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SE VERA UN POLEMICO DOCUMENTAL SOBRE BRECHT
Deconstruyendo a Bertolt

�Amor, revolución y otras cosas peligrosas� se titula el film-ensayo de la cineasta alemana Jutta Brückner que se exhibirá a partir de mañana por Canal á y que, entre otras minucias, le cuestiona al autor de �Mahagonny� haber explotado a sus mujeres y decepcionado a sus amigos.

Por Luciano Monteagudo

¿Quién era, realmente, Bertolt Brecht? ¿Qué clase de persona fue? ¿Cómo se desarrollaron sus relaciones con sus mujeres y amigos? ¿De qué manera articulaba su figura pública con sus convicciones más íntimas? Todas estas preguntas –para las que no siempre encuentra respuestas gratas o tranquilizadoras– se plantea el film Bertolt Brecht: amor, revolución y otras cosas peligrosas, que el Goethe-Institut estrena a partir de mañana en su espacio de Canal á *. Concebido a la manera de un ensayo, en ocasión de las celebraciones del centenario del nacimiento del escritor, el film de Jutta Brückner –una de las cineastas alemanas más identificadas con el feminismo militante de los años 70– no se puede decir que sea precisamente una celebración. Más bien, todo lo contrario, si se considera que los adjetivos que más se escuchan en la película en relación con Brecht son “débil”, “cobarde” y “traidor”.
Si hay algo que queda inmediatamente claro, ya desde el prólogo, es que la película de Brückner no va a poner en tela de juicio al escritor, sino al hombre (en caso de que sea posible separar a ambos). Sus monumentales logros como poeta, dramaturgo y narrador apenas si le insumen al film un par de minutos iniciales, en los que quien será el guía de la película –el actor Peter Buchholz– se limita a leer una síntesis de esa obra, como la que podría figurar en cualquier diccionario enciclopédico. Esa obra está allí, ya consagrada para la posteridad, y no es la materia de investigación de Brückner, quien se propone ir más allá, desnudar “la esquizofrenia organizada, sin parangón”, según sus propias palabras, que fue parte esencial de la vida de Brecht (1898-1956).
“No hay forma más segura de ponerse en ridículo que trazar un código de comportamiento para poetas. Un poeta debe ser juzgado por su poesía”, escribió Hannah Arendt en su ensayo sobre Brecht, precisamente, el primero que se atrevió a cuestionarlo con severidad, por encima del bronce con el que inmediatamente después de su muerte se institucionalizó su figura. Para Arendt, “lo peor que le puede suceder a un poeta es que deje de serlo y eso es lo que le sucedió a Brecht en los últimos años de su vida”. Pero a Brückner no le alcanza con ensañarse con el Brecht capaz de cantar sus odas a Stalin, ni tampoco le teme al ridículo, en el que más de una vez cae su film (como cuando se escucha su voz indignada preguntando “¿Fue para él una prueba de su virilidad?”, cuando se refiere a sus varias amantes simultáneas). Lo que se propone su película –que a una documentación exhaustiva le suma algunos recursos expresivos de la ficción– es desacralizar a B.B., bajarlo como sea del pedestal, a hondazos si es necesario.
En el primer capítulo, titulado “Ideología y traición”, Brückner se interroga de qué manera Brecht (“un anarquista fascinado por la violencia”) se encauza en el comunismo y la respuesta la encuentra no en sus obras más famosas del primer período berlinés, como La ópera de dos centavos y Mahagonny, sino en una pieza contemporánea de aquéllas, La medida (también conocida como La decisión) que el mismo Brecht luego se habría ocupado de ocultar, porque allí se pregunta qué sucede con un hombre cuando se entrega a un ideal hasta la sumisión. A partir de este antecedente, Brückner no tarda en señalar el silencio de Brecht ante las purgas stalinistas, en las que desaparecen varios de sus amigos. Y luego cuestiona su postura frente al Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC), que desató la caza de brujas en Hollywood, frente al cual el escritor negó su pertenencia al Partido Comunista, al que por otra parte nunca se afilió. “Brecht dijo la verdad –no puede sino reconocer Brückner–, pero todos los acusados habían decidido negarse a responder a esta pregunta, porque violaba la Constitución de los Estados Unidos. El fue el único que no se atuvo a lo acordado”. El segundo capítulo, titulado “Sobre el pobre B.B.”, como uno de los pocos poemas de Brecht de tono confesional, se interna en su casa natal y en su relación con su madre, de la que el film deduce un amor asfixiante, que hace del futuro escritor “un nene de mamá, un poco cobarde”. Es curiosa la manera que tiene la directora de abordar este período, recurriendo a un exégeta de la obra de Brecht, filmado en un aula que parece la de una facultad de medicina, frente a frascos con órganos conservados en formol, para que el catedrático practique una disección simbólica del cadáver exquisito del poeta. Aquí ya se plantea lo que será el nudo del film, el núcleo de su iracundia: la relación de Brecht con sus muchas mujeres, a las que según Brückner habría explotado de manera inmisericorde.
