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ENTRE TANTOS CABALLOS DE FUERZA, UN CABALLERO DE LEY

Nueve de Julio festeja por estas horas el título de Daniel Cingolani en el TC 2000. Y un coterráneo del piloto, el periodista Guillermo Blanco, que siguió toda su campaña, pinta de esta manera al Muñeco, en exclusiva para los lectores de Líbero.

Por Guillermo Blanco (*)

Para Daniel Cingolani,
un deportista cabal.
Del respeto hizo un rosal
y sufrió más de una espina.
Lleva la estirpe genuina
de un pueblo que lo acompaña.
Desde chico se dio maña
para acelerar a fondo.
Por eso caló tan hondo
y logró más de una hazaña.

Fue un “Cacho” grande de Nueve de Julio el que ayudó a que ese berretín juvenil del karting de su hijo Daniel, con el tiempo, se transformara en algo más profundo. Antes de recibir con una injusta premura el irremediable banderazo final que la carrera de la vida le tiene asignado a cada uno junto al nombre y apellido, Juan Atilio Cingolani (h), aquel hombre que había pasado la mayor parte de su existencia levantando cajones de bebidas y cimentando a pulmón una empresa tan digna como respetada, pudo comprobar que dejaba un hijo con la suficiente fuerza como para seguir regando sus propias utopías.
Y otro empujón fundamental para el protagonista de estas líneas residió en el soplido indispensable que, cual viento Pampero, le brindó al unísono esa emprendedora comunidad del oeste bonaerense. Ya lo había incorporado a su costado izquierdo desde que era un pibe que solidificaba su amistad con varios de los que aún lo siguen y gozan del rebosante título obtenido en la categoría más evolucionada del automovilismo sudamericano.
En este momento de festejo desmedido por las calles de esa ciudad de 40.000 habitantes, un clamor suena a orden: que el “Gordo” Cuniolo deje de llorar y diga algo. Claro que no podrá, pero el ahogo no le impedirá pensar en aquellos primeros pasos del amigo del alma en la Fórmula Renault, donde ganó por primera vez en Balcarce, ni aquel salto inmenso hacia la Fórmula 3 Sudamericana, donde asombró en el equipo uruguayo GEMO, ni su posibilidad de anclar en el equipo inglés Reynard, que se frustró porque el apoyo político del oficialismo de entonces (Secretaría de Deportes Fernando Galmarini mediante) fue para Gabriel Furlán. Después llegó la cupé Sierra avalada por las mortadelas Paladini, y el equipo Renault junto al mercedino Etchegaray...
Acaso Cuniolo y los demás, antes de la aparición de Daniel, inflaran el pecho con tantos títulos de “Yoyo” Maldonado, ese rey absoluto en autos sin techo que también escribió parte de la historia grande del TC 2000, arriba y debajo de los autos de carrera, un fenómeno que colocaba a Nueve de Julio en letras de imprenta, domingo tras domingo, triunfo tras triunfo.
Tanto era así que más de un titulero se molestaba ante un nuevo triunfo del múltiple campeón nuevejuliense, porque el apellido tenía demasiadas letras y eso atentaba contra la posibilidad de escribir algo más que el repetido “Ganó Guillermo Maldonado”. Y era aburrido, hasta que se popularizó el Yoyo y se solucionó el inconveniente sintético y sintáctico.
El tema de la emulación fue imprescindible para que Daniel Cingolani llegara a ser lo que es; esto, escrito antes de que Paraná pasara a ser en su vida algo más que el nombre de una ciudad a la que alguna vez pudo cantarle envuelta en una zamba cuando niño junto a su tía Cristina, en la casa de los abuelos don Atilio y María. Ese calor popular que Daniel obtuvo en forma espontanea, acaso por pertenecer a una familia de laburantes del músculo, con tanta historia de cajón de Crush y Quilmes, no nació de la nada. Y uno puede animarse a afirmar que mucho tuvieron quever los que en esa ciudad, desde mucho tiempo antes que él, fueron escribiendo las primeras páginas de la historia automovilística acaso sin saberlo.
