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UNA VISION DESDE FRANCIA DE CIEN AÑOS DE
LA MUERTE DEL ESCRITOR INGLES OSCAR WILDE
“Vivo temiendo no ser un incomprendido”

El hotel que hoy publicita a los cuatro vientos haber sido morada del poeta en el exilio francés en realidad lo expulsó a la calle y le confiscó sus bienes, en un resumen de lo que buena parte de la sociedad hizo con Wilde luego de la condena a la cárcel por �dudosos hábitos morales�.

Idea: Al final de sus días, Wilde le dijo a un amigo: �La misión del artista consiste en vivir una vida completa. El éxito es sólo un aspecto; el fracaso es el verdadero fin�.

Por Eduardo Febbro
Desde París

Si hubiese que escribir una historia del destierro y el olvido, los hoteles de París podrían ofrecer los mejores episodios. Cuando venía a la capital francesa, Jorge Luis Borges siempre residía en el hotel de BeauxArts, hoy llamado simplemente “L’Hotel”. Su inclinación por esa residencia de lujo situada entre la academia de Bellas Artes y el Sena no era un azar arquitectónico: allí, el 30 de noviembre de 1900, en el entonces Hotel d’Alsace, murió uno de los escritores más extraordinarios de la literatura del siglo XIX, Oscar Wilde. El autor de El retrato de Dorian Gray tenía apenas 46 años y había venido a París huyendo de un destino que cambió de golpe el rostro de la fortuna y la fama por la máscara del infortunio y la decadencia. Los últimos tres años y medio de su vida transcurrieron en Francia, en una suerte de descenso a los infiernos apenas aliviado por la bondad del propietario del hotel.
Cuando llegó a París estaba abatido. Nadie hubiese podido imaginar que un autor que en 1891 era uno de los más rutilantes personajes de la alta sociedad londinense iba a pasar a ser un reo encarcelado y perseguido por su homosexualidad. Denunciado en 1895 por el Marqués de Queensberry, padre del amante de Wilde, Lord Alfred Douglas, alias “Bosie”, Wilde fue condenado por sus “dudosos” hábitos morales. Oscar Wilde cumplió su condena en una celda de cuatro metros por dos del penal de Bow Street. El 19 de mayo de 1897 recuperó su libertad, pero el destino ya había mezclado las cartas de otra manera: estaba enfermo, su madre había muerto durante su cautiverio y su mujer y sus hijos, a los que jamás volvería a ver, habían cambiado de nombre. “Todos los juicios de una causa son juicios de una vida entera: lo mismo que todas las sentencias son sentencias de muerte”: esa frase escrita en la cárcel sería el símbolo de los últimos años de su vida. Llegó a París arruinado, enfermo, sin amigos ni una casa donde vivir: los hoteles y los hoteleros fueron a la vez sus mejores aliados y sus peores enemigos.
La última morada de Wilde fue la habitación número 16 del Hotel d’Alsace. Miserable, estrecha, muy distinta de la que Borges solía ocupar cuando venía a París. Pero antes de llegar ahí Wilde conoció el hambre y la humillación infringida por quienes hoy lucran con su nombre. En el verano de 1899, Wilde se hospedó en el Hotel Louvre Marsollier, situado en el barrio de la Opera. Si la publicidad actual promociona el establecimiento como el hotel donde vivió Oscar Wilde, la realidad no es tan bella. Estudiantes que realizan tesis sobre Wilde o fanáticos del escritor acuden hoy al Marsollier en busca de las huellas del autor de La importancia de llamarse Ernesto: tal vez no sepan que el propietario de la época echó a la calle al genial escritor. No sólo lo dejó a la intemperie, también se quedó con las pocas pertenencias que le quedaban. Uno de los primeros biógrafos de Wilde, Hesket Pearson, anotó que el encargado del Hotel Marsollier “tenía el alma de un comerciante y dejó escapar la ocasión de acceder a la inmortalidad por una mera deuda de 100 francos”.
Sin nada ni nadie, en la peor de las desgracias, Wilde deambuló de puente en puente hasta dar con Jean Dupoirier, el propietario del Hotel d’Alsace. Dupoirier le abrió los brazos bajo la forma de la llave de una habitación que Wilde ocupó hasta el final. El propietario del Alsace pagó las deudas del escritor, le adelantó dinero y hasta autorizó que Wilde fuera operado del oído en su habitación. Ninguna imagen puede ser más dramática que la de su entierro. Sus biógrafos cuentan que al modesto cortejo fúnebre asistieron su fiel amigo Robbin Ross, Bosie, el amante que precipitó su caída, y el personal del hotel, que compró una corona con perlas de cera que llevaba esta inscripción: “A nuestro locatario”. Paradoja tanto más punzante cuanto que, años después, fue su amigo Rossquien pagó las 190 libras –una suma considerable– que Wilde le debía a Dupoirier. “La amistad es más trágica que el amor: dura mucho más”, había escrito Wilde. Y tenía razón.
