Si algo
quedó como herencia inconmovible de la presidencia de Bill
Clinton es que en Estados Unidos los únicos privilegiados
son los abogados. O quienes sepan valerse de ellos y accionar, a
su favor, el costoso y difícil sistema de los tribunales.
Esta es la nueva división clasista que dejó una administración
que incluyó como nunca a profesionales del derecho, empezando
por la pareja presidencial.
Los años de Clinton ofrecieron vistosos espectáculos
judiciales, desde los particulares (de O.J. Simpson a Microsoft)
hasta aquellos que directamente incluyeron al gobierno como protagonista
principal (Paula Jones, Monica Lewinsky, Elián). Más
acá de inocentes y culpables, esto probó que la división
más nítida en la sociedad norteamericana opone a los
que saben cómo valerse del conocimiento de los mercenarios
legales, por un lado, contra la basura blanca, o negra, que vive
en casas rodantes, y tiene un acceso limitado al sistema judicial,
por otro.
Los republicanos clamaban que ese sistema judicial se iba infectando
de principios liberales. Pero esta visión era engañosa:
sólo podían gozar de los beneficios de esas nuevas
igualdades tan publicitadas los integrantes más acreditados
de las clases medias. Bill Clinton, lejos de ser el progresista
que sus enemigos querían ver en él, fue el presidente
demócrata más conservador desde el Harry Truman que
decidió bombardear Hiroshima y Nagasaki. En sus imágenes
de caos moral sin lugar para los matices, los republicanos lo convirtieron
en la punta del iceberg del liberacionismo de los 60, disolvente
a la vez de América y de la Cristiandad. Clinton firmó
la ley de Defensa del Matrimonio, ayudó a desmantelar el
estado de bienestar, descuidó las libertades individuales
en su lucha contra el terrorismo y, sobre todo, predicó la
prudencia fiscal y consiguió que le cerrara el balance del
presupuesto.
Alexis de Tocqueville ya había escrito que los juristas
norteamericanos se parecen de algún modo a los sacerdotes
de Egipto; como ellos, son el intérprete solitario de una
ciencia oculta. Fue en 1835. Hoy, republicanos y demócratas,
derechas e izquierdas, tal como se definen en Estados Unidos, tienden
a respetar el nomocentrismo nacional, en el cual todos
dicen someterse al imperio de la ley. En Estados Unidos, decía
el mismo Tocqueville, todo acaba por resolverse en un juzgado. Como
hoy su más alto tribunal está decidiendo quién
será el futuro presidente.
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