De hecho, la directora ya había presentado personalmente en Buenos Aires, en 1997, un trabajo anterior, titulado ¿Ama usted a Brecht?, que funcionaba un poco a la manera de un borrador de Amor, revolución y otras cosas peligrosas, donde Brückner vuelve a ajustar cuentas con el mito. Si aquel film, que reconstruía algunos tramos de manera ficcional, era más extremista y directamente adjudicaba la paternidad (o la maternidad, más bien) de algunas de sus obras a su harén, aquí en cambio Brückner se muestra un poco más cauta –apenas– y luego de consignar su larga lista de amantes y las peculiaridades a las que las sometía, se concentra en la tríada de mujeres con quienes Brecht compartió su tormentoso exilio en Escandinavia: su esposa, la actriz Hélene Weigel; su secretaria, Margarete Steffin, y Ruth Berlau, actriz, periodista y escritora.
Con las tres convivió –literalmente– primero en Dinamarca, luego en Suecia y finalmente en Finlandia, de donde pasaron más tarde a Moscú, escapando siempre de la ominosa sombra del nazismo, que se iba expandiendo con rapidez por toda Europa, como registra el capítulo “Un clásico en el exilio”. B.B. y su “familia” habían logrado dejar Berlín el 28 de febrero de 1933, apenas unas horas después del incendio de Reichstag, y él su esposa Hélene no volverían a pisar suelo alemán hasta 1948, cuando ingresaron de manera subrepticia al sector oriental de la misma ciudad de la que habían huido tres lustros antes (las fuerzas aliadas les habían negado la visa para radicarse en Berlín occidental).
De Weigel se sabe que cumplía en la vida privada de Brecht un poco el mismo papel que sobre los escenarios, donde se consagró como la legendaria protagonista de Madre coraje: ella no sólo era la madre de dos de los hijos del escritor sino también del propio Bertolt. Sobre Margarete Steffin, el film consigna que era “su pequeño soldado de la revolución”, trabajadora infatigable (transcribía todos sus manuscritos) y comunista militante (“Ella está en el partido por mí”, decía B.B.). Finalmente, Ruth Berlau funcionaba a la manera de un ministerio de relaciones exteriores, ocupándose de lidiar con políticos, artistas, editores y de tramitar las complicadas visas que eran necesarias para moverse en aquellos tiempos de oscuridad, como los llamó el propio Brecht. “El gran amor debe convertirse en una gran producción”, decía el autor de Los siete pecados capitales, que trabajaba y amaba de manera colectiva.
“Su genio impulsa la producción”, admite a regañadientes Brückner en el film, “pero sin las mujeres esta producción no hubiera existido. El no podía trabajar solo. Para sus inteligentes y emancipadas colaboradoras, la relación entre sexo y trabajo fue fascinante y destructiva. Ellas querían decidir libremente en el amor y el trabajo y terminaron en una simbiosis. Con todas las obligaciones y ningún derecho. Ni empleadas, ni esposas, ni colegas ni musas. Pero un poco de cada cosa y compitiendo entre sí”. Para la directora, “las vencía la fascinación y la impresión de ser imprescindibles, pero el precio que debían pagar era su vida”.
El capítulo final de la película, “La revolución alemana”, se dedica a revisar las relaciones de Brecht con el Estado socialista, en tanto artista privilegiado de la nueva República Democrática Alemana, que empezaba a construirse bajo la tutela de la Unión Soviética. En 1949, B.B. y Helene Weigel fundan el legendario Berliner Ensemble, que rápidamente se convierte en el único bien cultural de exportación de la RDA, gracias al enorme prestigio de Brecht y a la calidad de las puestas de Weigel. Aquí el film ya no se preocupa tanto por objetar la libido del escritor, sino en todo caso su mansa sumisión a un régimen que no dejaba de vigilarlo (los artistas son siempre peligrosos) y al que no cuestionó con la suficiente energía cuando la rebelión popular del 17 de junio de 1953 fue aplastada por los tanques.
Es peculiar la sensación final que deja el film. Por una parte, se entiende muy bien la necesidad de sacudir la estatua, de ver qué se esconde detrás de las máscaras. Pero por otro parecería que Jutta Brückner no hace sino reprocharle a Brecht no haber sido el mármol que se esperaba de él, como si finalmente no aceptara que se trató de un hombre tan complejo y contradictorio como cualquier sobreviviente de una época oscura. “Entre los hombres, llegué en el momento del cataclismo y me rebelé con ellos. Así era la época que me tocó vivir”, dice uno de sus poemas, que concluye con una plegaria inatendida: “... Recuérdanos con clemencia”.

* Parte I: lunes 4 a las 3.30, 9.30 y 15.30; domingo 10 a las 13.30 horas.
Parte II: lunes 11 a las 3.30, 9.30 y 15.30; domingo 17 a las 13.30 horas.

 

 

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