Puede que
Fernando de la Rúa esté en lo cierto y que, ya casi
vacío el cáliz ponzoñoso de las expectativas
exageradas, en el 2001 el país nos sorprenda levantando cabeza.
Es que desde hace más de un siglo buena parte de la Argentina
vive aferrada a la ilusión agradable de que para la mayoría
es normal un nivel de comodidad porteña,
de clase media que acaso sea modesto pero que aun así
es decididamente superior al considerado normal en otros
países de desempeño económico comparable. La
impaciencia, que a veces se transformaría en furia asesina,
provocada por la brecha creciente entre la realidad siempre decepcionante
y la normalidad contribuyó muchísimo a
la proliferación tropical de movimientos populistas miopes,
proyectos voluntaristas fantasiosos y golpes militares supuestamente
purificadores, además, claro está, a la corrupción
endémica y al egoísmo cada vez más impúdico
de capas dirigentes que nunca han querido entender que la contrapartida
de su propia opulencia es, por razones matemáticas evidentes,
una multitud cada vez mayor de depauperados.
Todos los presidentes de las décadas últimas, tanto
los de facto como los elegidos en comicios más o menos limpios,
llegaron al poder porque una proporción importante de la
ciudadanía los tomó por restauradores de la normalidad,
por hombres que pronto restituirían todo lo robado o extraviado
por peronistas corruptos, militares salvajes, radicales incompetentes
o, conforme a los convencidos de la inocencia nacional, por un mundo
exterior insaciable comprometido con teorías económicas
inhumanas. Todos fracasaron porque nunca hubo tal normalidad, sólo
momentos de desahogo para algunos que se esfumaron antes de que
la mayoría pudiera disfrutarlos.
El producto per cápita argentino es de aproximadamente 8
mil dólares anuales; el norteamericano roza los 38 mil, el
de Francia y el Reino Unido los 26 mil. Puesto que muchas personas
se las arreglan para vivir mejor que el norteamericano o europeo
del montón y muchas más se quejan amargamente por
no poder emularlos, ya sabemos todo lo que necesitamos saber sobre
la causa básica de la bronca que se ha apoderado de tanta
gente. Sin embargo, mientras que en otros tiempos los habituados
a creerse víctimas de un error apenas comprensible se hubieran
encolumnado tras alguno que otro salvador pertrechados de soluciones
instantáneas, en la actualidad muy pocos están dispuestos
a confiar en los vendedores de panaceas. La mayoría entiende
que el futuro será duro, durísimo, razón por
el cual es por lo menos factible que resulte ser un tanto mejor
que el pasado reciente.
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