Por
Roque Casciero
El
tipo al que le gusta el tango no lo puede abandonar jamás. ¿Por
qué? Porque el tango es un grito de pueblo. Y quizás por
eso todavía es marginado. Para el bailarín, es la danza
más libre del mundo, la que te permite crear y te obliga a pensar.
Cuando sacás a una chica a la que no conocés, pensás
en la música, no en qué le vas a decir para levantártela.
Y la energía que se produce en el encuentro puede acabar en una
o dos piezas, pero también en el casamiento. Si lo dice Juan
Carlos Copes, así debe ser: a los 70 años, su nombre es
sinónimo de baile de tango. Su pareja con María Nieves,
disuelta en el 96 después de cuarenta y cinco años
de trayectoria, quedará en el recuerdo de quienes la vieron en
acción en todo el mundo.
En sus inicios, Copes fue caudillo en los bailes del club Atlanta, luego
se hizo profesional y un día, en el Tabarís, dijo: Hasta
Nueva York no paro. Al poco tiempo estaba en Broadway, milongueando
para el Ed Sullivan Show. Eso le abrió las puertas
de escenarios de todo el mundo: bailó frente a reyes y presidentes,
realizó coreografías para películas y le enseñó
sus primeros pasos a varias estrellas de Hollywood. Para festejar sus
50 años de trayectoria, el bailarín comenzó a presentar
este fin de semana Copes Tango Copes, un espectáculo del que participan
su hija Johana Copes, el ballet Copes Tango Danza y la cantante María
Graña. Ya tiene programadas otras dos fechas en el teatro Avenida
(el 15 y 16), una gira por el interior y presentaciones en Japón,
EE.UU. y Canadá. No me aparto de esa frase remanida de que
se necesitan dos para bailar el tango, pero digo también que hace
falta un sentimiento: si no, son dos pedazos de pan sin nada en el medio.
Eso es básico, lo que podés hacer en cualquier club cuando
bailás para vos. Pero un espectáculo es otra cosa,
afirma.
¿Cuál cree que fue su aporte al baile?
En el tango espectáculo les demostré a los músicos,
los cantantes y los bailarines que hay muchas puertas cerradas que podemos
abrir. Yo me encargué de abrir algunas, pero todavía quedan
muchas. Y son los chicos jóvenes quienes tienen la obligación
de abrirlas.
Una de las puertas que usted abrió fue la de bailar a Piazzolla.
Exactamente. En Río de Janeiro, donde estábamos representando
María de Buenos Aires, Astor me dio un abrazo de esos de oso que
daba él y me dijo: Negro, ¿quién dijo que a
Piazzolla no se lo podía bailar?. Quiere decir que a él
le había quedado la deuda de ser popular.
Usted le dio un lugar de importancia a la mujer...
Las mujeres tuvieron mucho que ver con mi carrera: Susana Rinaldi,
Libertad Lamarque, Alba Solís... Con María Graña
compartimos un mismo espectáculo durante ocho años en distintas
partes del mundo. Para mí eso es un logro.
La pregunta que se cae de madura es...
Sí, ya sé, le puedo leer el pensamiento (se ríe).
Pero es lógico, porque en mis 50 años de trayectoria mucho
tuvo que ver María Nieves. Lo digo con el corazón: para
mí ella es la mejor bailarina de tango. Es capaz de acompañar
a cualquiera. Ella es tango. Tuvimos todas las etapas de una vivencia:
encontrarnos, conocernos, noviazgo, casamiento, divorcio, rubro de baile
y separación.
Y una pelea que llegó a los medios.
Pelear, peleábamos siempre. Eso les pasa a todas las parejas.
Si tenés que estar junto a tu mujer todo el tiempo, como nos pasaba
a nosotros, lo más probable es que la relación dure poco.
Eso se tenía que terminar y se terminó en el 96. Hubiéramos
terminado en el 95, pero teníamos un compromiso con Japón,
lo último que hicimos juntos. Después, Claudio Segovia (creador
de Tango argentino), con gran insistencia y un afán más
comercial que afectivo, nos convenció de que volviéramos
al último Broadway de Tango argentino, en el 99. Pero prácticamente
no hay afinidad ni ganas. Estoy seguro de que ella piensa igual que yo:
ya está, fue.
Sin embargo, en un espectáculo que repasa sus 50 años
de trayectoria, no puede faltar María Nieves. ¿O sí?
Así lo hubiera querido, no habría podido obviarla
bajo ningún punto de vista. No soy yo solo: como dije antes, para
el tango se necesitan dos. María está presente en imágenes
filmadas y hay una dedicatoria a ella.
¿En qué momento se dio cuenta de que el baile iba
a ser su profesión?
En 1952 Perón sacó un decreto por el que las radios
debían emitir un 50 por ciento de música nacional. Yo creí
que iba a ser beneficioso para lo autóctono, pero hecha la ley,
hecha la trampa: se tocaban músicas de otros países hechas
por músicos argentinos. Vino el Club del Clan y se empezó
a llevar a los chicos jóvenes a los grandes estadios y nos dispersaron
a los milongueros. Entonces empecé a pensar en cómo hacer
para seguir con el baile del tango. Recuerdo que iba a ver películas
de Gene Kelly, Fred Astaire o Leslie Caron y pensaba cómo podía
hacer algo parecido con el tango. Creía que era fácil: después
de 50 años puedo decir que fue muy difícil. Cuando intenté
armar un espectáculo con cinco parejas, me di cuenta de las limitaciones.
Yo lo veía a Donald OConnor que hacía cuatro pasos
sobre una pared, una vuelta en el aire y caía parado. Yo traté
de hacerlo a pared lisa y llegué a cuatro pasos, pero me partí
la cabeza y la rodilla, porque no conocía los trucos. Entonces
pensé: acá falta algo, hay que estudiar. Y eso
hice, me puse a estudiar clásico, contemporáneo, jazz, acrobacia...
Todo para insertarlo en lo que yo quería mostrar, que eran historias
de tango: un partido de fútbol, de billar...
¿Se imagina sin bailar?
No, no. Creo que, sin querer, tocó una de las causas de la
separación del rubro con María. Siento íntimamente
que éste es mi último espectáculo, aunque quiero
seguir relacionado al tango. Pero nunca dejaría de bailar: provocaría
ensayos para poder largarme... Es una terapia: bailar te hace olvidar
de las cosas que pasan en la calle. Por eso, voy a seguir con el tango
hasta que me vaya a la tumba.
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