El antiguo Hotel d’Alsace, luego bautizado Beaux-Arts y ahora L’Hotel, estuvo cerrado durante varios meses por refacciones. Si Borges volviese hoy seguramente no lo reconocería. Pero el paso de Wilde por ese establecimiento sigue suscitando tanto interés que, según contó a Página/12 el gerente actual, Fabienne Capelli, últimamente recibió decenas de llamadas de un cliente que quería reservar la habitación que el escritor ocupó en el primer piso y dormir allí del jueves 30 de noviembre al viernes 1º de diciembre. “Fue un verdadero bombardeo de cartas y faxes, pero esa habitación estaba reservada con muchos meses de antelación”. Pese a esta insistencia y comparado con lo que se hizo en Gran Bretaña, Francia celebró con pocas expresiones el centenario de la muerte del autor irlandés. Además de las ceremonias que se llevaron a cabo en L’Hotel, grupos de anónimos y un puñado de famosos protagonizaron una peregrinación al cementerio parisino de Père-Lachaise, donde el cuerpo de Wilde fue transferido en 1909 tras pasar casi una década en el pobrísimo cementerio de Bagneux, en las afueras de París. Muchas manos anónimas depositaron rosas y piedras solitarias sobre la tumba del autor de De Profundis.
“Siempre hay gente para recordarlo, maldecirlo, criticarlo o reírse cuando se representan sus piezas de teatro. Wilde abarca el abanico completo de las emociones”, dijo a Página/12 Merlin Holland, su nieto. Hasta ese nombre de Holland que reemplazó al Wilde es una historia de hoteles. Cuando su mujer y sus hijos huyeron de Inglaterra, el nombre y las andanzas de Wilde habían provocado tales escándalos en Europa que los hoteles donde se hospedaban les rehusaban los cuartos. Tras una enésima experiencia semejante en Suiza, su esposa se puso el nombre de Holland. Entrevistado por este diario, su nieto declaró que de todas maneras Francia “seguirá siendo el país que le dio asilo y lo recibió en los últimos años de su vida, que estuvieron llenos de miseria, de dificultades y de soledad. Pero para Wilde, Francia era la madre de los artistas. Para mí, lo más importante es que aquí en Francia la gente siempre consideró a Oscar Wilde como un artista antes que nada y no como un homosexual. Su homosexualidad es algo accesorio. Es preciso empezar a golpear sobre la mesa y decir basta. Wilde fue crucificado en su época y ahora hay que dejarlo un poco tranquilo. Debemos revalorizar su reputación literaria y no su homosexualidad”.
“Los largos siglos de la literatura nos ofrecen autores harto más complejos que Wilde; pero ninguno más encantador”, anotó Borges en uno de sus homenajes. Frase exacta con la que Wilde, desde la ironía, no hubiese estado en desacuerdo: “Vivo aterrorizado de no ser un incomprendido”, escribió en uno de sus ensayos sobre el arte y la crítica. Su miedo nunca se realizó ya que pocos autores fueron tan incomprendidos como él. Durante muchísimas décadas Wilde fue considerado como un mero dandy cuya única meta era hablar asombrando con sus paradojas. La de su vida es sin dudas la más constante: cuando ingresó a la cárcel de Reading era un autor célebre; al recuperar la libertad, salió destruido y entró en el cambiante laberinto del olvido. Pero sobrevivió a las tribulaciones de los juicios y del tiempo hasta ingresar en el panteón de los autores clásicos, esos que se leen de generación en generación. Cómo no leer con emoción que “el misterio del mundo es lo visible, no lo invisible”, o “la música nos crea un pasado que ignoramos”, o “arrepentirse de una acción equivale a modificar el pasado”. ¿Se habrán arrepentido alguna vez los hoteleros rapaces, los amigos infieles, los jueces que buscaron condenarlo para dar un “ejemplo” a una época de sexualidad lujuriosa? ¿O es Wilde quien tuvo razón cuando, al final de sus días, le confesó a su amigo Laurence Housmanque “la misión del artista consiste en vivir una vida completa. El éxito es sólo un aspecto, el fracaso es el verdadero fin”?

 

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