Por Mónica
Gutiérrez
Desde Córdoba
Aquí no tenemos
luz, ni qué hablar de teléfono, se quejaba un paisano
frente a un micrófono, a menos de 100 kilómetros de la capital
cordobesa. Suspendidas en el tiempo, donde ni el desarrollo ni la globalización
llegaron sino por la noticia de la Unesco, las estancias jesuíticas
cordobesas fueron escenario ayer de una fiesta popular para celebrar que
el legado de esa congregación fuera declarada Patrimonio
de la Humanidad. Las autoridades de la provincia han ignorado
siempre estas obras jesuíticas, nosotros seguimos haciéndolo
con nuestro esfuerzo, protestaba Don Francisco, otro de los paisanos,
mientras el ministro de Educación de la Nación y el gobernador
de la provincia presidían el recorrido del festejo y prometían
que, ahora sí, el lugar se convertirá en un polo de atracción
turística.
El circuito jesuítico de Córdoba que pasó a formar
parte del patrimonio mundial está integrado por cinco estancias
del interior: la Casa de Caroya, de 1616; la de Jesús María
y Santa Catalina (1618 y 1622); la estancia Alta Gracia (1643) y La Candelaria,
de 1683 y por una manzana de construcciones del siglo XVII en el centro
de la ciudad.
Periodistas, artistas y autoridades hicieron que se encendieran las cámaras
y los micrófonos en los vetustos edificios corroídos por
el tiempo. El asado criollo congregó a cada grupo en cada una de
las cinco estancias, mientras los gauchos verdaderos y de los otros
se dedicaban a los campeonatos de taba y las carreras de sortijas.
En Santa Catalina, un gaucho con facón a la espalda que servía
la carne con cuero se quejaba de la demora del gobernador y del sol que
quemaba en pleno campo. La noticia vino de Australia, cuando se reunió
la Asamblea Anual de la Unesco, pero ellos sólo saben de las necesidades
actuales y de todos los años transcurridos en los que la riqueza
cultural fue ignorada:
Al norte de Ascochinga, Santa Catalina alberga la historia de una familia
que lleva 300 años en el lugar, los Díaz Núñez,
herederos de la estancia y los campos colindantes. Uno de ellos, don Francisco,
cuenta con entusiasmo que los arreglos de mampostería de la fachada
fueron hechos con dinero de la familia y dice que la provincia,
todas las autoridades han ignorado siempre estas obras jesuíticas.
Nosotros seguimos haciéndolo con nuestro esfuerzo.
Igual que en las grandes ciudades, la brecha es amplia: conviven las familias
tradicionales, apegadas al campo y a su estirpe (de otros tiempos), ávidos
de contar la historia de los antepasados, y los pobres, acercando los
caseríos lo más posible a la estancia que esperan se convierta
en el polo de atracción turística que el gobierno ha prometido.
Con vino autóctono de por medio, los contadores de cuentos disfrutaban
del micrófono y del público en Jesús María,
donde se congregó la mayor cantidad de gente del pueblo,
como decían los gauchos del desfile en la plaza. Menos convocante,
en la Candelaria se habían dado cita las familias del lugar bajo
una carpa, sólo para esperar la bendición de las autoridades
que vendrían de recorrida en helicóptero.
Cuando llegaron a cada uno de los lugares, José Manuel De la Sota
y Hugo Juri, junto a la comitiva que los acompañaba, repitieron
el valor del legado jesuita y las expectativas que ahora crea la decisión
de la Unesco. Los factores políticos actuales han sido una
distorsión muy grande de la historia argentina, pero esta estancia
no tiene ni una buena ruta, ni servicio de electricidad, ni transporte
hasta la capilla, reflexionó un viejo conocedor del lugar.
El discurso oficial, en tanto, prometió nuevos caminos, paradores,
rutas, teléfonos, calzada, señalizaciones. Y todo
lo que permita brindar para afuera el patrimonio que ya no es sólo
de Córdoba.
Los herederos de Francisco
Apenas expulsados los jesuitas de Córdoba, en 1773, Francisco
Antonio Díaz comenzó a recibir las haciendas y los
distintos potreros (más de 171.000 hectáreas) al norte
de Ascochinga. El representante de la familia patricia puso énfasis
en comprar Santa Catalina y fue nombrado vicepatrono, porque
Patrono sólo podía ser el virrey.
Y como es un cargo que se hereda, aún somos vicepatronos
de esta iglesia por título de propiedad, cuenta otro
Francisco, trescientos y pico años después. Podemos,
por ejemplo, cambiar el padre de la parroquia en cuanto se pone
odioso. Si ese padre no nos gusta más, ponemos el que nos
gusta a nosotros, explica, como una de las atribuciones.
La tradición de la familia es antiquísima y cuenta
con gobernadores, militares que guerrearon por el interior del país
y decenas de descendientes que ayer se congregaron a festejar. El
es más venerado que cualquier autoridad: ante don Francisco,
de 68 años, los gauchos de la estancia Santa Catalina todavía
se sacan el sombrero.
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