Por Luciano Monteagudo
¡Qué daría por una vena como ésa!,
dice con sana envidia Mel (James Woods) ante la tierna juventud de Bobbie
(Vincent Kartheiser). Bobbie acaba de ser molido a golpes por un guardia
de seguridad cuando intentaba robarse unas monedas de las máquinas
de golosinas de la escuela y necesita una dosis de algo para levantar
los ánimos. Lo que Mel tiene a mano es heroína. Mel le lleva
por lo menos el doble de edad a Bobbie y le propone que deje de perder
el tiempo buscando cambio, que él lo puede poner en el camino de
la plata grande. Sólo hace falta que Bobbie y su novia Rosie (Natasha
Gregson Wagner) confíen en él, que no hagan preguntas inútiles
y se suban a su imponente Cadillac Coupé De Ville, un avión
negro en el que viaja la dulce Sid (Melanie Griffith). ¡Pero
si son dos bebés!, comenta con ternura Sid y les augura para
bien o para mal un futuro digno de Bonnie & Clyde. A partir
de allí, Otro día en el paraíso, segundo largometraje
de Larry Clark después de su controvertida Kids, se convierte en
una película de ruta como hacía tiempo no se veía
en el cine norteamericano, una road movie simple y desencantada, un poco
a la manera de las que solían hacer Hal Asbhy, Bob Rafelson o cualquiera
de los artífices de lo que a comienzos de los años 70 se
llamó el nuevo Hollywood.
La referencia parece pertinente en la medida en que Clark es todo un exponente
de aquellos años, a los que aportó un legendario libro de
fotos, Tulsa, descarnada contracara del american dream que supo despertar
la admiración pública de Gus Van Sant y Martin Scorsese,
entre muchos otros que por entonces también empezaban a ver a los
Estados Unidos con ojos nuevos. Alejado de modas al uso, y como si hubiera
querido hacer acto de fe de su incondicional marginalidad, Clark desembarcó
en el cine primero haciendo Kids, acusada de ser una mera exploitation
movie sobre adolescentes en crisis. Ahora con Another Day in Paradise
Clark hace un film en todo caso más convencional, pero también
más sincero, donde alcanza a contener en parte su voyeurismo compulsivo
y se dedica a narrar por momentos a brochazos la historia
de esas dos parejas de yonquis, dealers y ladrones al paso, en moteles
perdidos, de paredes sucias y cochambrosas.
Esos brochazos parecen sin embargo lo mejor de la película, particularmente
cuando en el centro de la escena están James Woods y Melanie Griffith,
siempre decadentes, peligrosos, imprevisibles, más allá
de lo que el film mismo está en condiciones de ofrecer. Hay algo
auténticamente inquietante, por ejemplo, en la manera en que el
protagonista de Videodrome cuenta una misógina historia de borrachos
en un blues bar de Saint Louis, mientras escuchan los riffs de Clarence
Carter y corre generoso el alcohol. Y Melanie no deja de ser maternal,
enternecedora cuando se ocupa de comprar ropa y darles consejos a sus
pequeños hijos adoptivos, mientras se busca una vena
sana en la ingle, o en la yugular. O cuando, escopeta en mano, después
de haber despachado sin asco a un par de hells angels en un caótico
tiroteo, pregunta con un chillido infantil por la integridad de sus amigos:
¿Están vivos?. En estos apuntes al margen parecen
estar los mejores momentos de este film marginal.
102
DALMATAS, NUEVAMENTE CON GLENN CLOSE
Una secuela como para aullar
Por Horacio Bernades
101 dálmatas, versión live action de La noche de las narices
frías, había logrado reproducir, en escenarios reales y
con actores y perros de carne y hueso, buena parte de la dibujada fantasía
de aquel superclásico Disney. Como la lógica económica
indica que a un éxito debe suceder, fatalmente, una secuela, aquí
está 102 dálmatas, cuya única justificación
parecería ser ésa. Ya no hay una idea, ni el mínimo
sentido del humor o algún espíritu de aventura en esta primera
y calamitosa experiencia con actores del director Kevin Lima, que venía
de realizar Tarzán.
De la versión anterior no quedan los actores, ni el guionista,
ni el director. Ni siquiera el director de arte. No queda nada, a no ser
Glenn Close, empeorando todo lo posible su caricatura de Cruella De Vil.
Si la vez anterior Mrs. Close había compuesto a Cruella en el borde
justo del grand guignol, ahora convierte a la bruja bicolor en una agobiante
macchietta, hecha de grandes gestos, ojos muy abiertos y gritos destemplados.
La historia es mínima, casi inexistente. La acción vuelve
a tener lugar en Londres, con predominio de actores locales más
plebeyos que nobles. Los dálmatas vuelven a tener cría.
Su dueña es ahora una oficial de libertad vigilada, que debe cuidar
que Cruella, recién liberada de un hospital de insanos, no vuelva
a las andadas. Obvio que fracasará, porque si no, no habría
siquiera una excusa argumental para echar a andar la trama.
Hay también, del lado de los buenos (todo es aquí blanco
y negro, como el pelaje de los dálmatas) un desabrido amante de
los canes, de quien la chica se enamora porque el guión la obliga.
Junto a Cruella aparece un Gérard Depardieu haciendo de monigote
como un payasesco peletero francés, rol que hasta Miguel del Sel
habría rechazado. Envuelto en piel de leopardo, con el pelo teñido
y parado y sin personaje a la vista, quien fuera alguna vez actor emblemático
de Ferreri, Godard, Pialat, Téchiné, Blier, Miller et al.,
parecería la venganza perfecta que Hollywood se cobra sobre el
cine de arte europeo. Como quien exhibe la cabeza del enemigo, clavada
en una horrible pica.
De la anterior, 102 dálmatas reproduce lo peor: el largo, exasperante
castigo final sobre la villana. En una pastelería se la enchastrará,
empastará y humillará, hasta convertirla en una desagradable
y gigantesca masita humana. Hay un loro que no para de hablar
(y que, como el chancho de Babe, quisiera ser perro) y un montón
de cachorros lindísimos. Pero ese mérito es de la naturaleza,
no de Disney.
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