Página/12
en Francia
Por
Eduardo Febbro,
Desde Niza
Los
jefes de Estado y de gobierno reunidos en la Cumbre europea de Niza podrían
terminar sus debates en la calle. A pesar de que diversas fuentes adelantaron
que se había llegado a un acuerdo provisorio sobre
el conjunto de la reforma de las instituciones europeas, siempre queda
sin resolver el doble problema del reparto de los votos en el Consejo
de Ministros y la composición del Parlamento europeo. Ambos escollos
amenazan con extender los debates por tiempo indeterminado y, como el
bunker de vidrio y cemento donde se llevan a cabo las negociaciones, el
centro Acrópolis, ya está alquilado a partir del lunes para
otras reuniones, los 15 tendrán que cambiar de local si no se ponen
de acuerdo esta madrugada.
Por lo pronto, las estadísticas definen a la cumbre de Niza como
la más larga de toda la historia de la construcción europea.
Los antagonismos no cesan de implicar de manera directa a casi todos los
países, en especial a la presidencia francesa con Alemania y a
países más pequeños como Bélgica y Portugal
que se oponen a perder sus conquistas. El ministro francés de relaciones
europeas, Pierre Moscovici, retrató la situación diciendo
que la dificultad ante la cual nos encontramos radica en que éste
es un sistema similar a un castillo de cartas: si lo tocamos por uno u
otro lado amenaza todo el edificio. Como el castillo
es complejo, es lícito puntualizar cuáles son sus pilares.
El primero es la manera en que se tomarán las futuras decisiones.
Un gran número de decisiones importantes se seguirá tomando
por voto unánime. El derecho de veto de los países individuales,
que se pensaba reducir, casi se mantuvo intacto. Así, Gran Bretaña
conserva su derecho de veto en lo que toca a las cuestiones sociales y
fiscales y Francia, el suyo con respecto de la difusión y el contenido
de los bienes culturales. A su vez, Alemania consiguió su propósito
de imponer un voto por unanimidad sobre la futura reglamentación
del derecho de asilo e inmigración.
En suma, todo indica que la cumbre se dirige hacia un acuerdo mínimo.
La presidencia francesa de la Unión Europea multiplicó las
concesiones con el propósito de llegar a un compromiso y le dio
a Alemania la mejor parte del pastel comunitario. En el conflicto más
sensible, es decir, la equivalencia de votos y la representación
en el parlamento Europeo, Alemania obtuvo concesiones que, al filo de
la medianoche, provocaron un motín de los pequeños países
de la UE. En el proyecto de tratado presentado por París, Berlín
tiene los mismos votos que los otros grandes país de
la UE (Francia, Italia y Gran Bretaña), pero como Alemania cuenta
con 82 millones de habitantes su peso demográfico la lleva a aumentar
99 la cantidad de diputados europeos en el Parlamento. Sobre un total
de 738 diputados, los demás países grandes se quedan con
sólo 74. La concesión es tan gigantesca que un delegado
europeo comentó anoche que de ahora en más el Parlamento
europeo se parecerá al Bundestag.
Como es de suponer, las naciones más pequeñas, temerosas
de vivir en una Europa en la que las grandes dicten su ley, reaccionaron
con suma virulencia. La magnitud del Parlamento y la distribución
de los votos en el Consejo de Ministros no contentó a países
como Bélgica y Portugal. Limitada primero a esos dos, la bronca
se extendió más tarde a otras naciones pequeñas de
la UE (Finlandia, Suecia, Austria y Grecia). Bélgica puso el grito
en el cielo cuando se dio cuenta de que el proyecto francés le
otorgaba 11 votos contra 12 para Holanda y 30 a Alemania. En ese contexto,
Portugal hizo saber que en esas condiciones no podría aprobar
el tratado de Niza. Más aún, si la lógica expuesta
por París se mantiene, esta llevaría a Francia a perder
la paridad histórica que mantenía conAlemania desde la fundación
de la Comunidad Europea. Los miedos de muchos integrantes de la Unión
de ver a Alemania por encima de los demás se están haciendo
realidad. La unificación de Europa termina por parecerse a la de
Alemania: como en la historia de ésta última, triunfa el
Deutschland über alles.