Y así como pareciera que los Aimar y los Riquelme nacieron de un repollo y no del árbol genealógico que supieron regar desde Sastre hasta Moreno, desde Pedernera hasta Bochini, desde Kempes y Alonso hasta el inigualable Diego Maradona, de la misma manera acaso Daniel no hubiera llegado a provocar tanto bocinazo y grito espontáneo de su gente, de no existir antes otros que, con la vista fija en el horizonte, canalizaran toda la potencia del cuerpo hacia un pie derecho homicida del pedal del acelerador.
Con mejor o peor estadística, pero con idéntica adrenalina en las venas y por la misma huella, aparece levantando el polvo del recuerdo en los albores de la historia Atilio Plini como acompañante del legendario Ernesto H. Blanco y su REO. Y sin pretensiones cronológicas se mezclan más de quince teceístas simbolizados todos en el vitalicio Julio Faustino. Y como esta historia roza la de Maldonado, no se puede obviar la de sus parientes Raúl y Juan Bautista (Pascualito) Gougy. El primero con su Palomita blanca, el segundo con esa excesiva confianza que lo llevó a pegarse un palo de aquellos como para analizar mejor el futuro, durante una clasificación en el circuito del Matadero local...
Ellos también tienen que ver en esto, acaso como “Chucho” Fage, Trincaveli .-quien llegó a participar en la Buenos Aires-Caracas del ‘48-, o esos amantes de los TN que fueron Schneiter Plini y los hermanos Potetti. Y Saralegui. Y Villa. Y Meli. Y Nahuel Curá. Y Piñeyro. Y Rodríguez. Y el malogrado Carlitos Palumbo. Y tantos otros casi anónimos de esos que abundan con orgullo pueblerino en cada rincón del mapa.
Hasta ha habido .-y hay– un aluvión de artesanos del fierro, con dos apellidos como símbolo. En el pasado lejano, el de los Bonello, quienes allá por los 50 le prepararon el Fuerza Limitada a José Froilán González, el arrecifeño que le dio el primer triunfo a Ferrari en la F1. Y ahora están los Pittatore, uno de los cuales, el “Gringo”, metió mano en autos de Maldonado, Carlitos Menem y otros.
Emulación es la palabra. Por eso un día Daniel se animó, frenó el camión en ese “hospital de lujo” que ya parecía ser el taller de la avenida Mitre y fue a hablar con Yoyo. Y por eso éste le dio todos los empujones posibles para alentarlo. Tanto lo respetó, que a la vuelta de la parábola, hace apenas tres temporadas, el rey tocó timbre a la puerta del príncipe para ofrecerle integrar el flamante equipo Volkswagen. Cuentan en el ambiente que esa fue la única vez que se registra una llegada tarde del “Ruso”...
Sucedió que, unas horas antes, Daniel había dado el sí a Oreste Berta padre, transformándose en conejo de la galera del Mago de Alta Gracia, Escort Zetec mediante. Tras admitir que Oreste Berta .-a quien él también recurrió en los comienzos de su extraordinaria campaña– le ganó de mano, Yoyo hizo una vuelta rápida para definir a Cingolani: “Siempre ha tenido esa frialdad tan necesaria para encarar las carreras. Pero además de ser cerebral, Daniel tiene la virtud de ser un deportista en todo el sentido de la palabra. Es caballero, respetuoso, a veces demasiado bueno en un ambiente que suele ponerse difícil”. Y el remate de aquellas frases tiradas bastante antes de este presente feliz terminaban con un lugar común: “...y da bronca que, a veces, la suerte no lo ayude”.
Eso ya fue. Y sino bastará con imaginar al campeón tan felizmente esperado, abrazando a sus hijos Tomás y Camila, besando a su madre, recordando a su padre y tomando de la mano a Alejandra, esa fiel compañera que supo restañar sus heridas y lograr que Daniel minimizara algún doloroso momento provocado por Henry Martin, su compañero de equipo, escrito así por no encontrar la palabra adecuada o para no incluir algunaque no esté a tono con la calidad del título logrado por el protagonista de estas líneas..

(*) Periodista, director de Deportea y oriundo de Nueve de Julio.

 

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