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el Kiosco de Página/12

La muerte de los otros

 

Por Rafael A. Bielsa*

El primer libro que me vendió Carlos, en la librería Norte de calle Las Heras, se llama Antropología de la muerte, y fue escrito por Louis-Vincent Thomas. Yo seguía obsesionado por la cuestión, a comienzos de los ‘90, y Antropología... fue la continuación de una colección –que incluye el suicidio y las adicciones– que, desde antiguo, no ha cesado de crecer.
En aquella ocasión, se me aparecía en sueños el primer muerto que vi en mi vida, mi tío Juan Maruggi, liando sus cigarrillos con una máquina que estiraba el papel de fumar, y escardando las hebras de tabaco nazareno con sus largos dedos de músico errabundo.
La librería Norte quedaba a media cuadra de mi casa, y la frecuentábamos mucho junto a mi hijo Laureano. Carlos era hincha de Independiente, tenía el pelo negro cortado como en ramos, y una cadera corta y demasiado alta en relación con el tronco, de la que se asían dos piernas asincrónicas, movidas como por un cable gobernado desde otro lugar.
Conmigo era imaginativo y poco riguroso, porque a partir del tema general sobre el que le pedía bibliografía, él escalaba y resbalaba por las obras más variadas, convencido de que en definitiva algo le iba a comprar. En cambio con mi hijo era científico; se perdían en el fondo de la librería, y recorrían como dos taxidermistas ensimismados la literatura para chicos, a Snunit, Monteiro Lobato, Benton, los hermanos Grimm, Gurney y Kirschner y Contreras. A veces, pasados largos minutos, yo solía oír un chistido, luego del cual Laureano volvía con un libro en las manos y los ojos bajos, con Carlos que lo seguía como un guardia pretoriano, pero no recuerdo haber escuchado a mi hijo quejarse.
Mi tío Juancito murió cuando yo tendría 5 o 6 años. Estaba casado con la hermana de mi abuelo materno, la tía Lucy, se peinaba con brillantina y se parecía remotamente a Vittorio de Sica. Recuerdo que lo velaron en la sala de la casa de la vieja calle Irigoyen, en Morteros, y que la gente no cesaba de entrar y de salir. Yo me preguntaba qué sentido tenía poner un ataúd a la altura del pecho de las personas, cuando lo natural hubiese sido apoyarlo contra el piso, que ofrecía una mucho mejor perspectiva para mirar el cadáver anonadado, y tocarlo, rezarle o murmurarle algún juramento, según el deseo de cada cual.
También me impresionaba mucho que en la cocina, tomando cognac o grapa, algunos hombres hicieran bromas que parecían sosegarlos, mientras que las mujeres bebían limonada, antes de volver precipitadamente donde se lloraba. Con los años, leí que a Borges le habían preguntado cierta vez si pensaba en morir. “¿Por qué voy a morirme? –respondió–, si nunca lo he hecho antes. ¿Por qué voy a cometer un acto tan ajeno a mis hábitos? Es como si me dijeran que voy a ser buzo, o domador, o algo así, ¿no?” En ese momento pensé en aquellos hombres.
Carlos fue quien me vendió El dios salvaje, un libro acerca del suicidio de la poetisa Sylvia Plath. “Morir –había escrito la Plath–, es un arte, como todo. / Yo lo hago excepcionalmente bien. / Tan bien que es una barbaridad. / Tan bien que parece real. / Se diría, supongo, que tengo el don.” Lo tenía. Hablamos de un solterón que vivía en la esquina, al que se le había muerto la madre y que, tras un período de encierro y cerrazón, se había pegado un tiro. Creo que aquélla fue la última vez que pisé la librería Norte.
En un pueblo, a comienzos de los ‘60, un velorio era una especie de evento. Aunque no se hubiese tenido una relación muy estrecha, el muerto le importaba a todos, y en ello había una sabiduría. Supongo que todos los ritos fúnebres implican una dosis de sociabilidad, para despedir a quien se va y no dejar más solo al que se queda solo. El favor a veces afectado de las mujeres, la presencia incómoda de los hombres, la estupefacción de los niños, a los que desganadamente trataban de alejar pero que volvíamos como para cursar una inevitable lección, tenían un sentido que los adoloridos –de un modo u otro– agradecían. En esa ofuscada pompa de cera que se consumía, palabras entrecortadas y aire jadeante, el niño que yo era despidió al tío Juancito con el suficiente calado como para permitir que los sueños nos reencontraran unos años más tarde.
No hay nada parecido a eso en las ceremonias fúnebres de las grandes ciudades, a pesar de que se muere más o, por decirlo con mayor precisión, a pesar de que las muertes intempestivas crecen y nos golpean cada vez más de cerca, vivamos donde vivamos, o pertenezcamos al sector al que pertenezcamos. Las estadísticas señalan que el porcentaje de homicidios cada 100.000 habitantes se aleja del de Santiago de Chile para perseguir al de Río de Janeiro, que aumentan las muertes en ocasión de delitos contra la propiedad, que aquel dato según el cual en la mayoría de los casos homicida y asesinado se conocían previamente, cada vez es más inexacto.
El jueves 30 de noviembre llamé por teléfono a la librería Norte. Quería saber si tenían La tortura, el testimonio del periodista Henri Alleg, que había sido citado por Susana Viau en una convincente contratapa de Página/12, y pregunté por Carlos. “Carlos está muerto”, me respondió una inaplazable voz de mujer del otro lado de la línea. Tuve el impulso de cortar, y discar de nuevo. En un intento de asalto, lo habían matado de un par de balazos, hacía un tiempo. Más tarde supe que el libro está agotado.
Esa misma noche, mientras viajábamos en auto hacia la zona sur con mi hijo Laureano, que cumplió 8 años, le conté que Carlos había muerto. Mi hijo me miró largamente en silencio, con los ojos de un ciervo joven, los de una inteligencia urbana prematuramente madura a la que le faltan los instrumentos para expresarse, una inteligencia que sólo puede traducirse en movimiento.
Entonces, giró la cabeza y miró a través del vidrio, a la ciudad en semipenumbra, inmóvil en la ofuscada pompa de cera que se consume, entre palabras entrecortadas y aire jadeante. Sin darse vuelta, me dijo: “Pobre Carlos”.

* Síndico General de la Nación.


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