Tiene razón
Chacho Alvarez cuando dice que hay una crisis terminal de
los partidos políticos, pero sucede que su agonía
podría estirarse muchos años más. Al fin y
al cabo, tanto el PJ como la UCR se libraron de sus respectivas
doctrinas tradicionales hace tiempo y apenas han intentado
reemplazarlas por otras, pero la lobotomía así supuesta
no les ha impedido seguir compartiendo el poder. El Frepaso aún
está en el quirófano ideológico, pero pocos
dudan de que al salir ostentará aquella sonrisa bondadosa
pero melancólica que llevan todos los políticos profesionales,
estas personas solidarias que harían tantas cosas maravillosas
si el mundo fuera un lugar mejor. Pero si bien se ha roto el vínculo
entre lo que dicen los jefes y lo que efectivamente hacen en cuanto
lleguen al poder, los votantes no han dejado de preferirlos a las
alternativas disponibles, lo cual puede entenderse: tal como ocurre
con aquellas monarquías europeas que se las arreglaron para
sobrevivir a las convulsiones del siglo XX, la mera existencia de
los viejos vehículos partidarios sirve para brindar la impresión
tranquilizadora de que en el fondo el país sigue siendo lo
que era.
En el pasado no tan remoto, los líderes peronistas y radicales
creyeron depender de su capacidad para convencer a los votantes
de que estarían en condiciones de lograr virtualmente cualquier
objetivo. En la actualidad, sus propagandistas se especializan en
explicar por qué no pueden hacer nada, de ahí las
alusiones cada vez más frecuentes a lo horrorosos que son
la deuda externa, la globalización, los mercados, el FMI
y el neoliberalismo. A lo sumo se trata de verdades a medias. No
es que sea imposible hablar de innovar sin entregarse a la demagogia,
es que los cambios que tendrían que instrumentarse para que
el país superara de una vez y para todas el marasmo en el
cual ha caído perjudicarían enormemente a las corporaciones
tentaculares que han crecido en torno a la actividad más
rentable del país: la política. De reducirse a niveles
europeos o norteamericanos la inversión en este sector, los
partidos y sus enmarañados aparatos clientelistas se desmoronarían.
Lo comprende muy bien Alvarez, motivo por el que ha propuesto racionalizar
el uso del dinero que los políticos supuestamente gastan
en servicios sociales formando una Agencia o Banco
Social. Si prospera su planteo, los partidos quedarán
no sólo sin doctrinas sino también sin plata, desgracia
que con toda seguridad acercaría la muerte de las instituciones
que a su juicio son moribundas pero que se resisten a reconocerlo.
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