Por Diego Fischerman
Hay unos pocos compositores
de canciones, entre los que han tenido mucho éxito, que logran
trascender la figura del compositor de éxito. Y, sobre todo, los
tiempos (más bien fugaces) de los éxitos. Dylan, Nilson,
Cohen, Ray Davies, McCartney, Lennon (o viceversa), Joni Mitchell. Todos
ellos, a pesar de sus estilos diversos, comparten una característica:
la de haber tomado rasgos estilísticos comunes a las producciones
de ocasión o a los folklores más o menos urbanos y haberlos
llevado hacia otro lado. Pero esa lista no estaría completa sin
el nombre del otro integrante (junto a Dylan y Cohen) de la santísima
trinidad judeo-norteamericana.
Ya desde los tiempos de Tom y Jerry (el primer nombre deSimon y Garfunkel,
su dúo con quien luego se convertiría en actor y que este
mes llegará por primera vez a Buenos Aires), Paul Simon demostró
que su manera de entender la ciudad (y las músicas de la ciudad)
era absolutamente original. En rigor, Simon fue el verdadero inventor
de la canción neoyorquina. El que convirtió en ciudadanos
esos rurales rasguidos de guitarra trasladados al Village por cierta intelectualidad
ligada a la poesía beat; el que creó ese verso genial capaz
de sintetizar en cuatro breves palabras (the sound of silence)
el verdadero aliento de una ciudad.
Mrs. Robinson, America, The Sounds of Silence,
Scarborough Fair (con uno de los arreglos vocales más
fantásticos de la música de tradición popular de
todos los tiempos), The Boxer, y la enumeración podría
continuar. Simon & Garfunkel produjeron una cantidad asombrosa de
canciones perfectas. Y Simon, una vez solo, no se quedó atrás.
Por un lado, fue el descubridor de la world music antes de que la world
music existiera. Primero la maravilla de Still Crazy After All These
Years, El cóndor pasa, con el grupo argentino
Urubamba como coprotagonista. Después, el deslumbrante desembarco
de músicos africanos en Graceland. Más tarde los bahianos
de Olodum mezclados con el saxo tenor y el sintetizador de Michael Brecker
(en la época en que visitó Argentina y dio un show excelente
en River). Después vendría The Capeman, el musical acerca
de Salvador Agron, un portorriqueño condenado a muerte en 1959,
cuando tenía 16 años, por el asesinato de dos jóvenes.
Agron fue perdonado por el entonces intendente de Nueva York, Nelson Rockefeller,
y fue puesto en libertad en 1979. Murió en el 86, a los 42
años. Simon construyó, con esa historia, una narración
musical extraordinaria en la que volvían a cruzarse lenguajes y
tradiciones.
En Youre The One, su último álbum recién editado
por Warner, Simon vuelve con un comienzo digno de sus antecedentes. Primero
suena un instrumento indio (de la India) y luego, tras la entrada de su
voz cristalina de siempre, una percusión que remite inmediatamente
a Africa del Sur. La canción se llama Thats Where I
Belong y es una de las más interesantes de un disco en el
que no hay nada que no sea interesante. Los arreglos de calculada riqueza,
las melodías siempre inspiradas y las letras jamás superficiales
muestran a un Paul Simon todavía genialmente loco después
de todos estos años.
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