Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

KIOSCO12

OPINION

Una prueba de fuerzas

Por Claudio Uriarte

De toda la extraordinaria saga político-judicial cinematográficamente iniciada en octubre de 1998 con el arresto del ex dictador chileno Augusto Pinochet por dos detectives de Scotland Yard en Londres, ningún episodio está más cargado de transcendencia y significación política que la segunda orden de arresto que recibe el octogenario Capitán General del Ejército, esta vez por obra del modesto juez chileno Juan Guzmán Tapia –y no del flamoyante magistrado español Baltasar Garzón–, y en Chile, no en Gran Bretaña. Por más características de golpe preventivo que la orden de Guzmán haya tenido –frente a una creciente ofensiva de la derecha pinochetista para defenestrarlo de su conducción del caso–, se trata de la primera vez que la Justicia chilena da un paso de semejante magnitud contra el ex amo de la vida, de la muerte y hasta del movimiento de las hojas de los árboles en su país. Es, por lo tanto, un precedente, a la vez que una reafirmación de la división de poderes.
Puede argumentarse que esto es así porque Pinochet ya no importa –una posición que los generales del Ejército chileno encontrarán fuertemente cuestionable– y que la orden de arresto cae sobre un icono hace tiempo vaciado de su poder y su influencia. Pero es aquí donde las órdenes de Garzón y de Guzmán encuentran su continuidad profunda: el arresto de Garzón sirvió para impotentizar lo que quedaba del pinochetismo (o para desnudar que ya era impotente) y la nueva derecha populista de Joaquín Lavín nació en contradicción con el pasado militarista. En esta operación no actuó la mano invisible de una metafísica “globalización de la Justicia” sino los brazos bien concretos de ejecución de la ley según la vieja realpolitik de las relaciones de fuerza: para demostrarlo por la inversa, sería inverosímil que una orden del juez Guzmán tuviera éxito en lograr el arresto en el País Vasco de policías acusados de violar los derechos humanos de simpatizantes de la ETA, o de sus colegas norirlandeses del Royal Ulster Constabulary en relación con los detenidos del IRA.
Pero la pelea no está resuelta, ni desde el lado judicial ni desde los militares, que distan de haberse asimilado a la aséptica ensoñación posmodernista de un acatamiento irrestricto al monopolio de la violencia por el poder civil. Precisamente, son esta pelea y su desenlace los que permitirán el revelado fotográfico de una relación de fuerzas que hasta ahora sólo pudo juzgarse en negativo, y que hoy es elevada a un inédito pico de tensión.


 

PRINCIPAL