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PAGINA/12 ESTUVO TRES DIAS EN LAS RUTAS DEL CONTRABANDO
Piratas de la selva

A lo largo de tres días, un periodista y un fotógrafo de este diario se abrieron paso por la selva misionera con una patrulla de Prefectura que intenta cazar contrabandistas por tierra y por agua al más puro estilo Rambo.

Un depósito con mercadería secuestrada en las requisas. La patrulla avanza en medio de la selva, esperando oír la señal de los contrabandistas.

Por Horacio Cecchi
Desde Misiones

La selva misionera es una muralla de árboles inmensos asfixiados por enredaderas, ramas y arbustos abrazados en un gigantesco nudo caótico de kilómetros y kilómetros. Sólo se escuchan chirridos, gritos, silbidos. Los que saben dicen que son animales. Vaya a saber si es cierto. La pretensión del jefe de la patrulla suena a proeza o absurdo: atravesar 8 kilómetros de esa muralla para llegar al borde del Paraná, de noche y con la orden de no encender las linternas, buscando contrabandistas. El método tiene éxito: este año, en la Zona Alto Paraná, secuestraron casi tres toneladas de marihuana y 70 mil cartones de cigarrillos, los dos rubros preferidos de los capi mafia. La cuota no es gratuita. Hace quince días, en la frontera de Formosa, una lancha intentó capturar una banda. Intentó porque apenas les echó una mano encima, la lancha fue rodeada por decenas de embarcaciones que aparecían de no se sabe dónde. Eran compañeros de los detenidos y los prefectos pasaron a ser los capturados. La situación se zanjó sólo cuando intervino en el rescate una lancha de la Armada paraguaya, a su vez asediada por otras tantas embarcaciones de contrabandistas. “Es algo de todos los días”, tranquilizó un miembro de la Prefectura. Durante tres días, Página/12 compartió las comodidades de las patrullas, enlatados en un pequeño bote plástico a la deriva, o a tientas por la selva misionera, embadurnados en repelente inocuo, escuchando sonidos que la oscuridad agiganta, tropezando con ramas, alimañas y duendes, siguiendo la senda de los contrabandistas.
La descripción del tráfico es sencilla: a la altura de Puerto Rico –la zona más caliente del contrabando en Misiones–, el ancho del Paraná promedia los 700 metros. Un bote a remos cruza el cargamento de la orilla paraguaya a la argentina. Un grupo se encarga de llevar los bultos desde el lugar hasta donde espera un vehículo.
Así dicho, suena sencillo. En realidad, hay que saber aprovechar la corriente para cruzar el río a puro remo y pulmón, en cinco minutos. Y conocer la selva como para subir la barranca de 200 metros, cubierta de vegetación, con bolsas de alrededor de 50 kilos o más sobre los hombros, corriendo descalzos o en ojotas, en la oscuridad, hasta depositar el cargamento en el vehículo.
El cruce también es un juego de artimañas de ambos lados: cómo hacer creer al bando enemigo que no se está haciendo lo que todos saben que es cosa de todos los días.
–November Foxtrot, aquí Lima Sierra. Estamos en el sitio –en el más puro código de una serie televisiva, el líder de la patrulla anuncia a la base que la operación está por comenzar. Lima Sierra significa Lancha de Servicio. November Foxtrot, NF, la sigla de la Subprefectura de Puerto Rico.

A la pesca de cigarrillos

Objetivo: entrar por la desembocadura del arroyo Garuhapé. Es uno de los pasos preferidos por los remeros para descargar sus bultos. El motivo es simple: el arroyo se interna en territorio misionero acortando la distancia hasta la ruta donde espera el camión, camioneta o cualquier cosa que tenga motor y ruedas. Las descargas se realizan sobre puertos naturales. Los expertos llaman de esa forma a claros casi invisibles que se abren cada 50 a 100 metros a lo largo de toda la costa selvática. La artimaña de la patrulla también es simple: desde el lado paraguayo, los pescadores, presuntos campanas, verán a Lima Sierra perderse en el arroyo, y al rato la verán salir de regreso al destacamento. Pero en el camino la lancha habrá abandonado una patrulla, que trepará la barranca selvática a través de un trillo –así llaman al sendero abierto en la espesura por los contrabandistas–, hará un rodeo en plena selva hasta llegar a un punto de observación, sobre el borde del Paraná, a la espera de sorprender una banda. Tienen el dato de que bajarán un cargamento de cigarrillos.
Sobre Lima Sierra, los tres integrantes de la patrulla de infantería que desembarcará en tierra buscan el puerto natural y su correspondiente trillo. Es una tarea de locos. Pero en cinco minutos alguien descubre el lugar. La lancha se arrima a la orilla. La patrulla de infantería –desde ahora Papa India– clava sus borceguíes en tierra.
–¿A cuánto estamos del objetivo? –pregunto, mirando hacia arriba las laderas escarpadas de árboles y maraña vegetal.
–Tenemos cinco barra seis kilómetros de infantería –explica como si nada el líder, sin imaginar el daño que provocan sus números barra palabras en la estructura emocional del gringo urbano–. En marcha.
Mi primer paso en la selva fue erróneo. Parecían ramas firmes, pero debajo había un pozo de vaya a saber cuántos metros. Quedé colgando de las risas de los Papa India. Sigue la marcha. Delante, camina uno de los comandos, con gorrito tipo Piluso, pero verde camuflaje igual que el resto de su ropa, con un chaleco antibalas y un fusil automático en sus manos, cuchillo tipo Rambo, pistola, cargadores, linterna, celular, handy y visor nocturno. Salvo el gorrito Piluso, el resto de la patrulla sigue el mismo estilo comando. Cansa sólo verlos con tanto lastre.

