Por Mariana Carbajal
Alejandro Montagne (39) es
cirujano y dos veces al año viaja con su camioneta y un grupo de
médicos al Impenetrable chaqueño para atender a comunidades
tobas, donde la mitad de los chicos tiene Chagas y dos de cada diez se
mueren antes de cumplir 5 años. Andrés Tocalini (31) es
religioso marianista y armó en General Roca, Río Negro,
un hogar-refugio para sacar a los chicos de la calle. Nahuel Levaggi (21)
es estudiante de antropología y dedica la mayor parte de sus horas
a colaborar en un comedor comunitario de la Villa 20, en el barrio porteño
de Lugano, donde además brindan apoyo escolar. Son apenas tres
historias (ver aparte) del fenómeno solidario que viene expandiéndose
en los últimos años en el país, ahí donde
el Estado no llega. Entre 2.200.000 y 3.500.000 de argentinos realizan
tareas voluntarias, de acuerdo con distintas estimaciones. Aunque los
gratifica, la posibilidad de prestar asistencia a personas sin recursos
económicos también los expone a sufrir un estrés
particular: el que genera la frustración por no poder colmar la
demanda prácticamente ilimitada de los desamparados
(ver aparte). Para que su labor sea reconocida y potenciada, la ONU proclamó
el 2001 como el Año Internacional del Voluntariado, celebración
que fue lanzada ayer en Buenos Aires en forma simultánea con el
resto del mundo.
Hasta hace una década prácticamente no se conocían
otros voluntarios que no fueran bomberos. Hoy el voluntariado argentino
tiene múltiples caras. Cáritas es la entidad con mayor número
de voluntarios: 45.000. La siguen el Club de Leones y la Cruz Roja. Según
precisó el secretario de Salud porteño, Marcos Buchbinder,
en los hospitales públicos de la ciudad de Buenos Aires hay unas
dos mil personas que acompañan y asisten a pacientes que
no tienen familiares ni amigos que los contengan durante la internación.
Hay dos tipos de voluntariado: el que tiene que ver con el altruismo,
es decir, alguien que no está afectado por un problema que trata
de solucionárselo a otros que sí lo tienen; y el que tiene
que ver con la solidaridad y generalmente involucra a gente de menores
recursos que se agrupa para resolver un problema común, explicó
a este diario Mario Roitter, investigador del Centro de Estudios de Estado
y Sociedad (Cedes), que en el marco de un proyecto de la Johns Hopkins
University, de los Estados Unidos, analizó el fenómeno del
tercer sector en la Argentina.
De acuerdo con las estimaciones del Cedes, actualmente unos 2.209.000
de personas realizan actividades en forma desinteresada por los demás.
Su tarea es equivalente al trabajo que realizarían 203.860 empleados
a tiempo completo (8 horas diarias). Una proyección de Gallup Argentina,
en tanto, calculó el número actual de voluntarios en 3,5
millones de habitantes, lo que representa al 26 por ciento de los mayores
de 17 años. Según Gallup, en 1999 eran el 20 por ciento.
El mayor número de voluntarios se observó entre los encuestados
que tienen entre 35 y 59 años, entre los universitarios y entre
quienes pertenecen a la clase alta y media alta. Seis de cada diez reconocieron
que su vida cambió a partir del momento en que decidieron servir
a los demás.
Lo cierto es que no existen en el país mediciones certeras
del fenómeno. Es una deuda del Estado realizar un relevamiento
del voluntariado, admitió a Página/12 María
Catalina Nosiglia, titular del Centro Nacional de Organizaciones de la
Comunidad (Cenoc), que coordina en la Argentina el Comité Nacional
del Año Internacional del Voluntariado, que fue lanzado ayer por
el Gobierno y una serie de organizaciones sociales, en la Facultad de
Derecho de la UBA, con una serie de actividades: desde entrega de premios
a proyectos comunitarios innovadores y exitosos hasta charlas y exposiciones
sobre el tercer sector.
El crecimiento del voluntariado no sólo es un fenómeno argentino.
Es un movimiento internacional, indicó Roitter. Los
voluntarios locales cumplen tareas en cooperadoras escolares, clubes sociales
o deportivos, hospitales públicos, el área cultural, organizaciones
comunitarias, religiosas ovinculadas a religiones, entidades de derechos
humanos o medio ambiente y comedores populares. La característica
del voluntariado argentino es que está vinculado a organizaciones,
precisó Nosiglia. Roitter señaló que uno de los países
con un tercer sector muy desarrollado es Estados Unidos. Pero hay
diferencias sustanciales con los voluntarios argentinos advirtió
el investigador. Allá, una gran parte son personas que se
jubilaron jóvenes y no tienen un rol que cumplir en su estructura
familiar. Acá, los abuelos no solo no tienen recursos sino que
además, muchas veces se encargan del cuidado de sus nietos. Otro
sector importante en Estados Unidos son los jóvenes: en muchas
universidades y colegios la tareas solidarias son un tema curricular.
