de su producto sino de su
intimidad a los explotadores, para quienes esta intimidad, en las
condiciones de espectáculo en que es enunciada, tiene valor
de mercancía.
Esta situación es necesariamente opaca para el explotado. La
realidad que se ofrece a su conciencia es la de hallarse en un grupo
donde todos luchan contra todos, donde toda alianza es transitoria
y sólo por intereses y donde vale todo recurso, toda traición,
dentro de los límites de las reglas de juego. Estas reglas
han sido establecidas por el explotador, que así, para el explotado,
es la Ley. Desarraigados de todos sus seres significativos y sistemas
de referencia habituales, rodeados de pares hostiles con quienes no
es posible ningún pacto verdadero, lo único que pueden
hacer estos explotados para mitigar su angustia es alzar, en busca
de orden, los ojos al explotador.
En la confidencia al interlocutor invisible, la ideología invierte
la realidad: el confidente se queja de sus compañeros ante
el que ha definido las reglas de juego, cuando estas reglas hacen
que la relación con sus compañeros sólo pueda
ser así.
Cabría, sin embargo, en la isla de Robinson, la rebelión.
Podría haber sido que el consejo robinsoniano, harto de excluir
a sus propios miembros, proclamase: Nos negamos a echar a ninguno
de nosotros. Nos cagamos en sus cien mil pesos. A ustedes los echaremos
de esta isla donde hemos conseguido nuestro alimento, donde hemos
cooperado y nos hemos hecho daño y donde cada uno ha sufrido
la peor de las soledades. Esta isla es nuestra.
Se objetará que los habitantes de Robinson no actuarían
así por consideraciones, digamos, racionales: su fuerza es
mínima comparada con la de la producción del programa,
y hay miles de, digamos, desocupados de Robinson que aspiran a ocupar
su lugar. Mentira. Ningún ser humano decide sobre su vida en
términos racionales. El habitante de Robinson se
sostiene en la fe en la Ley del explotador, como lo revela en el instante
el mejor de este programa fascinante y abyecto de su confidencia
al explotador sin cara. |
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