De toda
la extraordinaria saga político-judicial cinematográficamente
iniciada en octubre de 1998 con el arresto del ex dictador chileno
Augusto Pinochet por dos detectives de Scotland Yard en Londres,
ningún episodio está más cargado de transcendencia
y significación política que la segunda orden de arresto
que recibe el octogenario Capitán General del Ejército,
esta vez por obra del modesto juez chileno Juan Guzmán Tapia
y no del flamoyante magistrado español Baltasar Garzón,
y en Chile, no en Gran Bretaña. Por más características
de golpe preventivo que la orden de Guzmán haya tenido frente
a una creciente ofensiva de la derecha pinochetista para defenestrarlo
de su conducción del caso, se trata de la primera vez
que la Justicia chilena da un paso de semejante magnitud contra
el ex amo de la vida, de la muerte y hasta del movimiento de las
hojas de los árboles en su país. Es, por lo tanto,
un precedente, a la vez que una reafirmación de la división
de poderes.
Puede argumentarse que esto es así porque Pinochet ya no
importa una posición que los generales del Ejército
chileno encontrarán fuertemente cuestionable y que
la orden de arresto cae sobre un icono hace tiempo vaciado de su
poder y su influencia. Pero es aquí donde las órdenes
de Garzón y de Guzmán encuentran su continuidad profunda:
el arresto de Garzón sirvió para impotentizar lo que
quedaba del pinochetismo (o para desnudar que ya era impotente)
y la nueva derecha populista de Joaquín Lavín nació
en contradicción con el pasado militarista. En esta operación
no actuó la mano invisible de una metafísica globalización
de la Justicia sino los brazos bien concretos de ejecución
de la ley según la vieja realpolitik de las relaciones de
fuerza: para demostrarlo por la inversa, sería inverosímil
que una orden del juez Guzmán tuviera éxito en lograr
el arresto en el País Vasco de policías acusados de
violar los derechos humanos de simpatizantes de la ETA, o de sus
colegas norirlandeses del Royal Ulster Constabulary en relación
con los detenidos del IRA.
Pero la pelea no está resuelta, ni desde el lado judicial
ni desde los militares, que distan de haberse asimilado a la aséptica
ensoñación posmodernista de un acatamiento irrestricto
al monopolio de la violencia por el poder civil. Precisamente, son
esta pelea y su desenlace los que permitirán el revelado
fotográfico de una relación de fuerzas que hasta ahora
sólo pudo juzgarse en negativo, y que hoy es elevada a un
inédito pico de tensión.
|