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No hay mal humor ni aburrimiento
Por Eva Giberti

En el siglo IV antes de Cristo, Hipócrates explicó el origen de las enfermedades; sostuvo que se producían debido a la existencia de cuatro humores segregados por el cuerpo humano: la sangre, originada en el corazón, la bilis negra en el bazo, la amarilla en el hígado y la pituitaria en el cerebro. La gente se enfermaría como consecuencia del predominio de alguno de esos humores: sería irritable, colérica, flemática o triste según uno de ellos estuviese en alza o en baja.
El primer golpe demoledor contra esta teoría se produjo en el siglo XVI y estuvo a cargo de Paracelso, que arremetió contra la medicina “oficial” y escolástica de la época. Afirmó que los procesos vitales son químicos y que en el estudio de la química había que buscar las claves del equilibrio del cuerpo humano y no en los humores. A pesar de lo cual la idea de humor (palabra derivada del latín humedad) mantiene su eficacia.
Si de mal humor se trata, los diccionarios abundan en sinónimos y equivalencias, a lo que añaden expansiones de sentido, por ejemplo que el mal humor remite a “aquellos que están dispuestos a tomar mal las cosas”. O sea, los malhumorados podrían ser los amargados, los que tienen mala onda, los biliosos, diría Hipócrates. O bien podríamos ser los argentinos y argentinas que constituimos “la gente (que está) de mal humor”, según la reiterada expresión que funcionarios, algunos políticos y no pocos medios de comunicación emiten cotidianamente.
Al hablar de “la gente” no se discierne entre quienes están malhumorados porque deberán acortar sus vacaciones y “la otra gente”, la que pide limosna, la que no puede viajar hasta el hospital porque carece de dinero para el transporte, la que reclama el pago de sueldos atrasados, entre otros especialistas en pobreza extrema.
Afirmar, homologando situaciones, que “la gente está de mal humor” equivale sustituir la desesperación, construida al costo del dolor y la angustia, por la semantización tramposa del humor alterado. Constituye una trivialización de ese sentimiento impregnado por la anticipación de catástrofes reales o posibles. No es el malhumor el que provoca la pregunta “¿qué será de mí?”, vivencia que desborda las frustraciones de las necesidades y derechos básicos. Exasperar los contenidos del mal humor poniéndolos al servicio de una designación errada evidencia el uso del lenguaje orientado a trastrocar las representaciones sociales. En este caso, modificando la calidad de los estados afectivos que conduce a confundir el mal humor con la desesperación.
No es la primera vez que sucede entre nosotros y, salvando las distancias, otro deslizamiento semántico apuntó a los estados afectivos que la política convoca. Ocurrió cuando en las vísperas de las elecciones un run run decía: “Ese candidato es aburrido”. Adjudicarle este estado de ánimo a quien podría ser presidente implicaba criticarlo porque su estilo de vida no anticipaba transgresiones festivas y advertía que no contaríamos con un presidente “divertido”. Esta evaluación habla de quien es soso y por lo tanto constituiría una mala compañía, según lo afirma María Moliner desde las páginas de su Diccionario. Se supone que siendo aburrido sus decisiones fundarían la sosidad de aquello que carece de sal. Pero divertir no es responsabilidad de los mandatarios, y por lo tanto la crítica incorporaba una caracterización distorsionante, probablemente inspirada en un pasado donde predominaba el buen humor identificado con la pizza y el champagne. La banalización era de otra índole y se producía al sobrevolar un país que, calibrado desde arriba, parecía tener buena onda. Lo que el Diccionario no aporta es una caracterización psicológica del aburrimiento, que es un estado de ánimo complejo; quien es o está aburrido precisa de otros que lo rescaten de ese aburrimiento y le devuelvan la sal, la gracia propias, que el sujeto considera perdidas. Advertamos entonces el riesgo de la denominación que trivializa la caracterizacióndel estado de ánimo de quien, en ese momento, podría ser votado como presidente.
Esta semiótica se extiende entre el discurso de lo aburrido y el discurso del malhumor que, tal como se procesan entre nosotros forman parte de los territorios de las designaciones. Acomodando sus palabras en ellos, algunas personas revisten de significatividad las expresiones con que se describen diversas realidades sociales, trastrocándolas, por ejemplo nombrando como mal humor la vulnerabilidad extrema en que se encuentran miles de compatriotas. Y pone en evidencia un encierro categorial desestimante.
La trivialización de determinados estados de ánimo anticipa –en el caso del mal humor– la aparición de cuerpos afectados, inertes a veces, debido al estrés por carencias o debido a diversas formas de violencia. Un sistema de designaciones como éstas va acompañado de la irrupción de realidades corporales. Porque la cuestión de los humores aporta el punto justo, intermedio, entre la referencia al cuerpo y la referencia al estado afectivo.
Asistimos a la imposibilidad de establecer un pasaje entre las cuentas que no cierran y los cuerpos alterados de quienes cortan las rutas o se asocian para marchar por las calles del país. El mal humor no da cabida al estado afectivo real de quienes tienen motivos para desesperarse.
Por una parte el humor, ahijado de la humedad, y por otra de perfil soso, carente de sal, constituyen designaciones banalizantes que provienen de sectores sociales diversos y están destinados a incorporarse en las representaciones sociales. Forman parte de la química social que se expresa en un sistema de denominaciones y de representaciones que prioriza la burla canchera y por otra parte produce el discurso del mal humor pretendiendo que disimulemos su ridiculez. Es la distorsión de la química que conjuga el agua y de la sal, la química de las sustancias elementales que están en el origen de la vida, aquellas que Paracelso recomendaba observar y aplicar. Cuando esa distorsión se afirma, quedan banalizados los estados de ánimo del prójimo.


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