Cinco barra seis kilómetros después

La consigna es avanzar sin luz y en silencio. Sólo se escuchan conversaciones entre monos y tucanes, y algún insecto entrometido. Una hora de marcha forzada y accedemos al punto de observación: el rancho de un tal Harry, abandonado y devorado por la selva. Está al borde de la barranca. Si uno se arrojara hacia el río, jamás llegaría: quedaría colgado entre la maraña. De todos modos, no es aconsejable intentarlo. Corriendo matorrales y plantas varias es fácil divisar la orilla paraguaya, a poco más de 500 metros. Es lo único fácil.
–Allá –señala el líder de la patrulla.
–No veo nada –le digo, intentando descubrir algo hacia donde señala su índice, mientras mi mano derecha lucha contra un ejército de mosquitos barra uras, una especie de moscas que deposita larvas en la piel y cuyo plato preferido es la sangre humana.
–El bote, allá derecho. Es un campana.
Después de quince minutos de búsqueda infructuosa, en la otra orilla comienza a dibujarse una mancha, visor nocturno mediante. Se supone que eso es un bote y que se distingue un bulto en su proa. Según el experto es una figura humana. Según este cronista, es un “Ah, ¿esa manchita?”.
El bote/manchita permanece horas en el lugar, tan quieto que termino convencido de que el líder de la patrulla ve fantasmas. La espera es tensa. Los Papa India vienen preparados: provisiones, latas, agua, para pasar varios días sin otra compañía que chirridos animales y crujidos vegetales. Sin olvidar la observación, los comandos comienzan a conversar en voz muy baja. Hablan de historias de la selva. Les comento mi admiración por la forma en que se orientan dentro de la maraña. “Hasta el más experto se pierde –reconoce con cautela un Papa India– cuando aparece Yaci Yateré o Pombero y te borra las huellas”. Según la leyenda, el primero es un pajarito silbador y el segundo, un enano, versiones diurna y nocturna de un mismo duende que pulula en la selva. Fue el único momento en que los comandos, armados hasta los dientes, parecieron perder la compostura. Habrá que creerles.
Por suerte, el relato de fantasmas se interrumpe con un chapoteo en el agua. Pasa un bote sobre la mitad del río.
–Ahí está, ¿lo escucha? –pregunta el líder.
–¿Si escucho qué?
–Ese aullido de mono. No es un mono. Son ellos que se pasan señales.
Demoro dos minutos en descubrir que los monos aúllan y otros dos en identificar el sonido. El aullido se repite. Tiene algo raro. Cuando uno comprende que eso raro es la parte humana, no puede hacer otra cosa que estremecerse. El sonido recorre la selva. Al tercer aullido, el bote que avanzaba sobre la mitad del río alcanza la orilla argentina a una velocidad pasmosa y se pierde en la vegetación. La manchita del otro lado, de donde salió el aullido, ya no está. Terminó su misión.
–November Foxtrot; aquí Papa India. La embarcación bajó a mil metros hacia el destacamento. Son dos arriba y llevan bultos. Estamos muy lejos, nosotros no llegamos.
La base envía otra Papa India para interceptar a los contrabandistas, pero en la ruta. Nuestra patrulla regresa. Media hora y tres kilómetros de selva después, alcanzamos un camino donde nos espera una camioneta. Cómodo regreso a la civilización, aire acondicionado incluido.

