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OPINION
Por Mario Wainfeld

Dos más dos ahora es cinco

Dos más dos son seis, dice el tirano. Dos más dos son cinco,
dice el tirano moderado. Al individuo heroico que recuerda,
con sus riesgos y peligros, que dos más dos es cuatro, los
policías le dicen “usted no querrá de ninguna manera que
volvamos a la época en que dos más dos era seis”.
(Citado por Néstor García Canclini en “La globalización imaginada”)

El mejor –en camino de llegar a ser único– argumento del actual gobierno para alabar su primer, larguísimo, decepcionante año de gestión es que en tiempos de Carlos Menem dos más dos era seis. La recurrente invocación a un pasado que la mayoría de los argentinos quiso dejar atrás esquiva comparar a la Alianza con lo que fueron sus propias premisas, su contrato electoral. Con la –de por sí muy módica– promesa que ofertó al pueblo: un cambio en el estilo de gobierno, administración más prolija,
lucha contra la corrupción, crecimiento moderado. Un cambio de rumbo, a baja velocidad. No parecía tanto, pero suena como un lujo asiático comparado con el balance del primer ejercicio.
Hay mucho más de continuidad que de ruptura entre el actual oficialismo y el que lo precedió. Desde ya, en la política económica, pero no sólo en ese árido territorio. La crónica de la semana que está terminando añadió un episodio con toda la hechura del menemismo: el desconsiderado aumento del costo de pasajes de colectivos, subtes y trenes. Y la justificación que de él hizo, a este diario, el secretario de Transportes Jorge Kogan, alegando que los pobres más pobres no viajan en colectivo y, por lo tanto, no podía considerárselos víctimas del tarifazo.
El aumento fue decidido con olímpico desdén hacia los bolsillos de la gente de a pie, omitiendo cumplir con las audiencias públicas que impone la ley. Fue explicado por un troglodita de derecha, quien, para redondear una evocación calcada del menemismo, terminó garabateando una desmentida de sofista.
Identificar a Kogan con el menemismo no es sino un ejercicio de memoria. El fue (como Daniel Marx, como Carola Pessino, como Carlos Silvani por no citar sino un conspicuo puñado) funcionario menemista y aliancista sin solución de continuidad, sin el menor rubor, el menor cambio y la menor
autocrítica. Por añadidura, su trayectoria lo ha mostrado, sucesivamente, ocupando los dos extremos del mostrador que –se supone– separa a las empresas privadas de transporte del gobierno nacional.
Una decisión digna del menemismo por la insensibilidad social, por la sumisión a los poderes económicos locales o foráneos, por la grosería con que se transmitió, por el desdén de las mínimas reglas legales, se adobó con un condimento que sí es propio de la Alianza: la carencia de tiempismo político. Aún funcionarios de la Rosada, incluidos muchos tan liberales y desaprensivos como el equipo económico, se agarraban la cabeza por la inoportunidad del anuncio que –así no fuera más que desde una óptica pragmática– podía haberse pospuesto un mes o dos. Ni hablar de las palabras que se oían en la Jefatura de Gobierno porteña. La falta de cintura política es algo que la Alianza no copió del menemismo: está inscripta en su código genético.

