OPINION
Por Julio Nudler
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Sin crecimiento ni
reparto
Vengo viajando en un tren retumbante y trabajoso rumbo a la redacción,
a cumplir el encargo de escribir una nota sobre la política
económica en el primer año de la Alianza. Intento
pensar, pero un interminable desfile de vendedores y pordioseros
no me deja. No falta la mujer extraviada que cuenta a todo el pasaje
su desamparo, ni el enfermo de sida que pide caridad. Los únicos
esta vez ausentes son los ex combatientes de Malvinas, ya casi cuarentones
y roncos. En las estaciones atruena FM Tren por los parlantes, bien
al estilo cuarto mundo. Me digo que todo es igual o peor que cuando
Carlos Menem era el poder. Los chiquitos explotados que reparten
estampitas o vagan abandonados del todo son tantos con Graciela
Fernández Meijide en Desarrollo Social como lo eran con Eduardo
Amadeo. Los albañiles derrumbados de sueño en los
asientos supongo que deben trabajar aún más horas
para sobrevivir. Aunque ganen cada vez menos, acaban de aumentarles
el boleto.
En diez minutos de traqueteo, de Carupá a Acassuso, este
tren descuenta la misma distancia que puede existir entre Bangladesh
y Suecia. La Alianza centroizquierdista de los radicales y el Frepaso,
además de no haber logrado que se genere más riqueza,
no ha hecho nada por comprar un poco más de equidad. Por
inercia, el abismo de la desigualdad se profundizó. Sin embargo,
están remodelando las estaciones, y asegurándose de
que nadie pueda viajar sin boleto, la escapatoria que antes de la
privatización tenían los más pobres. Tiene
razón Jorge Kogan: a los indigentes no los afecta la tarifa.
Ellos viajan en bicicleta o zapatilla.
Pero José Luis Machinea acaba de decir por radio que si le
fuera dado empezar de nuevo haría básicamente
lo mismo. Fernando de la Rúa, en cambio, aprendiendo
de los errores, asegura que el 2001 será un año maravilloso.
Como le explicaron que al asumir cometió el error de pintar
un panorama negro, que asustó a los consumidores y provocó
más recesión, ahora prefiere tomarlos por tontos y
prometerles repentina prosperidad, días después apenas
de haber hablado de caos y de abismo, de cesación de pagos.
Así, infundiendo optimismo, explotará la demanda y
lloverán inversiones.
El virtual estancamiento de la economía en el 2000 significa
que el ingreso por habitante de los argentinos cayó alrededor
de 1,5 por ciento, después de haberse achicado 5,1 por ciento
en 1999. En la Argentina la gente es, en promedio, cada vez más
pobre, razón suficiente para repudiar a los partidos políticos
dominantes y recurrir al estallido como forma de protesta y reclamo,
o a la fantasía de la emigración en masa. Mientras
tanto, no hay ninguna razón para confiar en que el Gobierno
se esté ocupando de encontrarle un nuevo camino al país.
En toda su estructura no hay nadie pensando una estrategia, una
manera de desarrollar una economía que genere trabajo en
cantidad y calidad, que se ocupe de algo más promisorio que
producir commodities. No existe un ministro del mediano y largo
plazo. Dante Mario Caputo, el encargado de la ciencia, la tecnología
y la innovación productiva, tiene menos gravitación
que un fantasma. Y crece el hambre en un territorio envidiablemente
dotado para producir alimentos.
Pero los grandes temas de la agenda son otros. Al borde mismo del
precipicio (según declaración oficial), el Gobierno
emplea sus energías en abrirles a las prepagas el mercado
cautivo de las obras sociales, o en suprimir el régimen jubilatorio
de reparto y la Prestación Básica Universal, que admítase
son razonables obsesiones del FMI y del Banco Mundial. Entretanto,
en el mundo (básicamente Nueva York) predominan dos lecturas
del futuro argentino. Una es que, zafando del default con el auxilio
del Fondo, pueden ayudarlo al país algunas noticias eventualmente
favorables, como la reducción en la tasa de interés
norteamericana (dato crucial para una nación fuertemente
endeudada) y cierta depreciación del dólar (que atenuaría
la sobrevaluación del peso). Pero la otra lectura es que
la convertibilidad con tipo de cambio fijo está condenada,
y losmercados ejecutarán la sentencia tarde o temprano. La
idea es que la Argentina está comprando tiempo, pero sigue
en una trampa que The New York Times acaba de describir así:
Los inversores no pondrán dinero en una economía
que no crece, y que no tiene esperanzas de crecer sin ese dinero.