Flor de Irupé

La única y última vez que vi un camalote fue en la película La Burrerita de Ipacaraí, con Isabel Sarli. De esto hace muchos años. Una patrulla de Prefectura brindó la posibilidad de un reencuentro particular: no con la Sarli, sino con los camalotes. La patrulla, en esta ocasión, no saldría por tierra sino por agua, en un bote plástico, un Bravo Papa con motor fuera de borda.
–Vamos a camalotear –dijo el prefecto.
–Ah –respondí.
Traducción: dejar el bote a la deriva, sin motor y en la oscuridad. El objetivo es sorprender a un cargamento, silenciosamente en medio del río. El Paraná está poblado de rocas sumergidas. La carta de navegación está grabada en la memoria del timonel.
–¿Sabe nadar? –me preguntan.
–Yyyy... unas brazadas puedo dar.
Después de una oración por la memoria del timonel y ajustarme el arnés del chaleco salvavidas, partimos. Dentro del Bravo Papa hay dos patrullas, los enviados y una heladerita con suculentos sandwiches de jamón y queso. El bote se mueve como una pluma al viento. Sólo se escucha el agua rompiendo contras las piedras. Al rato comienza el rito de la cena, que se interrumpe por un pedido de silencio. Hay algo del lado de la costa argentina. El Bravo Papa se acerca.
–Allá, allá –susurra el líder. Todos lo ven menos los enviados. Recién a dos metros de la orilla, se dibuja una mancha en la vegetación.
–¿Nombre? –pregunta el líder a la mancha.
–Ríos, Ramón, vivo acá arriba –responde la sombra, que ahora se bifurca y resultan ser dos–. Vinimos a pescar hace un rato.
“No tienen caña. ¿Pescando qué?”, se pregunta el timonel. De todos modos, los presuntos campanas tampoco tienen nada que sostenga más que una sospecha. La camaloteada continúa. Media hora después, suenan siete disparos. “Son de FAL”, dice alarmado alguien, mientras el motor de Bravo Papa comienza a rugir. En la misma zona de donde vienen los disparos hay una patrulla oculta. Todos temen que haya un enfrentamiento feroz. El bote avanza sobre un río de adrenalina y, a medida que pasa, de los bordes de la selva titilan decenas de linternas: los campanas están cumpliendo su tarea. Finalmente, después de un variado intercambio de códigos radiales, se determina que la patrulla no está involucrada en los tiros. November Foxtrot ordena el regreso. Mañana, Bravo Papa proseguirá su búsqueda de todos los días. Hotel Charlie y Golf Mike, enviados de Papa/12, ya no serán de la partida.

 

La verdad del contrabando

Por H. C.
El contrabando en la frontera se divide en dos: las grandes bandas organizadas y el contrabando hormiga. Uno y otro existen porque de este lado del río hay un comprador con poder adquisitivo. Según relata un investigador local, “en la década de los 80, los generales paraguayos tenían un alto poder adquisitivo. El contrabando principal eran los autos y camiones robados en Buenos Aires, que pasaban sobre botes al otro lado. Ahora el ojo de los grandes capitalistas está puesto en los cigarrillos y la marihuana. Los cigarrillos son producidos en Argentina y exportados legalmente, sin impuesto. El precio es bajísimo. . En la droga, el asunto es distinto. Hay una gran producción paraguaya en la zona de Pedro Juan Caballero. Allí la cosechan, la empaquetan, la cruzan, y acá la venden”. En Prefectura reconocen, por lo bajo, que el contrabando hormiga es un problema social. “Si el Gobierno diera la orden y el presupuesto para cortarlo de plano –dice un uniformado–, se nos vendría encima todo el pueblo. No tendrían de qué vivir.” En cuanto a las grandes organizaciones, los expertos también reconocen, off the record, cómo funciona el sistema: “No existe una intención política real de detenerlo. En Misiones hay casi mil kilómetros de frontera y mil hombres para contenerlo. Un kilómetro para custodiar por hombre. Tendríamos que tener multiplicado el presupuesto, la cantidad de hombres y de lanchas”.