Teléfonos rotos

Nadie esperaba el crecimiento cero. Nadie imaginaba la seguidilla de impuestazo, reforma laboral con apoyo de la CGT de Rodolfo Daer, recorte salarial a estatales, tarifazo. Así y todo, lo menos imaginable era que el armado político de la Alianza, su sagacidad esencial, la clave de sus triunfos electorales en 1997 y 1999, llegara tan maltrecho a su primer cumpleaños en la Rosada.
Carlos “Chacho” Alvarez, Alberto Flamarique, Rodolfo Terragno, Nicolás Gallo, Fernando de Santibañes, piezas esenciales del Gobierno, no sóloestán fuera de él, en sus respectivos domicilios. Recalaron ahí tras una saga interminable de internas, puñaladas traperas, malos entendidos, intrigas y malas ondas.
Un puñado de anécdotas de estos últimos siete días sirve de suficiente ilustración.
Rodolfo Terragno apareció en Comodoro Py, descerrajando críticas contra la administración que integró hasta hace dos meses. La bronca presidencial tronó desde Costa Rica. La oyó, teléfono de por medio, el ministro del Interior Federico Storani. El diagnóstico oficial es que Terragno fue ineficaz como jefe de Gabinete y está sobreactuando sus diferencias de cara a las elecciones de 2001. El imputado replica que lo echaron por haber discrepado públicamente con la política económica y por haberse embarcado, con Alvarez, en la lucha contra la corrupción senatorial.
Otro que rezonga es el ex presidente Raúl Alfonsín. Se mordió los labios para no pedir la cabeza de Kogan. Y lo enfurece la falta de respuesta de Alvarez a sus telefonazos, cada vez menos insistentes. “Alfonsín lo llama a (Lionel) Jospin y éste le contesta o lo devuelve la llamada en horas. Chacho no lo atiende desde hace más de un mes”, describe un radical que conoce y aprecia a ambos pero que también luce hastiado de la inorganicidad del ex vice.
La relación entre el presidente de la Nación y el de la UCR es también espinosa. De la Rúa se sulfura por los comentarios recurrentes de Alfonsín sobre el Gobierno, la convertibilidad o la globalización. Sospecha que el primer presidente de la democracia busca avanzar sobre sus facultades... y no esta solo en su análisis: un alfonsinista histórico que hoy asesora de cerca al Presidente describe: “Cuando dice barbaridades Alfonso no se equivoca. Explora los límites, que es muy otra cosa”.
Mejorar la relación entre Alfonsín, que es como decir la UCR, y De la Rúa es otra asignatura política pendiente. Storani viene proponiendo generar una instancia institucional de la Alianza, con los jefes de los partidos que la integran. Un modo de contenerlos, de escucharlos y de parir para un gobierno quietista y parco en iniciativas una suerte de vanguardia, que buena falta le hace. La propuesta, que el ministro del Interior adelantó en alguna declaración pública, y que pormenorizó en un paper reservado que entregó a De la Rúa, parece destinada al naufragio, al olvido, o a la postergación eterna.
Un laberinto de movidas bizantinas posterga y complejiza la incipiente minicumbre entre los integrantes de la fórmula presidencial. Hace un año, acompañados por sus respectivos (y ciertamente diferentes) grupos familiares los dos saludaban en los balcones de la Rosada. Eran, entonces, integrantes exitosos de sendos tramos de la clase media argentina, mostrándose agradables y accesibles con estilo republicano. Hoy sus frías relaciones tienen todo el sello de las intrigas palaciegas.
En los arrabales del Presidente se esperaba un gesto de Alvarez, una amigable foto para honrar el aniversario. Se sintió como un desaire, agravado por un tufillo de déjà vu, que Chacho reformulara el encuentro como soporte de un documento de propuestas que se fueron conociendo por conductos informales y por los medios gráficos. “Si Chacho quiere hablar con el Presidente le basta con venir”, se engranaba una alta fuente de la Rosada.
Pero no hay tal. Nada de espontáneo tiene un cónclave entre dos dirigentes cuya affectio societatis está en coma cuatro y que recelan el uno del otro. Ambos buscan quedar a salvo del reproche de haber roto la Alianza pero están hastiados de sus respectivos estilos y manejos y siguen culpándose mutuamente de la crisis que hizo epicentro el 6 de octubre, día de la renuncia vicepresidencial, y que se prolonga en todo su esplendor. Y los dos buscan mejorar su posición relativa en cada momento, aún en lacumbre por venir que –si no hay cambios brutales– será una nueva versión del diálogo de sordos que urdieron en menos de un año de tormentosa convivencia.

