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el Kiosco de Página/12

Antiyanquis
Por Juan Gelman

Recién en 1866, a los 47 años de edad, consiguió un empleo estable como inspector de Aduana en los muelles de Nueva York. Herman Melville conocía el trabajo desde los 12 y medio, obligado por la muerte de su padre: eran cuatro hermanas y cuatro hermanos con madre viuda y solamente los dos mayores podían sostener a la familia. El autor de esa obra maestra titulada Moby Dick empezó como mandadero en el New York State Bank, siguió de empleado en el comercio de pieles de su hermano mayor, fue luego cuidador de la granja de un tío y hasta maestro rural pese a su escasa escolaridad. A los 20 eligió navegar.
A bordo del ballenero “Acushnet” fue marcado por la dureza de la vida marinera. Lo abandona en las islas Marquesas y se interna en el valle de los typis, tribu de caníbales que respetaron su carne otorgándole calidad de huésped/prisionero. Melville dice que pasó allí cuatro meses. Los biógrafos afirman que sólo tres semanas. Sea como fuere, de tal experiencia nace su primera novela, Typee (1846), que explora esa convivencia desde su misterio y no con ojos de ciudadano occidental. Los editores desconfían, la creen demasiado fantasiosa, pero cuando finalmente se publica en Londres tiene éxito inmediato. De su paso por el ballenero australiano “Lucy Ann” surge Omoo (1847): allí Melville noveliza sus peripecias como amotinado –tenía derecho a un porcentaje de los beneficios, pero el viaje había sido improductivo– que, como buena parte de la tripulación, termina en una cárcel de Tahití. De ésta se evade fácilmente, aunque no de la marca que la vida nativa imprimió en su subjetividad.
Por un lado, ciertos críticos subrayan en esas obras lo que Edward Carpenter apuntó, tan temprano como en 1894 –tres años después de la muerte de Melville–, en un ensayo significativamente titulado “Amor homogénico”: citanto el texto de Omoo informa que el autor de Benito Cereno fue testigo de amistades masculinas “extravagantes” en Tahití. El mismo Hemingway consideró que las novelas de Melville tratan sobre “hombres sin mujeres”. No falta quien asevera que el interés que E.M. Forster, W. H. Auden y Benjamín Britten prodigaron a esas dos novelas se debe al soplo homosexual que las recorre. Parece una visión miope. Melville, como más tarde Thomas Mann, registró con anticipación temas que los movimientos gay han puesto hoy sobre el tapete. Por otro lado, es clara en Omoo la crítica al colonialismo y a la labor de los misioneros cristianos, empeñados uno y otros en desnaturalizar una cultura ancestral que Paul Gauguin amó.
En 1843 Melville se engancha en la Marina yanqui y embarca como simple marinero en la fragata “United States”. Lo dan de baja al año siguiente y en White-Jacket (1850) denuncia los abusos padecidos en la fuerza naval. El libro es aclamado en un país partido en dos entre el Norte industrial y el Sur esclavista y Melville puede comprar casa propia para su mujer, su hija y los dos hijos. Sus novelas iban exactamente en contra de la visión idílica que imaginaba que la pujanza económica de Estados Unidos abría el camino para la redención de la humanidad. Quiso, como Emerson, creer en la bondad humana, pero no pudo conciliar ese ideal con su comprobación de la miseria de los inmigrantes explotados, el materialismo de una cultura que se iba edificando sobre aquélla y proclamaba –con cierta pudibundez entonces– al dinero como único Dios. Su literatura chocaba con el ámbito social de un país que invadía Nicaragua y Cuba y se robaba un tercio del territorio de México. Y tan feliz, tan convencido de su “destino manifiesto”.
Pierre, publicada en 1852, habla de un artista alejado –con rechazo nunca explícito– por el empujón utilitario. Este texto, impregnado delpadecimiento que provocan las respuestas humillantes a la pobreza y a la desocupación, denunciador del doble discurso del poder, cayó en el vacío. A sus 33 años, la carrera literaria de Melville –antes saludado como “el nuevo Robinson Crusoe”– entró en la oscuridad. Siguió escribiendo: Isabel Potter (1855), El hombre de confianza (1857), sátira de un Estados Unidos anestesiado por el sueño de la riqueza rápida, Benito Cereno, cargado de desesperanza y desprecio por la hipocresía humana. Y luego, poesía: Hechos de batalla y aspectos de la guerra (1866), John Marr y otros marinos (1888), el póstumo Timoleon. Se había jubilado tres años antes de morir y vivía sostenido por amigos. Entonces dijo: “Después de casi 20 años de funcionario en la Aduana entré sólo hace poco en posesión de un ocio libre, pero esto ocurre cuando, dado el curso natural de las cosas, declina sensiblemente mi vigor. Lo poco que de él me resta lo reservo para ciertas cuestiones incompletas y que tal vez nunca pueda completar”. Una de esas “cuestiones” era Billy Budd, publicada 33 años después de su fallecimiento.
Que un solo obituario registró, y ése de pocas líneas, en la prensa. Había pasado de la oscuridad al anonimato. En Billy Budd dejó escrita su visión del mal y del bien. El último triunfa destruyéndose. Melville había encontrado paz en la resignación.


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