Urgente
e imprescindible
Por
Atilio A. Borón
Al
cumplirse una cuarta parte de su mandato, el balance de la gestión
gubernamental de la Alianza es decepcionante. Crisis económica,
crisis social, crisis institucional, crisis de liderazgo, crisis de confianza:
son demasiadas crisis para tan sólo un año de gobierno.
Una somera lectura de los contenidos del Contrato con la Sociedad
que la Alianza propusiera durante la campaña de 1999 revela el
abismo que separa promesas de realizaciones. El pleno empleo, la igualdad
de oportunidades, la educación y la salud como derechos, la depuración
del estado de los corruptos y la seguridad ciudadana fueron devorados
por la lógica destructiva del Consenso de Washington. La capitulación
de la política, convertida en un molesto apéndice de los
mercados, hizo que el Gobierno abdicara de toda pretensión de gobernar.
Su enfermiza compulsión es la de calmarlos, apaciguar sus humores,
ceder cada vez más a sus demandas. Y los mercados, como Shylock,
exigen su libra de carne. No importan las víctimas, o que en el
camino la sociedad se desintegre y la democracia se pervierta. Su aspiración
es que la propia nación se convierta en un mercado. El noble arte
de gobernar, esa fina ecuación que combina la visión de
los intereses públicos y el bienestar de la colectividad con la
sabiduría y audacia de los grupos dirigentes, fue reemplazado por
el manual de contabilidad y el cálculo de costos y beneficios.
En lugar de Platón y Rousseau, Teresa Ter Minassian y John Wolfenson;
en lugar del ágora y la plaza pública, los mercados con
su Armada Brancaleone de chantajistas y truchimanes: los gurúes,
los calificadores de riesgo, los dizque expertos
de toda laya y color y, detrás de ellos, tratando de ocultar su
mano demasiado visible, los banqueros y los dueños del casino financiero.
Las crisis aludidas al principio de esta nota se originan precisamente
en esta deprimente sustitución de valores, marcos referenciales
y criterios políticos. Una democracia se legitima no sólo
por su origen o por sus fines sino también por la calidad de su
ejercicio, es decir, por lo que hace. Un sobrio examen de lo actuado debería
bastar para convencer a la Alianza de que un cambio de rumbo es urgente
e imprescindible. Debería saber que las pérfidas voces que
desde los mercados la alientan y aseguran que van bien son
como las sirenas de la mitología griega, que atraían con
sus suaves cantos a los navegantes desprevenidos hasta que se sumergían
por completo en las profundidades del mar. Dado que el Gobierno parece
atribuirles tanta importancia a los números, le convendría
hacer la cuenta de quiénes lo apoyan y quiénes no: hoy es
cuestionado por los desocupados y los jubilados; por los obreros y los
empleados; por los profesionales, los universitarios y los científicos;
por las pymes, los industriales, los comerciantes, y los productores agrarios.
Este formidable frente de descontento explica la verdadera caída
libre de la popularidad presidencial, que en los primeros meses
de su gestión era bastante elevada y ahora se encuentra por el
suelo. ¿Quiénes están a su favor? Los dueños
del capital financiero y las empresas privatizadas, los únicos
que están haciendo pingües ganancias gracias a que para ellos
existe un welfare state de una generosidad ilimitada. No hace falta ser
un sagaz analista político para vaticinar los alcances apocalípticos
que podría llegar a tener la derrota electoral del próximo
año si la Alianza persiste en seguir teniendo como exclusiva base
social a los monopolios. Para corregir el rumbo que lo lleva al naufragio
el Gobierno podría extraer algunas lecciones de la más exitosa
economía europea de los últimos cinco años: Suecia.
A comienzos de los noventas este país padeció una fuerte
recesión, un déficit fiscal del 12 por ciento, tasas de
desempleo del 10 por ciento y desusadas presiones inflacionarias. Hoy
dispone de un superávit fiscal cercano al 4 por ciento, el desempleo
descendió al 4 por ciento, la inflación fue planchada
en torno del 1 por ciento y la economía crece vigorosamente. ¿Cómo
fue que revirtieron esta situación? Por suerte para ellos no hubo
ninguna misión del FMI o delBanco Mundial que descerrajara sobre
los suecos sus sabios consejos. Gracias a este descuido pudieron preservar
la excepcional influencia del Estado en el manejo de la economía
y en la regulación de los mercados. En Suecia el gasto público
equivale a un 52 por ciento del PBI. A diferencia de lo que ocurre entre
nosotros, las absurdas prédicas para achicar al Estado
caen en oídos sordos en esas tierras. Göran Persson, el primer
ministro sueco, dijo hace poco que esta brillante reactivación
no ocurrió pese al Estado de Bienestar sino gracias al mismo.