OPINION
Por Miguel Angel Bastenier *
Con
el Imperio Romano estábamos mejor
|
La cumbre
europea que se celebra en Niza, en estos tiempos de inflación
del verbo, es en verdad crucial. Y lo más decisivo de la
misma habrá de ser la posible redistribución de votos
entre los países miembros, especialmente Alemania y los otros
grandes, Reino Unido, Francia e Italia, que hoy empatan a 10 sufragios
por cabeza. Lo que se dilucida en Niza es la clase de Europa que
nos quede.
La argumentación de Berlín es, de seguro, irrebatible.
Alemania merece más votos porque tiene 82 millones de habitantes
contra algo menos de 60 para cada uno de sus tres perseguidores;
a la hora de subvencionar Europa, y muy notablemente para los fondos
de cohesión que tanto benefician a España, nadie es
tan generoso como los bolsillos alemanes y, por si fuera poco, la
apertura al Este, con la que está muy vinculada la reponderación
del voto, va a hacer del bloque germánico el gran arbotante
del futuro edificio europeo.
A esa pretensión se opone Francia por motivos sin duda electorales
en el corto plazo Chirac iría en muy mala posición
a las próximas presidenciales si ahora se inclina ante el
teutón, pero también por razón del contrato
fundacional. La UE se creó como Mercado Común en 1957,
sobre un equilibrio intangible, es decir, desligado de toda aritmética,
entre sus dos grandes progenitores, Francia y Alemania, de los que
la primera, aceptando el maridaje, perdonaba a la segunda el pecado
del nazismo.
Si en el principio fue el verbo, el verbo en esta historia es el
Imperio Romano. Cuando ya es, quizá, posible distinguir en
el mapa algo embrionariamente parecido a lo que hoy es Europa, con
sus primeros conatos de nación, digamos el siglo XIII, lo
que vemos es aquello en lo que ya se ha convertido el Imperio Romano:
un trozo de España, casi todo Portugal, mucha Francia, suficiente
Inglaterra y el claro contorno de Italia pese a tanto principado
y señoría; todo un conjunto preñado ya, es
cierto, de Sacro Imperio Romano Germánico; lo que significa
que Alemania comienza a apuntar, pero como sucesora más que
fundadora.
A esa primera Europa, cuyo centro de gravedad es el Mediterráneo,
se le irá enlazando una segunda versión centroeuropea
de sí misma, vinculada pero distinta, al tiempo que apenas
un siglo más tarde, de 1350 por lo menos hasta 1700, vendrá
a añadírsele aún una tercera Europa: la que
fue bizantina y se hace otomana, donde, no en vano, existe ese gran
factor diferencial llamado los Balcanes.
Y hasta cabría hablar, tras esta tupida relación,
de una cuarta Europa, que era periférica cuando navegaba
en la hora del vikingo, y se integraba a las dos primeras a través
del mundo anglo-germánico, desde la guerra de los Treinta
Años, mediado el siglo XVII.
Esos cuatro grandes, a los que España pretende acercarse
apoyando a la germanidad triunfante, están hoy casi milagrosamente
equilibrados en su poder de voto. Dos de ellos, Francia e Italia,
son Imperio Romano a tope; otros dos, Alemania y Reino Unido, mundo
anglogermánico. Y si Berlín y Roma parecen indiscutiblemente
ser todo lo que representan, Londres y París no dejan, por
su parte, de asumir un cierto mestizaje complementario: lo anglosajón,
latinizado gracias al muro de Adriano, y lo franco-latino, germanizado
por amor de Carlomagno. Ni el mejor alquimista medieval habría
dado con ecuación tan calculada. España o Polonia,
unidos un día a los cuatro grandes, podrían descabalar
una agrimensura de tamaña sutileza.
Esa Europa, por tanto, es una construcción del espíritu
tanto o más que de las cuatro reglas; un algo artificial
que no se deduce necesariamente de la naturaleza implacable de las
cosas; una ingeniería histórica en forma de castillo
de naipes. Cuando Adenauer como aseguran en Parísgarantizó
a De Gaulle que aquella paridad sería para siempre, no se
lo prometía únicamente a Francia. También se
lo decía a todo el antiguo Imperio Romano.
* De El
País de Madrid. Especial para Página/12.
|
|