Ellos pueden estar equivocados, pero en ese caso también
lo está Machinea. Este y su equipo intentaron la misma política
tautológica que ya les había fracasado a sus sucesores
de la vez pasada, los muchachos de Bunge & Born, en 1989. Aquéllos
la formulaban así: Haremos lo que los mercados quieren
que hagamos. Por tanto, los mercados nos apoyarán. Y con
el apoyo de los mercados, nuestra política no podrá
sino triunfar. Asumieron en julio, y en diciembre ya estaban
de regreso en sus casas. Siempre sobreviene el mismo problema: saber
qué cosa quieren los mercados. ¿El ajuste fiscal o
el crecimiento? El elenco aliancista no acertó a poner las
fichas correctamente, granjeándose la repulsa general. Afuera
le cerraron el crédito. Adentro se le pulverizó el
capital político inicial. Sólo conserva como activo
cierta buena disposición del establishment, que reconoce,
con una mano en el corazón, que el Gobierno respetó
y cuidó escrupulosamente sus intereses.
El tren llegó a la terminal. En unos minutos volverá
a arrancar, pero en la dirección opuesta. El gobierno de
De la Rúa no se sabe si arrancará de una buena vez,
pero es poco probable que cambie de rumbo. Sin embargo, pueden soplarle
mejores vientos, ya que la economía mundial es imprevisible.
Bajo la sombrilla de Horst Köhler, el sucesor de Michel Camdessus,
2001 quizá sea ese año maravilloso que promete el
Presidente.
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OPINION
Por J. M. Pasquini Durán
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Compromisos
El balance podría ser breve y categórico: en un año
de gobierno la Alianza perdió la mayor parte de la confianza
popular que había acumulado desde que se formó en
agosto de 1997. Hasta aquí no es una opinión, es un
hecho que puede verificar cualquiera. Importa, sin embargo, la averiguación
de los antecedentes que den cuenta de semejante pérdida en
tan corto plazo. A partir de este punto, las conclusiones difieren
según la mirada de cada analista. Para el pensamiento progresista
la ocasión del aniversario es un acicate más para
la reflexión, que no empezó ni terminará en
este día. Es imprescindible la búsqueda de explicaciones
valederas, porque la actual decepción en el progresismo es,
por lo menos, tan fuerte como la del conjunto debido al número
de expectativas depositadas en la inédita experiencia de
un gobierno de coalición a través de la gestión
del Frepaso. Los precedentes históricos demuestran que la
historia no acaba por la frustración de una alternativa,
pero en el plazo inmediato el fracaso debilita incluso a los que
fueron reticentes o negaron el apoyo. De poco sirvió que
tuvieran razón los críticos de Isabel Martínez
a la hora de impedir el asalto del gobierno por las Fuerzas Armadas.
La cuestión es siempre la misma: ¿cómo resistir
con eficacia a la prepotencia conservadora?
La versión oficial, según lo previsible, está
saturada de argumentos exculpatorios. Los más repetidos son:
la herencia recibida, el desfavorable contexto internacional, el
tiempo escaso y cierta dosis de desaciertos. En el otro extremo
del análisis aparecen: la rendición incondicional
de la voluntad política al interés de los banqueros
y de un puñado de grupos económicos concentrados,
el canibalismo interno, la ineficacia ejecutiva, el aislamiento
de cúpulas y la mezcla inútil de agua con aceite.
