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YONOPICO Y LA FERRARI

Una historia de wingers izquierdos, abogados, códigos, y la pastillita que acelera más que un Fórmula 1.

Por Juan José Panno

”Yo no pico”, advirtió una vuelta, algunos años antes de aquella publicidad del muchacho que decía no le pidieran que cabeceara. “Yo no pico”, dijo sentencioso, lo que se entendía muy bien (lo de sentencioso) considerando su profesión de abogado. Lo que no se entendía mucho era su advertencia, si se tomaba en cuenta que jugaba de wing derecho de un rejuntado que sólo llegaba al arco rival de vez en cuando con algún pelotazo afortunado. Yonopico, todo junto le quedó ese día para siempre, a Vincenzo Campolungo, abogado, vago, atorrante, sexópata, bienviviente, wing derecho en rebeldía. Andaba bordeando los treinta cuando anunció el inexorable fin de sus piques por la raya y nos obligó a todos a entregarle el elemento cortito y al pie. “La que corre es la pelota”, siguió siendo su lema predilecto en los estertores de aquel equipo de barrio que murió años más tarde, de muerte natural. Como paso por la vida de Titánico, que así se llamaba nuestro cuadro, quedaron registrados un puñado de pobres triunfos pasajeros, muchísimas derrotas de oprobio, un par de empates dignos, cientos de goles en contra y aislados, pero heroicos, goles a favor. Nadie de los integrantes de Titánico (los rivales nos conocían como Titanic) olvidará jamás el gol de Yonopico en un partido contra Reflex de un campeonato de veteranos que se jugó en la cancha de Fénix, en la Algodonera. Se trataba de un clásico entre el último y el penúltimo del torneo. Empatábamos 2 a 2 y cuando faltaban cinco minutos, Yonopico, con la derecha desgarrada, se desplomó a un costado de la cancha, del lado de afuera y ahí quedó. Nosotros estábamos con un dos menos, porque habían echado al centrojas y al ocho. Y encima, Yonopico desgarrado y nadie en el banco para hacer un cambio. Nos reventaban a pelotazos. Alguien le pidió que se parara a un costado, como figura decorativa, para amenguar el aluvión de los otros. No hizo falta que aclarara que no iba a picar. Heroicos, el arquero y los palos nuestros aguantaban el empate, hasta que un rechazo impiadoso del dos mandó la bocha a tres cuartos de cancha, a la exacta posición de florero que ocupaba Yonopico, quien, para sacarse el compromiso de encima revoleó la zurda y le dio a la pelota que salió disparada como una cañita voladora y se fue a caer, por detrás del arquero adelantado, en el mismísimo interior del arco. Menos elaborado, quizá, pero tan inmortal como el gol de Maradona a los ingleses.
De ese gol, de la fiesta que hicimos esa noche, de cómo se agarraron a trompadas entre ellos los contrarios, que no se permitían perder con un gol de lisiado, de fútbol en general hablamos tangencialmente con Yonopico cuando nos cruzamos la otra tarde en un boliche de Tribunales. Hacía años que no nos veíamos. Creo que no estaría mal reproducir el diálogo.
–¿Qué hacés, Yonopico?
–Bien, ¿y vos?
–Aquí ando, contame ¿qué es de tu vida?
–Bárbaro. Desde que descubrí la Ferrari, diez puntos, la figura de la cancha.
–¿La Ferrari?
–La pastilla...
–¿Qué? ¿Se te dio por la falopa?
–No, boludo, la pastillita, la azulina.
–Ah, el Viagra.
–Claro, se consigue en todas las farmacias. ¿Vos no andás en Ferrari? –No.
–Vos no serás de los que la juegan de cayetano ¿no? Porque hay muchos que se andan en la cuestión, pero no dicen nada. Yo canto, aviso..
–Como el día en que dijiste Yonopico...
–Exactamente. Pero al revés. Porque ahora pico, la voy a buscar, vuelvo, juego en toda la cancha. Una fiera, hermanito, una fiera. Ya no ando más con el código abajo del brazo...
–¿Qué? –Que yo antes me cascoteaba a las minas con el código abajo del brazo: uno de rigor y buenas noches. Ahora no. La Ferrari me cambió la vida. Dos, tres, cuatro. Te imaginás. A los cincuenta pirulos... ¿Sabés cuándo empecé?.
–¿Cuándo?
–El día de Francia y Brasil, la final del Mundial. Yo estaba con una mina amiga, linda mina, una de tacuaren. Hasta ese día, todo
reglamentario, pero fuimos a un telo, me mandé la yapasti, prendimos la tele y yo de abajo, lo más pancho, me banqué los noventa minutos del partido, los quince del entretiempo, la vuelta olímpica, la repetición de los goles y la fiesta por las calles de París. ¡Que fiesta! No lo podía creer. Desde ese día el campeón del mundo soy yo.
–¿Y las contraindicaciones?
–Ni contraindicaciones, ni efectos colaterales. Nada. Al contrario. Te abre la cabeza, cada vez ando mejor en la profesión.
–¿Seguís haciendo laboral?. ¿Vos estabas con algunos sindicatos, ¿no?
–Bueno, sí... estaba. Pero viste cómo son estas cosas. Uno en esto de laboral sabe para manejarse de los dos lados. Jugás de local y de visitante. Los laburantes ganan pocos juicios, así que ahora estoy enganchado con algunas empresas, un abono mensual. Muchos gastos. La vida del soltero es cara, y más cuando tenés que sostener un tren de vida como el que llevo yo ahora. Pero no me puedo quejar, estoy haciendo buena diferencia.
–Ah... Y al fútbol ¿no jugás más?
–Y, no. Pero un día de estos voy a probar con la azulina. En una de esas, vuelvo a picar por la raya como a los veinte. Che, ¿vos tenés algo que hacer ahora?
–Ando medio apurado..
–Son dos minutos, acompañame hasta aquí nomás a la farmacia que me quedé sin Ferrari. Ah, pagá el café que no tengo efectivo. ¿Y vos, qué es de tu vida?. Seguro que seguís con el código bajo el brazo... Contame, contame...

 

 

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