Allá tampoco se habla de debilitar a los sindicatos, toda vez que
esta recuperación tuvo lugar en una economía en donde el
85 por ciento de la fuerza de trabajo se encuentra sindicalizada y la
contratación colectiva prevalece sin contrapesos, y tampoco se
escuchan los llamamientos a desregular los mercados y liberalizar la economía.
En suma: otro caso más que demuestra que existen alternativas al
pensamiento único, y que si existe la voluntad política
para cambiar, el cambio es posible.

Política
sin país
Por
Horacio González
El
menemismo supo ser la magistratura fatua y licenciosa de los poderes fácticos
que estaban ahí. No tuvo vocación institucionalista y quiso
brillar justamente por su gozoso desapego a la ley. Inescrupuloso, le
decían sus opositores por televisión. Crudo afán
de poder, acusaba la conciencia progresista ubicando la topografía
de todo aquello que había que contrarrestar. Era cierto. Si el
escrúpulo consistía en una mezcla de reserva, desasosiego
y prudencia, para el menemismo ésos eran valores frágiles
y en retirada. En Menem latía sin pudores la forma más impetuosa
y vulgar de una época. La política como floración
de los crasos negocios, el alborozo ordinario del fin de las ideologías,
esa glamorosa humareda de fastidio y desprecio que dejaba emanar cada
vez que se denunciaban tráficos oscuros o transparentes chabacanerías.
Asombro, jactancia, candoroso y calculado estupor en el rostro del involucrado:
Pero poooooor favooor, ¿no se percibe que hablan sin
saber?, la Justicia nada ha comprobado, nada me hará cambiar, ¿acaso
quieren volver a las negruras del pasado? Y cada mañana, en la
puerta de su domicilio, con aprecio por el regusto cínico e irónico
que exigían esos pasajes políticos, el ministro de Interior
menemista dedicaba escenas de democracia televisiva como divertimento
personal para una clase política que ya no contaba más.
La democracia existía gracias a no tener importancia. Puesto que
en esencia no concernía al nuevo orden de cosas, se instaló
una rara y errática tolerancia para el decir político. Todo
podía ser dicho porque ya nada interesaba. Había concluido
un ciclo. La política argentina, con largo afán de persistencia,
siempre había sido lo que giró alrededor de la leyenda severa
de la soberanía nacional, del quicio o desquicio de las empresas
del Estado y del alcance dramático de las ideologías revolucionarias.
Los acontecimientos de La Tablada y la toma del edificio del Comando en
Jefe por Seineldín y sus conjurados, hechos de naturaleza divergente,
y ocurridos en gobiernos diferentes, señalaban sin embargo la conclusión
de un extenso período nacional: el de la política realizada
alrededor del sentido productivo de la ley común, del espectral
destino revolucionario de las sociedades y del signo de las soberanías
colectivas. Ese ciclo terminó sin estridencias ni fanfarrias, no
hubo llamados ni proclamas, sólo nuevas formas de vestir y la pax
mundus en la época de la globalización, con naves argentinas
en el Golfo Pérsico, esos actos fuertes de un país intrascendente
que prefiguraba en cada una de sus sojuzgadas afirmaciones el deseo de
dolarizarse. Caída la empresa nacional y con ella la misma noción
de política territorial, las decisiones sobre deuda exterior, moneda,
trabajo y bancos fueron sometidas a la fiscalización de un abstracto
funcionariado exógeno. Con todo ello el menemismo elaboró
la novela del lucimiento de los tunantes, mostrando jubilosos el éxito
de haber ofrecido el país al fideicomiso de los poderes reales
del mundo. Para los que vinieron después la política se
estrechó aún más, se convirtió en cálculo
fiscalista y ajustismo de tenderos asustadizos. Lo que quedó es
un apego abstracto a la ley sin materia real a la que ser aplicada ni
fuerzas reales que la desplieguen. Se pregunta por qué les va mal.
Esbozo de respuesta: porque ya nadie podía ni ellos querían
hacer una fiesta del desmantelamiento del país, pero no atinaban
a comprender hasta qué punto eran hijos también de ese decir
inocuo, del hablar infecundo que se había instalado. Forma final
de una despreciable verdad, el menemismo dejó al país sin
política. Con la Alianza, la política no tiene país.
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