Cargamentos en cifras

En la jurisdicción de la Prefectura Zona Alto Paraná, los dos principales rubros de cargamentos son los cigarrillos y la marihuana. Comparativamente, este año se produjo un notorio incremento en los golpes de los prefectos en relación con el ’99. Lo que nadie sabe es si fue porque se mejoraron las técnicas o el negocio se incrementó en la misma proporción.
Hasta diciembre de este año, fueron secuestrados 69.929 cartones de cigarrillos, por un valor de 782.249 pesos.
En 1999 en ese período fueron decomisados 54.158, por 522.783 pesos.
En 29 procedimientos exitosos fueron capturadas 3,353 toneladas de marihuana.
En 1999, la cantidad fue de 18 procedimientos y 1,456 tonelada.
Dos golpes en un mismo día (10 de junio) en la Subprefectura de Puerto Rico: 700 kilos de marihuana en un camión y 203 en una camioneta.
En la Prefectura de Posadas secuestraron, en lo que va del año, objetos por valor de más de medio millón de pesos.
Entre los objetos secuestrados figura un visor nocturno, para observar los movimientos de la Prefectura.
En toda la jurisdicción, se realizaron 967 procedimientos contra la pesca ilegal. A la cabeza de la tabla se encuentra la Prefectura de San Javier, sobre el río Uruguay, con 461 procedimientos y kilómetros y kilómetros de redes y líneas levantadas.

 

LAS PASERAS, QUE LLEVAN PUESTO EL CONTRABANDO
“Cruzamos cositas surtidas”

Por H.C.

Teresa tiene alrededor de 50 años que confiesa indirectamente: “Hace más de 40 que estoy en esto, desde los 6 años”, reconoce. Con “esto” se refiere a su trabajo cotidiano como una de tantas paseras del otro lado del río. Las paseras son mujeres que viven en la extrema pobreza y que ganan su sustento pasando mercaderías por encargo a través del río. No utilizan botes ni lo hacen de noche. Pasan por los puestos fronterizos escondiendo el bulto bajo sus ropas. Son capaces de llevar de a diez jeans, dos o tres cartones de cigarrillos y hasta dos centenares de relojes. Teresa y otras 15 paseras aguardan su clientela sentadas en la vereda, en la Zona Baja de Encarnación, la ciudad paraguaya frente a Posadas. La calle está atestada de gentío. Es el mercado junto a la ribera, lo más parecido a un bazar persa. Allí se puede conseguir desde un atado de cigarrillos a la tercera parte de su precio argentino, hasta ropa, electrónica, perfumes. Lo que uno quiera.
–¿Cuánto sale ese equipo? –pregunta el cronista en un local. El equipo, en Argentina, cuesta alrededor de dos mil dólares.
–Quinientos pesos –responde la empleada.
La franquicia aduanera para los argentinos que no viven en Posadas es de 300 dólares. El equipo supera el precio y la empleada sugiere:
–Yo puedo hacer una boleta por 280, pero ellos (los aduaneros argentinos) ya conocen la marca y el precio. Por 50 pesos más se lo entregamos del otro lado, donde quiera y a la hora que quiera.
Es el momento de llamar a una pasera. Se reúnen a una o dos cuadras de donde salen los lanchones que cruzan el río. Allí está Teresa, en un barcito en la calle, propiedad de Perla Ledesma que contacta a las paseras.
–No soy rebuscadora, soy pasera –dice orgullosa Teresa. Las rebuscadoras son las que transportan comida, una jerarquía más baja en las escalas de la marginación.
–¿Qué suele cruzar?
–Cositas, viste, cositas surtidas. Vaqueros, relojes, camisas. Lo que pida. Por cada prenda cobro dos pesos. Las remeras y la ropa chica, uno.
Teresa tiene diez hijos y un marido desocupado. Con su trabajo gana, con suerte, cinco pesos al día en promedio. “Alcanza para la comida”, dice mordiéndose los labios.
En el contrabando hormiga, el hilo se corta por lo más fino. Las paseras llevan menos de 5 mil pesos, el límite que divide entre infracción aduanera y delito federal. Si las detienen con más de cinco mil, van presas. Con menos, les incautan la mercadería. El cliente no pierde. Recupera el valor de su producto en pasadas gratuitas. Paga Teresa poniendo su cuerpo.
El lanchón en que va a cruzar Teresa está repleto. El 90 por ciento son paseras. “Está Martínez”, dice una, aparente señal de que la cosa viene dura con la Aduana y Migraciones. Parece que no es lo habitual. “De veinte pesos, diez son para el aduanero, cinco se nos van en el boleto. Nos quedan cinco”, explica una de ellas. Todas las paseras comienzan a esconder de todo en sus corpiños, dentro del pantalón, en la suela de sus zapatos. Cuelgan aros de sus orejas. Mágicamente una caja de veinte tubos de pasta dentífrica desaparece de la vista. “Hoy están duros”. Duros tiene un significado estricto que este cronista comprueba con sus propios ojos: el miércoles pasado, por la tarde, el encargado de Migraciones en el embarcadero de Posadas sólo puso el ojo en las morochitas, potenciales indocumentados. Para él, el contrabando hormiga viene de la mano de la inmigración ilegal y, según su procedimiento, es evidente que no existen hormigas rubias.

 

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