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OPINION

Las últimas gotas

Por James Neilson

Puede que Fernando de la Rúa esté en lo cierto y que, ya casi vacío el cáliz ponzoñoso de las expectativas exageradas, en el 2001 el país nos sorprenda levantando cabeza. Es que desde hace más de un siglo buena parte de la Argentina vive aferrada a la ilusión agradable de que para la mayoría es “normal” un nivel de comodidad –porteña, de clase media– que acaso sea modesto pero que aun así es decididamente superior al considerado “normal” en otros países de desempeño económico comparable. La impaciencia, que a veces se transformaría en furia asesina, provocada por la brecha creciente entre la realidad siempre decepcionante y la “normalidad” contribuyó muchísimo a la proliferación tropical de movimientos populistas miopes, proyectos voluntaristas fantasiosos y golpes militares supuestamente purificadores, además, claro está, a la corrupción endémica y al egoísmo cada vez más impúdico de capas dirigentes que nunca han querido entender que la contrapartida de su propia opulencia es, por razones matemáticas evidentes, una multitud cada vez mayor de depauperados.
Todos los presidentes de las décadas últimas, tanto los de facto como los elegidos en comicios más o menos limpios, llegaron al poder porque una proporción importante de la ciudadanía los tomó por restauradores de la normalidad, por hombres que pronto restituirían todo lo robado o extraviado por peronistas corruptos, militares salvajes, radicales incompetentes o, conforme a los convencidos de la inocencia nacional, por un mundo exterior insaciable comprometido con teorías económicas inhumanas. Todos fracasaron porque nunca hubo tal normalidad, sólo momentos de desahogo para algunos que se esfumaron antes de que la mayoría pudiera disfrutarlos.
El producto per cápita argentino es de aproximadamente 8 mil dólares anuales; el norteamericano roza los 38 mil, el de Francia y el Reino Unido los 26 mil. Puesto que muchas personas se las arreglan para vivir mejor que el norteamericano o europeo del montón y muchas más se quejan amargamente por no poder emularlos, ya sabemos todo lo que necesitamos saber sobre la causa básica de la bronca que se ha apoderado de tanta gente. Sin embargo, mientras que en otros tiempos los habituados a creerse víctimas de un error apenas comprensible se hubieran encolumnado tras alguno que otro salvador pertrechados de soluciones instantáneas, en la actualidad muy pocos están dispuestos a confiar en los vendedores de panaceas. La mayoría entiende que el futuro será duro, durísimo, razón por el cual es por lo menos factible que resulte ser un tanto mejor que el pasado reciente.


 

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