El
comedor de los chicos de la villa
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Nahuel Levaggi tiene 21 años, es educador ambiental y estudiante
de antropología en la UBA. Vive en Palermo con sus padres
y se gana unos pesos para subsistir como profesor de ecología
en un jardín de infantes y como guía de la Reserva
Ecológica de la Costanera Sur. Desde los 15 años solía
viajar al sur para llevar ayuda a comunidades mapuches. El año
pasado tomó conciencia de que la necesidad estaba a la vuelta
de su casa y se sumó a una iniciativa que venía andando
desde 1996 impulsada por alumnos del Colegio Nacional Buenos Aires,
a la que hoy dedica la mayor parte de su tiempo: en un centro cultural
que levantaron en la Villa 20, de Lugano, tienen un comedor que
alimenta diariamente a 95 chicos y madres, los fines de semana brindan
apoyo escolar y desarrollan una serie de talleres para adultos,
de comunicación y lenguaje, pintura y teatro, entre otros.
Ahora acaban de conformar una murga, la primera que tiene el barrio.
Saber que vivimos en una sociedad injusta, que las reglas
no son las mismas para todos, dice Nahuel cuando se le pregunta
qué lo motiva al trabajo solidario. El eje del proyecto
es lograr una mejor calidad de vida a través de la educación.
La idea es que lo nuestro sea el puntapié inicial para que
puedan autogestionarse, precisa. Junto a él participan
de la iniciativa unas 35 personas más entre estudiantes secundarios
y universitarios. Puedo hacer esta tarea porque tengo la suerte
de que mis padres me dan techo y comida, dice Nahuel.
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Los
médicos que atienden a los tobas
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Cinco años atrás tuvo la inquietud de viajar al Africa
para brindar atención médica a los más pobres
y consultó a un sacerdote que había visitado el continente
negro. El religioso le pinchó, en cierta forma, la idea. No
tenés que viajar tanto. A 1000 kilómetros vas a encontrar
las mismas necesidades, le sugirió. Así, Alejandro
Montagne, un cirujano de 39 años, de Los Parajes, en el sur
de Santa Fe, reclutó a médicos amigos y conformó
un grupo de siete profesionales que dos veces al año se traslada
a Pampa del Indio, a 300 kilómetros de Resistencia, en el Impenetrable
chaqueño, donde viven 14 comunidades tobas con unas 8000 aborígenes.
Tres de cada 4 tienen tuberculosis; la mitad de los chicos tienen
Chagas y 1 de cada 5 no llega a cumplir los 5 años, describió
Montagne. Las comunidades no tienen luz ni agua potable, viven de
la pesca y de la caza, pero pasan hambre debido a la escasez de animales
por la tala del monte.
Cada vez que viaja, el grupo permanece una semana entre los tobas.
Llevan pizarrones, pupitres, colchones, ropa, muebles viejos y bicicletas.
Uno de los profesionales es oftalmólogo. Otro se encarga de
fumigar las chozas para combatir a la vinchuca del Chagas. Siempre
he trabajado en hospitales públicos y nunca vi enfermos que
se mueran de hambre o de sed. Ahí los vi y duele mucho. Las
enfermedades de los aborígenes no son raras, son muy comunes,
pero por falta de alimentación, una gripe o una diarrea, los
compromete severamente, cuenta a Página/12 el cirujano,
que ayer participó del lanzamiento del Año Internacional
del Voluntario.
Es simple, cada vez que vamos nos sentimos útiles,
explica Montagne los motivos que los mueven a dedicar parte de su
tiempo a esta acción. Hace seis meses su familia se agrandó.
Una mujer toba, con 10 hijos, le entregó en adopción
una de sus chiquitas de 6 años. Ahora el cirujano tiene 5 hijos. |
Un
refugio en la Patagonia
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Cuando en 1996 llegó a General Roca el religioso marista
y psicólogo Andrés Tocalini, de 31 años, se topó
con una realidad cada vez más visible en la ciudad rionegrina:
los chicos de la calle que mendigaban, limpiaban vidrios de autos
y llevaban carritos por unas monedas frente al principal supermercado.
Con una religiosa empezó a acercarse a los adolescentes. Primero
trabajó con Cáritas y después sumó al
municipio (que puso personal rentado), la Cámara de Comercio
(que les dio recursos) y la Universidad (con estudiantes de trabajo
social) para llevar adelante el Proyecto Ninquihue, un hogar-refugio
para chicos de y en la calle, y una panadería para capacitarlos
y ofrecerles una salida laboral. La iniciativa ganó ayer el
primer premio (5000 pesos) del Concurso Nacional de Experiencias Asociativas,
convocado por el Ministerio de Desarrollo Social y en el que participaron
235 proyectos de todo el país. En la casa-refugio viven entre
8 y 12 jóvenes y alrededor de 60 pasan diariamente por el lugar.
Trabajamos haciendo acompañamiento familiar para que
puedan volver a sus casa, tratamos de que puedan continuar con la
escuela y que tengan un oficio para armar su propio proyecto de vida
y así salir de la calle, explicó a este diario
Tocalini, enviado al sur, desde Buenos Aires, por su congregación.
Más que el premio que nos dieron, la mayor gratificación
que siento hoy es que Martín, uno de los chicos del refugio,
acaba de terminar séptimo grado y otros dos jóvenes
obtuvieron su diploma de computación. Eran chicos condenados
a la carrera carcelaria, que ahora pueden hacer una historia distinta,
reflexionó. |
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