Chachofobia

“No me miren a mí, yo no soy Chacho”, atinó a proponer Graciela Fernández Meijide cuando todos la miraban en medio de una andanada de críticas al líder del Frepaso vertidas por Chrystian Colombo en la reunión de Gabinete. El sucesor de Terragno es hiperquinético e hiperexpresivo pero no es monopolio suyo la bronca con el ex vice. A la desconfianza presidencial, a la mala sangre de Alfonsín, hay que añadir ahora el encono de José Luis Machinea, quien dijo on the record lo que Colombo, más volcánicamente, expresó en la privacidad: el anhelo de que Chacho lanzara sus propuestas de cuerpo presente y no por vía mediática.
El desmoronamiento de la que fue una de las mejores relaciones políticas y personales del actual gobierno –la del ex vice y el ministro de Economía– no es un dato menudo. Para Alvarez, palabra más o menos, el ciclo de Machinea está cumplido y su propuesta de crear un ministerio de la Producción –que su paper fundamenta en la falta de contacto del gobierno con la “economía real” durante doce meses– es la prueba de ese desencanto.
En tiendas de Machinea intuyen un cuchillo bajo el poncho de esa propuesta y del designio de Chacho de “relanzamiento” del Gobierno. Es un curioso cuchillo, envasado en un cuerpo fornido, de ojos claros saltones, calva pronunciada y voz que se agudiza con el enojo. Se llama Domingo Felipe Cavallo y su mención encoleriza a Machinea, a Colombo y remoza las promesas de renuncia de Storani. Pero su eventual desembarco en tres o seis meses es una hipótesis consistente de cualquier análisis político, mucho antes que un anhelo de Chacho.
En Jefatura de Gabinete y Economía explican que, blindaje mediante, viene un período de bonanza y crecimiento, por lo que es un disparate (amén de un mal pago) cambiar de caballo en medio del río. Piensan que el hasta hoy ortodoxo Machinea puede clonarse en el nuevo ministro de otro ciclo signado por el crecimiento. Acuden, insistentes, al ejemplo del ministro brasileño Pedro Malán, que cumplió un periplo similar.
Las comparaciones siempre son riesgosas. Tal vez no registren el nivel de deterioro público que tiene Machinea, de esos que en la Argentina son difíciles de dar vuelta. Amén de que el ministro de Economía no ha zafado jamás de su pecado original, esto es la mácula de haberse ido del anterior gobierno radical en medio de una corrida bancaria. Un estigma que se hizo pánico a la repetición en él y su equipo, mutilando su horizonte de decisiones. Y que fue advertido por los poderes económicos, con sagacidad similar a la que tienen los perros para registrar transeúntes con miedo.
Además, bancar un ministro impopular, relanzarlo, requiere un liderazgo político fuerte. Y parece un exceso de simplismo –o de optimismo– homologar la capacidad de liderazgo del presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso con la que viene mostrando su tocayo De la Rúa.

El historiador Tinelli

Es torpe, de movimientos lentos y mal sincronizados. Se equivoca permanentemente, repite sonsonetes (“no hay crisis”), tropieza con las paredes, quiere hablarles a las cámaras y les da la espalda. Esas y otras lindezas hace el imitador de Fernando de la Rúa en el programa más visto de la televisión argentina, el de Marcelo Tinelli.
No hay género más editorial que la caricatura política. Se puede ser burdo, se puede ser panfletario, se puede ser –y es el caso– descortés y hasta grosero pero sólo se consigue enganchar con el público si hay, a trazos gruesos, coincidencias con su sentido común. Si una caricatura así–más allá de su (im)pertinencia como pièce de resistence en un programa diario– produce risas (esto es, adhesión) es porque tiene muchos puntos tangentes con la mirada del espectador. Nadie hubiera hecho reír mostrando a Carlos Menem o a Alfonsín como inexpertos, lentos o torpes, aunque los humoristas jamás se privaron de marcarles defectos, acaso igualmente o más graves. No es menudo lastre –en un país que honra la viveza como virtud nacional– que la imagen presidencial a un año de mandato se deje describir así.
Podría intentarse una suerte de extraña defensa frente a esa crítica que parece ganar la calle. La desarrolló en un reciente seminario el sociólogo Oscar Landi: visto a través del prisma de sus actos de gobierno, De la Rúa no es un irresoluto que va a la deriva sino un dirigente de derecha. Tal vez trepide antes de tomar ciertas medidas, pero siempre se cae para el mismo lado.
Quizás en el medio esté la verdad, una marcada dificultad para las reacciones veloces y una brújula que siempre apunta a un mismo norte, háblese de equilibrios fiscales, relaciones con Cuba, tarifas de transporte o situación de los presos del MTP. Por no mencionar el pesebre con que la Casa Rosada saludó la Marcha de la Resistencia de esta semana.
Un detalle, claro está, pero bien a tono con el estilo presidencial. Una forma personal de saludar un fin de año que, en las calles, se percibe sombrío, tinto de desesperanza y bajón. Y, con razón o sin ella, las miradas convergen en la Casa Rosada, ese extraño paraje en el que, sea quien sea su morador, dos más dos nunca termina siendo igual a cuatro.


 

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