Por
Cristian Alarcón
Al
final de uno de los pasillos de la Villa 20, en Lugano, Mirta Gramajo
muestra un espacio de un metro y medio por tres en el que vivieron durante
media vida ella, su marido y sus tres hijos. En sendos y vecinos ranchos
han crecido también sus hermanas. Parece imposible, pero el terreno
de Mirta, Betty y Nelly Gramajo se adaptó a los once niños
que llegaron con el tiempo y los amores fugaces. Ahora, provisoriamente,
se arrinconan en el fondo de una casa en obra. Mirta, Nelly y Betty están
entre las protagonistas de un plan de autoconstrucción de viviendas,
con el que las organizaciones vecinales y el gobierno porteño intentan,
por fin, integrar las villas al resto de la ciudad convirtiendo los ranchos
en casas y los pasillos en pasajes. Por uno y otro lado, a
lo ancho de la 20, los hombres sin trabajo, o los incluidos
en el Plan Trabajar, cavan zanjas, levantan paredes, revocan. De a poco,
dejan atrás el abandono de años y su consecuencia, el descreimiento
absoluto en lo político. Lo hacen a medida que el Estado llega
otra vez allí donde se lo había perdido de vista hace tanto,
con nuevas formas y otra concepción de la lucha contra la pobreza.
Marcelo Chancalay, morocho de jopo canoso y campera sindical, fue boxeador
hasta hace dos años. Desde la última elección del
barrio es el vicepresidente de la Junta Vecinal y junto a Víctor
Sahonero, presidente de la Cooperativa de Vivienda 25 de Marzo, forman
una dupla que se las trae. Por lo menos de eso da cuenta la fervorosa
adhesión de los que los saludan a cada paso, les gastan bromas,
les preguntan por la llegada de las chapas, de los ladrillos, de los azulejos
para los baños nuevos. Los elementos llegan en camiones esperados
con ansiedad por los autoconstructores, aportados por la Secretaría
de Desarrollo Social porteña.
La Comisión Municipal de la Vivienda aporta los arquitectos y urbanistas
que asesoran técnicamente a los vecinos. Los planos han sido consensuados
entre las familias y los técnicos. No hay una casa igual a otra
y las obras en marcha tienen unas formas caprichosas a la vista, pero
basadas en las necesidades y en los gustos de sus ocupantes.
Los vecinos se arremangan todo el tiempo libre que les queda y sólo
se arredran ante la lluvia, implacable, excesiva. Este año
llovió 38 días, recuerda Sahonero, entrando a la Villa
20 por una de las calles con asfalto, congestionada a las cinco de la
tarde por unos 400 chicos que salen de la escuela. De paso, Chancalay
le subraya a un funcionario de Promoción Social la necesidad de
un semáforo sobre la avenida. O de un puente peatonal. Si hay algo
que queda claro entre los habitantes de la villa es que con esta modalidad
de política pública en la que el eje está puesto
en la participación comunitaria, la construcción de viviendas
genera un afianzamiento de la ciudadanía, en términos ampliados:
no sólo el ejercicio de derechos políticos, sino también
sociales y económicos. De hecho, en Villa 20 el descreimiento y
la abulia cundían peor que los aguaceros del 2000.
Con mis hermanas estábamos divididas. Ellas creían;
yo no. Porque acá estamos acostumbrados al engaño. No ha
habido un solo político que no nos termine traicionando,
dice Mirta, una de las tres hermanas de los nombres arquetípicos.
El reclamo, la negociación, la necesidad de consensos entrenan
a los vecinos en una práctica desusada: la relación con
el Estado a través de sus organizaciones de base.
El proceso de generación de viviendas significa aumento de
empleo, aumento de la autoestima, consolidación de organizaciones
comunitarias y mejora de calidad de vida. Supera a la propia consolidación
de la vivienda y a la integración efectiva de la villa al tejido
urbano. Es un planteo que implica ir de la exclusión a la inclusión
y de la discriminación a la integración, apunta Daniel
Figueroa, secretario de Promoción Social.
El pionero en atreverse a vivir en su propia obra fue don Guillermo León,
57, paraguayo de mesurado acento, con 13 años en la villa y albañilconsumado.
Lo testimonia el nuevo frente de casa coqueta que tiene su propiedad,
hasta hace siete meses un rancho medio cayéndose. Primero
nos juntamos acá a cortar los fierros y a atarlos para levantar
las paredes. Ahí se ven los primeros pozos de las cloacas y el
agua, cuenta.
La demostración de que el Estado de verdad mandaba los materiales,
que sí había arquitectos asesorando de acuerdo con las necesidades
de cada uno, que realmente se construía sin erradicar a nadie,
y que tampoco había estafadores en el medio, hizo que el ejemplo
de León se volviera un señuelo para el resto. Sus cinco
vecinos se pusieron a construir junto a él y ahora son 50 las viviendas
iniciadas. Una de ellas, la casa de Raymunda Galeano, ya está terminada:
sus chicos juegan sobre un piso brillante y ella hace pasar de pieza a
pieza, orgullosa hasta del patio de cemento en el que por su indicación
se ha dejado el pertinente espacio de tierra para un limonero en flor.
Mas allá, donde estaban los escasos metros de Mirta, ahora una
pared de material espera las ventanas de la futura casa de Betty; arriba,
en el primer piso, se levanta lo que será la de Nelly y, enfrente,
entre otros dos ranchos convertidos por las manos de sus dueños,
asoma la de Mirta.
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