Dado que los pormenores de ambos relatos, aunque antagónicos,
tienen una relativa cuota de razonabilidad, pareciera que todo se
reduce a la forzada opción por alguna de las partes, blanco
o negro, cara o ceca. A lo mejor una explicación más
amplia y equilibrada debería primero remontarse a la génesis
del proceso. La Alianza surgió, apenas dos años después
de que Carlos Menem había sido reelecto por una votación
impresionante, con un objetivo primario y preciso: desalojar al
menemismo en el plazo legal establecido para el segundo mandato.
Esa tarea fue cumplida con éxito, alentada por un frente
opositor que desbordaba los límites de la coalición
para abarcar a franjas enteras del peronismo y de la derecha que
consideraban agotado el tiempo del caudillo riojano.
Al instalar a Fernando de la Rúa, primero en la candidatura
y luego en la Presidencia, el mensaje de la mitad del electorado
pudo leerse con linealidad: de máxima quería mejor
distribución de la riqueza, pero sin regresar a la hiperinflación
ni a la violencia, y de mínima, no ahondar las penurias económicas.
Más Estado y más mercado, sintetizó
la Alianza. Con un jefe de Estado de conocida propensión
conservadora, la cuota de cambios progresistas dependería
de la influencia combinada del Frepaso y de tendencias internas
del radicalismo. Pese al vertiginoso ascenso, el Frepaso era un
conglomerado de minorías superpuestas, sin articulación
orgánica ni extensión territorial, con liderazgos
consagrados por su eficacia mediática como críticos
del menemismo, en especial como abanderados contra la corrupción
impune. Era una construcción abierta, dispuesta a recibir
nuevas adhesiones transversales, que se reunió con un partido
centenario sujeto a los hábitos convencionales de la política
tradicional. Las tensiones internas serían inevitables y
traumáticas, sobre todo porque en la cumbre nunca definieron
un método consentido para la toma de decisiones y para resolver
previsibles litigios.
De talante receloso y escaso carisma (dicen que soy aburrido
fue la ocurrencia más popular), atento a los consejos de
sus afectos antes que a los compromisos derivados de la coalición,
con una percepción de la realidad posible subordinada
a la economía ortodoxa de los neoliberalesque había
prevalecido en el mundo durante el último cuarto del siglo
XX, sin ningún aprecio por el conflicto social, De la Rúa
se apresuró a disponer su aislamiento voluntario. El
Poder Ejecutivo es unipersonal, como manda la Constitución
fue el dogma rígido de sus confidentes, que rechazaron la
flexibilidad indispensable para gobernar con la convergencia de
fuerzas heterogéneas. A poco andar (el impuestazo
fue anunciado diecinueve días después de asumir),
las decisiones presidenciales habían abandonado el programa
electoral de la Alianza y en su dinámica lo llevaron con
rapidez a confundir su ruta con la continuidad de la traza diseñada
en la década anterior. Así termina su primer año
prestando toda su atención al mandato del Fondo Monetario
Internacional (FMI), sin ninguna consideración por ningún
otro mandato, ni siquiera por el que recibió de las urnas,
incapacitado para atender a las urgencias de la demanda social.
La falsa premisa que confunde aislamiento con autoridad lo llevó
a renovar el gabinete ministerial en términos insoportables
para el vicepresidente, que renunció, y perturbadores para
Raúl Alfonsín, jefe de la UCR. Político formado
en la vieja escuela, aceptó la renuncia de Chacho Alvarez
como una deserción de responsabilidades, criterio que fue
imponiéndose en el ánimo general debido a que el jefe
del Frepaso explicó por qué se iba, pero hasta ahora
no quedó en claro para qué. Lo mismo les pasa a los
que responden a las críticas con la consigna de más
Alianza. Después de un año de gobierno, la Alianza
es una apariencia en el ámbito nacional, con la sola excepción
de la Capital, con un futuro anclado por el desaliento y la incertidumbre
de la mayoría ciudadana. Igual que la Convertibilidad, nadie
sabe qué es lo menos malo, si permanecer o abandonarla, porque
sus principales protagonistas no tienen por el momento nada mejor
para ofrecer. Lo más alentador de esta jornada es recordar
que el 10 de diciembre se conmemora el Día Internacional
de los Derechos Humanos, una bandera que permanecerá en alto
mientras sea patrimonio y convicción de los pueblos.
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